domingo, 23 de noviembre de 2014

HOMILIA DEL DOMINGO DE CRISTO REY. CICLO A

Muy queridos hermanos y hermanas,
Con esta solemnidad de Cristo Rey del universo, iniciamos la última semana del año litúrgico 2013-2014. Durante este año, la madre Iglesia ha querido guiarnos, en nuestro camino cristiano, con la lectura dominical del evangelio de San Mateo. Uno de los núcleos fundamentales de este evangelista es la presentación de Jesús como el nuevo Moisés que nos introduce en la nueva tierra prometida que él llama el Reino de los cielos, forma semítica de designar el Reinado de Dios.

Jesús presenta el Reino de los cielos como una nueva y sorprendente irrupción de Dios en medio de los hombres y de la historia. Una realidad que ya no hay que seguir esperando porque ya está presente en medio de nosotros. Ya está en medio de la humanidad y empieza a fermentarla con una energía indetenible que la llevará a su perfección. Empieza la plenitud de los tiempos. El tiempo de la salvación de los humanos y de la creación total.
Para gran sorpresa de todos, el Dios de ese reino que presenta Jesucristo no es un Dios lleno de ira destructora, dispuesto a castigar a la humanidad sino un Padre lleno de compasión y de ternura, de misericordia y de bondad.  ¡Esta es la Buena Noticia; éste es el Evangelio! A los destinatarios de este mensaje novedoso les corresponde disponerse a acogerlo. Porque la invitación es apremiante, es inminente; no es para mañana. Es para hoy.  No podemos quedarnos indiferentes ante su llegada. Para recibirlo Jesús nos dice que la condición “sine qua non” es la de convertirnos, es decir disponernos a dejarlo entrar en nuestras vidas, a abrirle nuestra mente y nuestro corazón, a aceptar “entrar” dentro de ese modo de reinar de Dios que Jesús está inaugurando con su presencia. “Conviértanse porque está llegando el Reino de los cielos” (Mt 4,17).

El Reino de su Padre Dios, Jesús lo ofrece a todos sin excepción. ¡He venido a incendiar el mundo con el fuego del Reino de Dios y cuánto quisiera que ya estuviera ardiendo! El Señor tiene muy claro por dónde empezar a sembrarlo: por los pobres, los afligidos, los humildes, los hambrientos y sedientos de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los constructores de paz (Cf Mt 5,1-10); los ciegos,  los leprosos,  las prostitutas,  los publicanos. “No necesitan médico los sanos sino los enfermos; no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores” (Mt 9,12-13).  Dios llega para todos como salvador, no como juez. Como juez llegará más tarde, al final de los tiempos. Mientras tanto, corre el tiempo de la paciencia y de la misericordia infinita que llama, que cura, que salva, que perdona, rehabilita y dignifica “porque no quiere que nadie se pierda sino que todos se conviertan” (2 Pe 3,9).
Su invitación puede ser acogida o rechazada. Ya sabemos que la lógica de Dios, desde el principio de la creación, es respetar por encima de todo la libertad humana. Así se comportó con la primera pareja.  Dios propone, no impone. Dios atrae por amor en libertad, no por manipulación. Acuérdense de la parábola de los invitados a la boda (Mt 22,1-14). Unos escuchan su  invitación; acogen el reino, entran en su dinámica y se dejan transformar por su fuerza interior. Otros no escuchan la buena noticia, la rechazan, se niegan a abrirle las puertas de sus vidas a Dios y se quedan definitivamente fuera de la salvación.
Jesús se dedicó con pasión, con todas las fuerzas de su ser, día y noche, hasta el último suspiro en la cruz a ofrecer a los hombres y al mundo el don del Reino de Dios.  Es el núcleo central de su predicación, su convicción más profunda, la pasión que sostiene todas sus actividades y que lo lleva incluso a entregar su vida en el sufrimiento y el dolor.  Este Reino, en esta etapa,  no es ante todo una enseñanza o una doctrina.  Es una presencia, una persona. La presencia amorosa de un Dios Padre que vuelca sobre la humanidad toda la fuerza de su perdón, de su gracia, de su salvación (Cf Jn 3,16). El Reino  se hace visible, palpable, audible, gustoso en la persona,  la vida,  la actuación, las actitudes y posturas de su Hijo Jesús.  “He venido para que tengan vida y vida en abundancia” (Jn 10,10). Eso será posible si aceptamos al Dios de Jesús en nuestras vidas y decidimos configurar nuestro modo de existir, de relacionarnos, de tratar a Dios según el modelo que nos ofrece Jesús.
Jesús presenta el Reino de su Padre Dios valiéndose de parábolas. En estos últimos domingos del año hemos oído a tres de ellas: la de las diez doncellas, la de los talentos y la del juicio final. Habitualmente las narra pero no las explica. De tal modo que para descubrir su mensaje, hemos de pedirle a Jesús que nos comunique su Espíritu Santo. Solo puede abrir nuestra mente a la inteligencia de sus enseñanzas (Cf Lc 24,45). Jesús no enseña para atiborrar nuestra mente de conocimientos sino para darnos a conocer un modo de vivir  de convivir. Por eso otro camino esencial para captar el sentido profundo de sus mensajes es mirar cómo él se comporta con Dios, con la gente, con sus discípulos y seguir su ejemplo (Cf Jn 13,15).  Jesús es la puerta del Reino de Dios (Cf Jn 10,7). Si vivimos como él, si actuamos como él, entraremos en el Reino de Dios.

El Evangelio de hoy nos explica cómo llega ese Reino, cómo acontece. Jesús dice que no llega de manera espectacular o catastrófica; como un fenómeno que viene de afuera o de arriba. Para recibirlo no hay que ir a Jerusalén, ofrecer sacrificios, sumergirse en las aguas del Jordán. El Reino de Dios ya está entre ustedes (Cf Lc 17,21). El Reino de Dios llega a ras de suelo, acontece en la cotidianidad de la vida, brota en la sencillez de las relaciones humanas, florece en la atención amorosa  y compasiva de las necesidades básicas de todo ser humano.  Así nos lo revela sorprendentemente el evangelio de hoy al presentarnos cómo va a ser el juicio final de toda la humanidad.  Cuando el Señor se siente en su trono al final de los tiempos para juzgar, separará a la humanidad en dos partes, como un pastor separa las ovejas de los cabritos de su rebaño.  A unos los invitará a entrar en su Reino, a otros los expulsará para siempre en las tinieblas.
Y ¿de qué criterio se vale el supremo juez para premiar a unos y castigar a otros?  Del criterio de la compasión solidaria que cada uno haya demostrado con las personas hambrientas, sedientas, extranjeras, enfermas, desnudas, presas.  Son las mismas categorías que aparecen a todo lo largo del Antiguo Testamento y que son atendidas por los justos y rechazadas por los necios. Se trata de necesidades comunes y corrientes. Demasiadas comunes y corrientes por desgracia en esta humanidad ciega, sorda e indiferente.  No son necesidades que nos superan, que no podamos atender. Son las clásicas obras de misericordia que aprendimos desde el primer catecismo de iniciación cristiana: saciar el hambre, calmar la sed, acoger un ser humano, vestir un indigente, visitar un recluso, acoger un extranjero. En el caso del  enfermo y del encarcelado ni siquiera se nos pide que lo curemos o lo liberemos sino que lo visitemos. Hay necesidades que se deben resolver y, si están a nuestro alcance, se nos pedirá cuenta de ello pero ante las que rebasan nuestra capacidad, la solidaridad efectiva y afectiva no debe estar ausente.
Hoy en día es muy pequeño el número de personas que conocen a Jesucristo, han oído hablar de él y se guían por su evangelio. Para una gran multitud de personas  es un desconocido. El momento del juicio final  será el momento de la revelación suprema en que vendrán a conocerlo personal y directamente y contemplarán la belleza de su rostro glorioso. Y conjuntamente con esa revelación se les hará patente también el verdadero sentido de sus vidas. Vivieron  sin que nadie se los predicara o les hablara de él. Murieron ignorando su existencia y sus parábolas. Pertenecían a lo mejor a otra religión. O a otra cultura. O eran gnósticos,  o no creyentes. A Lo mejor hasta ateos. Pero tuvieron un corazón compasivo, entrañas  misericordiosas que se conmovieron ante el dolor ajeno y cuando se presentó la ocasión compartieron su comida, su bebida, su ropa, su tiempo visitando campamentos de refugiados, cárceles y mazmorras inhumanas; llevando consuelo, alegría y esperanza. En ese momento supremo Jesús les dirá: Todos esos gestos de amor, de misericordia, de compasión, de solidaridad que tuvieron con esas personas la tuvieron también conmigo.  Compartiste tu mercado conmigo, tu garrafón de agua conmigo, tu ropa conmigo, tu tiempo conmigo, tu afecto conmigo, tu amistad conmigo. Me diste un pedazo de tu vida: “Ven,  bendito de mi Padre, toma posesión del Reino preparado para ti desde la creación del mundo” (Cf Concilio Vaticano II, LG No 16) .
La descripción de los pequeños contenida en este evangelio no es exhaustiva. De acuerdo a otros textos, los “más pequeños” pueden ser también los más débiles y sencillos, los extraviados, los que fallan. A nosotros los seguidores de Jesús que hemos recorrido bajo su Palabra y su enseñanza este año, domingo tras domingo, nos toca vivir estas mismas actitudes entre nosotros mismos, entre pastores y rebaño, entre hermanos y hermanas, entre bautizados de distintas denominaciones cristianas.  Ya Jesús nos había dicho en otro lugar del evangelio: “El que los recibe a ustedes, me recibe a mí y el que me recibe a mí, recibe al que me envió y quien de un dé un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños sólo porque es discípulo mío, les aseguro que no se quedará sin recompensa” (Mt 10, 40-42). Ya sabemos ahora cuál es la recompensa prometida.  Hay dos presencias sagradas de Jesús en persona muy cerca de nosotros: la presencia en la eucaristía y la presencia en el pobre y el pequeño. Es posible que, por alguna razón, cuando vengo a misa no pueda acceder a la presencia eucarística en la comunión, pero la otra presencia siempre estará cerca de mí y podré acceder a ella. Nunca estará lejos de mí la posibilidad de abrirle la puerta a Jesús en la presencia real y personal del necesitado.  “Lo que hiciste con el más pequeño, conmigo lo hiciste”.
Que el camino cristiano recorrido este año haya hecho de ustedes y de mi, hermanos y hermanas, servidores fiables y competentes, alertas y prudentes, convencidos que las demás personas, sobre todo los que más sufren, son Jesucristo mismo a mi lado. En el camino de la vida no existen los extraños. Solo hay hermanos. Nunca nos tropezamos con anónimos sino con personas habitadas por el amor infinito de Jesús. En mi trato y acogida con algunos de ellos en particular me estoy jugando mi salvación eterna. 

Maracaibo 23 de noviembre de 2014

+Ubaldo R Santana Sequera FMI
Arzobispo de Maracaibo

sábado, 15 de noviembre de 2014

HOMILIA DE ORDENACIÓN PRESBITERAL DEL DIACONO ALEXIS LEON

HOMILIA DE ORDENACIÓN PRESBITERAL
DEL DIACONO ALEXIS LEON

Lecturas: Sab 9,1-18; Salmo 23; Ef 4,1-7.11-13; Jn 20,19-23
Querido hijo, querida familia, queridos hermanos y hermanas en el Señor Jesús.

Aquí estamos, mis queridos hijos e hijas, reunidos en asamblea celebrante, a pocos días de la gran fiesta de la Chinita, que nos une como familia zuliana, para recibir de las manos amorosas de Dios el don de un nuevo presbítero. Llega para apacentar junto a mí y los demás miembros del presbiterio, este necesitado pueblo zuliano. Se cumple así una vez más, a favor de nuestra Iglesia local, la promesa del Señor: “Yo pondré al cuidado de mis ovejas pastores según mi corazón que las apacentarán”  (Jer 23,4).
La Iglesia en Venezuela quiso declarar el 2014, año jubilar de la juventud y por eso, al ver este joven generoso que se apresta a entregar toda su vida a Dios en el servicio de sus hermanos, me vienen al espíritu los versículos del salmo 43, que tantas veces recité, en latín, como monaguillo: “Tu eres mi Dios y mi fortaleza…Envíame tu luz y tu verdad, que ellas me guíen y me lleven al altar de Dios, al Dios que alegra mi juventud” (Sa 43,2-3).
El sacerdote es un puente que conecta el cielo con la tierra, a Dios con los hombres y a los hombres con Dios.Un puente de amor divino y de dedicación entera y decidida. El cumplimiento de esta hermosa misión supone en el elegido muchas cualidades y talentos. Alexis los tiene, y estoy seguro que desea ponerlos todos a la disposición de ese proyecto. Pero tambiénAlexis es consciente de que lleva este tesoro en una frágil vasija de arcilla (2 C0 4,7). Por eso quiere que, junto con él, tal como lo hace el sabio de la primera lectura, le pidamos a Dios la gracia de su sabiduría: “Envíala desde los santos cielos, mándala desde tu trono glorioso, para que ella trabaje a mi lado y yo conozca lo que es de tu agrado; así ella, que lo sabe y comprende todo, me guiará atinadamente en mis empresas y me protegerá con su gloria. Entonces mis obras te agradarán.” (Sab 9,10-12).
Es normal que si alguien nos encomienda una tarea y nosotros la aceptamos, procuremos llevarla a cabo siguiendo las indicaciones, las pautas y criterios del que nos envía. En este caso es Jesús mismo quien le pide a Alexis que, conjuntamente con el resto del presbiterio, colabore conmigo en el cuidado de una pequeña porción del rebaño zuliano. El rebaño no es ni mío ni de Alexis. El rebaño pertenece al Señor. Él nos indica hacia qué pastos conducirlo, cómo  debemos alimentarlo y cómo debemos tratarlo. El Señor quiere que nos identifiquemos tanto con él en nuestro servicio pastoral  que las ovejas, al oír una de nuestras voces, reconozcan la voz del único pastor, Jesús, y sientan que es el mismo Señor, a través de nosotros, que las está llamando (Cf Jn 10,3). Desea que seamos pastores cercanos, responsables y diligentes,  que conozcamos cada una de nuestras ovejas por su nombre (Cf Jn 10,14) y estemos dispuestos a defenderlas hasta dar, si es necesario, la vida por ellas (Cf Jn 10,11-12).
Llegar a ser sacerdote, pastor,  ministro de los misterios divinos, lleva toda la vida. No es producto, ni de nuestro ingenio, ni de nuestra voluntad, ni de nuestras fuerzas humanas. No se alcanza esta condición por méritos acumulados o por antigüedad. Se alcanza por contagio. Por ósmosis. Por la comunión que el pastor logre cimentar a diario con Dios: “Yo soy la vid, ustedes las ramas. El que permanece unido a mí, como yo estoy unido a él, produce mucho fruto; porque sin mí no pueden hacer nada”. (Jn 15,5).
Por eso este don se transmite a través de un sacramento: el sacramento del Orden sacerdotal. Es el Señor mismo quien lleva a cabo esta acción en la Iglesia, por medio de la imposición de las manos y de la oración consecratoria del Obispo. Alexis, tienes que dejarte hacer por Dios: “como está la arcilla en manos del alfarero así estás tú en mis manos, dice el Señor” (Jer 18,6). En ti se da hoy una nueva etapa de la acción creadora. Adquieres una nueva naturaleza y una nueva identidad que, con tu colaboración y disponibilidad, se irá desarrollando a lo largo de tu vida. Dentro de poco oirás estas palabras: “Dios que comenzó en ti esta obra buena, él mismo la lleve a término”. (Rito de Ordenación).
El sacerdocio ministerial no es pues un oficio que se cumple por horarios y del que en algún momento de tu vida te puedes despojar o jubilar. El Señor no transforma una parte de tu persona ni una etapa de tu vida. Transforma toda tu persona, todo tu ser en sacerdote. Serás “sacerdos in aeternum”. Totalmente sacerdote para siempre. Sacerdote las 24 horas del día, los 365 días del año, desde los pelos de tu cabeza hasta las plantas de tus pies. El Señor se valdrá de todo tu ser, de todos tus talentos, de toda tu creatividad e imaginación para anunciar el Evangelio de salvación, santificar a su pueblo y fermentar este mundo con la fuerza maravillosa de su amor.
Con la ordenación entras a formar parte de un presbiterio. No eres el único, no te toca trabajar solo, a tu manera, como te parezca. Te unes a otros hermanos sacerdotes que han llegado primero que tu y precedes a otros que llegarán después de ti. El presbiterio es tu nueva familia, que no brota de la sangre ni de la carne, sino de la gran paternidad de Dios (Cf Jn 1,13). Y por esta familia te insertas en la misión de la Iglesia universal. (Cf DMVP 34).  Todos ungidos, todos consagrados, todos enviados, como los Doce apóstoles, con la misma misión de Jesús: “anunciar la buena noticia a los pobres; proclamar la liberación a los cautivos, dar la vista a los ciegos y libertar a los oprimidos.” (Lc 4,18).
La tarde del día de su Resurrección Jesús se hace presente en medio de sus apóstoles y los envía todos juntos, los envía en su nombre, con el soplo de su mismo Espíritu (Cf Jn 20,21). Así que también, junto conmigo y mi obispo auxiliar, se te confía la misión de cuidar la unidad y la fraternidad de este presbiterio, y trabajar codo a codo con tus hermanos sacerdotes en la construcción de esta Iglesia local y de su proyección misionera. Te invito a que asumas este compromiso cuando, dentro de unos momentos, vayas sintiendo posarse sobre tu cabeza las manos ungidas de tus hermanos sacerdotes.
Tenemos que ser fieles a esta intención original de nuestro Señor. Trabajar unidos junto con el Obispo de la diócesis para llevar a cabo el sueño de Cristo: unir a todos los bautizados en la diversidad de sus dones, oficios y carismas y edificar un solo Pueblo de Dios; un solo Cuerpo, un solo Espíritu, así como hay una misma esperanza; un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo. Un solo Dios y Padre de todos que está sobre todos, lo penetra todo y está en todos. Solo así, desde esta unidad vivida existencialmente y traducida en fraternidad sacramental, en comunión afectiva y efectiva, en comunicación real de bienes, es que podemos ser portadores del perdón de los pecados, de la liberación de los oprimidos, de la reconciliación de los enemigos y adversarios. En una palabra, ser portadores y constructores de la paz.
El camino que has escogido libremente para darle plenitud a tu capacidad de amar es el del celibato sacerdotal. Eres un hombre normal y completo, y hubieras podido por supuesto fundar un hogar cristiano con una buena esposa y varios hijos. Pero has descubierto, con la gracia de Dios y la ayuda de la Iglesia, que tu ideal cristiano y humano va por otro camino (Cf Mt 19,11). No todos te comprenderán. Habrá quien te critique y quien hasta se burle de ti. Estás rodeado de un ambiente hedonista y materialista que te va a tentar de mil maneras para que busques tu propia complacencia, te atragantes de sexo y te entregues al placer del consumismo sin límites.
Muchos piensan que el celibato es una imposición arbitraria e inhumana de las autoridades jerárquicas. Es bueno recordar que existe en otras tradiciones de la Iglesia el  ministro ordenado casado. En nuestra tradición occidental sin embargo se ha cultivado, desde hace siglos, el sacerdocio célibe como una opción valiosa. Se fundamenta ante todo en el mismo estilo de vida asumido por Jesús. Jesús vivió célibe, dedicado totalmente a los asuntos de su Padre del cielo (Cf Lc 2,49) y al proyecto del Reino de Dios. Se trata de seguir esta forma de vivir de nuestro Señor y  de  amar como Él a los hermanos, de corazón a tiempo completo.
Tiene también un fundamento pastoral. Por medio de una vida célibe el sacerdote puede dedicarse con plena libertad, con todo su ser, haber y poseer a servir a los hermanos en la Iglesia, libre de toda atadura y de cualquier otro tipo de obligación. Ser célibe no lo hace menos hombre. Hay muchos seres humanos que, por otras razones, escogen esta forma de vida para poder dedicarse con mayor libertad y entrega a la realización de sus proyectos. Pensemos en la gran figura del Doctor José Gregorio Hernández.
Para vivir con gozo y fidelidad, no solo tu celibato sino todo tu ministerio pastoral y hacer de él una encarnación del  amor de Dios en la vida de los hombres, necesitarás una sólida y bien fundamentada vida espiritual. Este es el secreto para ser fiel a tu vocación hasta la muerte. No dejes nunca la oración personal y comunitaria para un segundo o tercer lugar. Siempre deberá estar de primero en tu agenda y en tu corazón. Acuérdate del sabio consejo del salmista: “Si el Señor no construye la casa, en vano se esfuerza los albañiles. Si el Señor no protege la ciudad, en vano vigila el centinela” (Salmo 127, 1). 
En conclusión son cinco condiciones que debe reunir el buen pastor: en primer lugar, el amor: fue precisamente la caridad la única virtud que el Señor exigió a Pedro para entregarle el cuidado de su rebaño (Cf Jn 21,15-17). Luego, tener entrañas de compasión y misericordia ante las necesidades de las ovejas, sobre todo las alejadas, las cansadas, las abandonadas y desorientadas (Cf Mt 9, 36). En tercer lugar, alimentarlas sólidamente con la Palabra y  la Eucaristía (Cf Salmo 23). En cuarto lugar no cansarse de buscar con pasión, todos los días, la santidad y la integridad de vida. Finalmente una viva y entrañable espiritualidad mariana
Tu ordenación tiene lugar dentro del ambiente festivo de Nuestra Señora de Chiquinquirá. Colócate a su lado, como S. Andrés apóstol,  S. Antonio de Padua y tantos millares de devotos y peregrinos. Ella, a su vez, te envolverá en su amor maternal y llenará abundantemente de bendiciones este día. Cristo Jesús, en la persona de Juan, te la entregó en el calvario para que fuera tu madre (Cf Jn 19, 26) y, en Juan, te entregó a ti también a ella para que te cuidara con solicitud incansable. Desde hoy, mucho más que antes, ella se encargará de ti. Acógela; confíale cada día tu sacerdocio; camina presuroso a su lado en la larga y misionera visitación de tu ministerio sacerdotal. Ella te conducirá a Jesús, te enseñará a amar a la Iglesia, te mostrará cómo amar a los pobres y defenderlos y te mostrará el camino del Reino de los cielos.
¡Dios te bendiga, hijo, que hoy entras a formar parte del cuerpo de pastores por la divina gracia del Señor!
Maracaibo 15 de noviembre de 2014.


+Ubaldo R Santana Sequera FMI
Arzobispo de Maracaibo