miércoles, 22 de julio de 2015

MISA DEL CRISTO NEGRO DE MARACAIBO - HOMILIA - Misa votiva de la Preciosísima Sangre

MISA DEL CRISTO NEGRO DE MARACAIBO
HOMILIA

Misa votiva de la Preciosísima Sangre
Lecturas: Ex 24, 3-8; Salmo 115; He 12, 18-19.22-24; Lc 22,39-46
Muy queridos hermanos y hermanas,
Cristo crucificado es un Cristo orante. San Lucas nos revela que antes de iniciar su ministerio, inmediatamente después de su bautismo por parte de Juan el Bautista,  el Espíritu Santo condujo a Jesús al desierto. Allí fue puesto a prueba por el Diablo.  El episodio concluye con la victoria de Cristo sobre Satanás y estas palabras del evangelista: “Cuando el diablo terminó de someter a Jesús a todo tipo de pruebas, se apartó de él hasta el momento oportuno” (Lc 4, 1-13).
Al final de su ministerio, justo antes de entrar en su Pasión, el Diablo reaparece y ya no  dejará tranquilo al Señor; lo acosará hasta el último suspiro. En el desierto, Jesús lo venció con el antídoto de la Palabra de su Padre Dios. En la Pasión lo vence con la oración. Esa fue la postrera recomendación que le dio a sus discípulos, antes de internarse en el Jardín de los Olivos: “Oren para que puedan enfrentar la prueba” (Ibid 22,39). Inmediatamente se alejó de ellos, se puso de rodillas y, poniendo en práctica su consejo, empezó a orar. En esta oportunidad San Lucas nos entrega el contenido de su oración: “Padre, si quieres, aparta de mí esta copa amarga, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya”.  (v 42).
Jesús vivió en Getsemaní, una inmensa angustia. Fue tal la lucha interna que se desató en su alma que su Padre le envió un ángel para confortarlo. Aun así el sufrimiento fue en aumento. Lucas nos narra que, en esos momentos dramáticos, Jesús oró con mayor fervor y fue tal la intensidad de su lucha interior para aceptar de corazón la voluntad de su Padre y apartar la suya propia que el sudor se transformó en gotas de sangre que se deslizaban por todo su cuerpo “y corrían hasta el suelo” (v 44). Pero una vez, a fuerza de oración venció la tentación. “Cuando terminó su oración, dice San Lucas, se levantó”. Es decir, se levantó de tierra donde estaba arrodillado; se levantó sobre todo de su postración. Fue hasta donde estaban sus discípulos, los despierta porque se habían dormido y  les recuerda una vez más el secreto para vencer al demonio: “Levántense y oren para que puedan afrontar la prueba, porque el espíritu está dispuesto, pero la carne es débil” (Mc 14,38).
Jesús sabía cuál era su misión. Había venido para fundar la nueva familia de los hijos e hijas de Dios, no sobre lazos carnales sino sobre el poder de Dios. Así lo presenta San Juan en su Prólogo: “A los que creen en su nombre, les dio poder de llegar a ser hijos de Dios. Estos no nacieron de la sangre ni por deseo  y voluntad humana sino que nacieron de Dios” (Jn 1,12-13). En otra oportunidad Jesús reveló quiénes iban a ser, en el Reino de Dios, sus hermanos, hermanas y madre: “Quién cumple la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre”. (Mc 3,35).
Es precisamente sobre ese punto que el Diablo lo va a tentar. La misma tentación a la que sometió al viejo Adán, en el Jardín del Edén, en la que la primera pareja cayó arrastrando tras de sí todas las generaciones. La primera familia se fundó sobre un desacato a la voluntad de Dios. Ahora Satanás quiere impedir que Jesús lleve a cabo la fundación de la nueva familia del Reino, distinta a la del primer Adán, fundada en la obediencia y aceptación plena de la voluntad divina. Jesús la enfrenta: “Padre, si quieres, aparta de mí esta copa amarga, pero que no se haga mi voluntad sino la tuya”. Que no se haga mi voluntad sino la tuya. Jesús mantendrá esta postura a lo largo de  su pasión y el camino hacia el Gólgota. No cumplirá su propia voluntad sino la de su Padre Dios. Digno hijo de su madre María, la cual, redimida anticipadamente por la sangre redentora del Crucificado Resucitado, responderá al Ángel Gabriel cuando éste le vino a proponer los designios de Dios: “He aquí la servidora  la servidora del Señor. Que se haga en mí lo que tú dices” (Lc. 1,38)
Jesús crucificado es un Cristo orante. Ora con todas sus fuerzas para superar las sucesivas pruebas a las que lo somete el Diablo: la traición de Judas (Lc 22,21), la negación de Pedro (Ibid. vv 54-62), la fuga cobarde de sus discípulos (Mc 14,50), la soledad de la cruz, la condenación injusta, los escarnios y torturas, las burlas de los soldados, de los pasantes y de los jefes (Lc 23,35), la sed y sobre todo, el silencio de su Padre: “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?” (Mt 27,46). Solo al final, antes del último suspiro, Jesús pronuncia la Palabra liberadora: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46).
Jesús crucificado es un Cristo orante. Pero no ora solamente por él para vencer las pruebas a las que lo somete el Diablo; ora también y sobre todo por nosotros para que seamos fuertes y capaces de salir airosos de todas las pruebas a las que es sometida nuestra fe a lo largo de la vida. Se lo dijo claramente a Pedro, dirigiéndose, a través del jefe de sus apóstoles, a todos nosotros: “¡Simón! ¡Simón!  Mira que Satanás ha pedido permiso para sacudirlos así como se hace con el trigo cuando se lo separa de la paja. Pero yo he rogado por ti para que no pierdas tu fe y tú, una vez convertido, fortalece a tus hermanos” (Lc 22,31-32).
El Cristo Negro es un Cristo orante. El primer hecho milagroso, en torno a esta venerable imagen, se produjo cuando, el 22 de agosto de 1600, el templo de San Antonio de Gibraltar, población costera del sur del lago de Maracaibo, en el que era venerado, fue incendiado, junto con todo el poblado, por los indios quiriquires, “en uno de los episodios más crueles en la historia de la hoy Venezuela” (Oscar Martínez Allegretti, Dos familias en el Maracaibo del siglo VII p42). El mismo historiador comenta que el ataque fue en represalia  por los  tantos maltratos y humillaciones que recibió esa Nación cuando laboraban como esclavos en los hatos y haciendas del Justicia Mayor Rodrigo de Arguelles.
“Todo cuanto rodeaba al Cristo quedó reducido a cenizas, incluso el cepo que sostenía la Cruz. Milagrosamente tanto la imagen como la Cruz de que ella pendía fueron respetadas por las llamas al igual que una pequeña imagen de papel de la Inmaculada Concepción que estaba pegada a los pies del Cristo en la Cruz. Días después regresaba Rodrigo de Argüelles con varios de los sobrevivientes de la tragedia y al visitar los restos chamuscados de la que fuera la Iglesia parroquial quedaron estupefactos al contemplar al Santo Cristo casi como si flotara en el aire. Tan solo pudo observarse una pequeña marca de fuego en una de las piernas del Crucificado. Mas, al observar con detenimiento su rostro, diéronse cuenta de que la cabeza que originalmente estaba echada hacia atrás, aparecía ahora inclinada al costado izquierdo, quizá como testimonio de semejante sacrilegio” (Ibid pp.66-67).
La noticia de lo acaecido al Santo Cristo se divulgó presto en Maracaibo, cuyos vecinos desearon tenerlo en la ciudad. Se presentó la ocasión propicia y lo trasladaron a Nueva Zamora, donde según reza la tradición, “se le ha tenido siempre en gran veneración y grande adorno que la acrecientan los navegantes que entran en la Laguna a quien encomiendan sus viajes y ofrecen grandes limosnas, seguros y confiados en su amparo, de que tienen grandes y conocidas experiencias”  (AGI, Santo Domingo Legajo 208). La cruz del Cristo fue llevada posteriormente al convento de San Agustín de Mérida. La milagrosa imagen fue colocada más adelante sobre una preciosa cruz de nácar y plata.
Cuenta la tradición, que ante la insistencia de los Gibraltareños para que le devolvieran la santa imagen, lo colocaron en una piragua para que él mismo Cristo decidiera en cuál de los dos lugares quería estar, y que al desplegarse las velas empezó a soplar un fuerte viento y tomo rumbo hacia Maracaibo. Ante este hecho sobrecogedor los fieles de Maracaibo decidieron que  la santa reliquia debía quedarse con ellos. Aquí está, desde entonces, el Cristo Negro, en su nicho sencillo, a un costado de la catedral, esperando que el pueblo creyente vuelva sus ojos hacia él y se acoja a su gran misericordia. Allí está orando por este pueblo para que sea capaz de superar la gran prueba a la que ha sido sometido desde sus orígenes: la tentación de la división y de la confrontación agresiva.
¿Por qué quiso el Cristo Negro quedarse con nosotros en esta ciudad? ¿Será que nosotros estamos sometidos a mayores tentaciones o porque el Señor supo de antemano que con el tiempo aquí se congregaría, a orillas del Coquivacoa, una inmensa población que iba a necesitar encontrarse con él para aprender a superar las duras pruebas de la vida y a vivir y comportarse como hermanos?  El hecho es que la convivencia entre las etnias originarias, entre nativos y colonos, entre partidos y grupos sociales siempre ha sido el talón de Aquiles de los habitantes de esta tierra. Cuando la Virgen de Coromoto se apareció a los Cospes, a mediados del siglo XVII,  recomendará esta convivencia a través de la práctica efectiva de la religión cristiana.
Vengamos, hermanos y hermanas, al pie de la Cruz donde nos espera el Señor crucificado. Pongamos nuestra mirada en Cristo Jesús, “el que inicia y perfecciona nuestra fe” (Heb 12,2) y pidámosle que nos ayude a enfrentar la prueba de nuestra falta de convivencia democrática y fraterna, nuestra tentación de tratarnos con agresividad y violencia, de derramar sangre de hermanos. Tenemos un sumo sacerdote capaz de compadecerse de nuestras debilidades. “Acerquémonos con plena confianza al trono de la gracia, para que obtengamos misericordia y encontremos la gracia de una ayuda oportuna” (Heb 4,16). Les invito a hacer nuestra la siguiente oración:
Santo Cristo Negro de Maracaibo
que venciste las llamas que quisieron destruirte,
manifestándole así a las poblaciones de ayer y de hoy
tu ardiente deseo de permanecer
para siempre en esta tierra de gracia con nosotros
para traernos la salvación;

Postrado a tus pies,
te adoro en tu pasión santa y salvadora.
Me arrojo lleno de confianza
en tus brazos abiertos, Jesús crucificado;

Con el poder de tu muerte y resurrección,
Ayúdame a romper el yugo  del pecado,
enciende en mi corazón el fuego de tu amor.
Enséñame a caminar siempre contigo,
con una vida llena de obras de misericordia.

Te encomiendo mi familia, mi pueblo y la Iglesia;
Que siguiendo tus santos preceptos
Aprendamos a vivir entre nosotros  como hermanos
y con la Virgen María, nuestra madre amada,
Lleguemos a gozar  del cielo que nos tienes prometido
Amen

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