domingo, 27 de septiembre de 2020

DOMINGO XXVI DEL TIEMPO ORDINARIO A/2020 - HOMILIA - EL ASUNTO ES CONVERTIRSE DE CORAZON Y HACER LA VOLUNTAD DE DIOS

 


DOMINGO XXVI DEL TIEMPO ORDINARIO A/2020

HOMILIA

EL ASUNTO ES CONVERTIRSE DE CORAZON Y HACER LA VOLUNTAD DE DIOS

 

Muy queridos hermanos,

¿Qué les parece? Así empieza Jesús, con una pregunta provocativa, la parábola de hoy. Nos tocará entonces estar muy atentos a su enseñanza para darle nuestra respuesta. Jesús acaba de entrar solemnemente a lomo de borrico en Jerusalén, para enfrentar, tal como los él lo venía anunciando reiteradamente, los ineludibles eventos de su pasión, muerte y resurrección. Desde su misma llegada el ambiente se vuelve tenso y peligroso, sobre todo a partir de la expulsión de los mercaderes del templo. Los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo cuestionan la autoridad con la que llevó a cabo ese gesto. Jesús les responde con la parábola que acabamos de escuchar y otras, de sabor escatológico, que tendremos oportunidad de escuchar en los domingos siguientes.

¿Qué les parece? Un padre pide a sus dos hijos que vayan a trabajar a su viña. El primero le dice que no va, pero luego se arrepiente y va. El segundo le contesta ceremoniosamente: “Ya voy, Señor”, pero no se traslada a la viña. Finalizada la parábola, Jesús les pregunta a sus oyentes cuál de los dos hizo la voluntad del padre. Todos concluyen unánimemente que fue el primero porque, aunque de palabra, dijo que no iba, de hecho, fue a la viña.

Con sus respuestas sus acusadores quedaron, sin darse cuenta, en evidencia porque inmediatamente Jesús les hará ver que ellos actúan como el segundo hijo. Dicen que SI a Dios, de manera muy solemne y ceremoniosa, pero no van a la viña, no hacen la voluntad de Dios. Son los supuestos obedientes oficiales a los ojos del pueblo, pero que no le obedecen a Dios, quien dijo innumerables veces: “Quiero misericordia y no sacrificios, conocimiento de Dios no holocaustos” (Os 6,6).

Y entonces ¿quiénes son los que están representados en el primer hijo? Los publicanos y las prostitutas, los profesionales del NO, que llevan una vida pública y notoriamente reprobable, pero no están blindados en su maldad, tienen rendijas por donde se cuelan remordimientos, deseos de una vida distinta, y por eso son capaces de acoger el llamado que Cristo les hace, a la conversión y a la fe. Para Jesús no queda duda: “los publicanos y las prostitutas se les han adelantado (a ustedes doctores y ancianos del pueblo) en el camino del Reino de los cielos”.

Los doctores de la ley, los sumos sacerdotes no creyeron en Juan el Bautista mientras que los recaudadores de impuestos y las prostitutas si reconocieron en él un enviado de Dios, lo buscaron, aceptaron su mensaje y le creyeron. La preferencia de Jesús por estos pecadores públicos no se ha de interpretar como un elogio al pecado, como si este fuera una virtud. El vino a sacar el pecado de la vida del mundo y de los hombres. Así lo presentó Juan el Bautista: como “el cordero que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29). Jesús está en Jerusalén para el enfrentamiento definitivo con el pecado. Le va a costar dolor, tortura, sufrimiento, cruz y muerte, pero lo va a vencer.

Pero una cosa es el pecado y otra el pecador.  Para ellos derrochará bondad y misericordia Su primera victoria, su primer fruto, será uno de los ladrones crucificados con él. Uno de esos que se pasó la vida diciendo NO, NO, NO, pero al final fue vencido por la bondad, la inocencia, la fuerza del amor misericordioso de un crucificado. San Pablo, que experimentó en carne propia la fuerza transformadora de la misericordia de Jesús, nos apremia en nombre de Cristo, en la segunda lectura, a hacer nuestros los mismos sentimientos que tuvo Jesús. Sentimientos de humildad, de compasión y de bondad y perdón. 

Nos presenta precisamente a Jesús revestido de estos rasgos y sentimientos. Se despojó de su divinidad, se anonadó a sí mismo haciéndose hombre, uno más entre los hombres, tomando la condición de servidor; se humilló a sí mismo y obedeció la voluntad de su Padre hasta la muerte y muerte de cruz. Él es el tercer hijo que, al escuchar a su Padre que le pide: “Hijo, ve a trabajar a mi viña”, le respondió que sí de una vez y se vino, sin demora, a trabajar en ella. Es la viña de la humanidad pecadora.  El Hijo de Dios se hizo hombre y habitó entre nosotros (Jn 1,14).

Comenta hermosamente la Carta a los Hebreos, que, “al entrar en el mundo dijo: No quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me formaste un cuerpo. No te agradaron holocaustos ni sacrificios expiatorios. Entonces dije: Aquí estoy, he venido a cumplir tu voluntad” (He 10,5-7). Por eso, como era un hombre sencillo y humilde entre los hombres, se pudo acercar a los recaudadores de impuestos, a las mujeres de la calle y ofrecerles la gracia del amor misericordioso, el evangelio del reino de Dios para los pobres, los pequeños, los despreciados, los marginados sociales de aquella época.

¡Cuánta falta nos hace dejar entrar el mensaje del evangelio de hoy en nuestras vidas! Porque, hermanos, es alarmante como se ha desvalorizado el valor de la palabra que se pronuncia y que se da. Antes no hacía falta papel, ni firma, ni sello, ni apostilla, ni nada de eso, para que dos personas se comprometieran en algo y cada uno lo cumpliera. Le doy mi palabra. Y eso bastaba. Hoy montamos grandes parafernalias religiosas y sociales, matrimonios, ordenaciones, votos religiosos perpetuos, donde hacemos grandes proclamas de cumplimiento y fidelidad, pero son palabras huecas sin ninguna consecuencia.

Hemos de temblar por el terrible mal que causa el pecado de la doble cara, de la incoherencia del decir ante Dios y la familia, la comunidad, la sociedad, una cosa de boca para fuera y actuar de modo contrario en la vida práctica, pues pone en peligro nuestra salvación eterna, pero hemos de saber que tenemos entre nosotros a Jesús, el manso y humilde de corazón, que, como su padre, es lento a la ira y rico en perdón. En una de sus pocas audiencias el Papa Juan Pablo I hizo este comentario: “Corro el riesgo de decir un despropósito. Pero lo digo: el Señor ama tanto la humildad que, a veces, permite pecados graves ¿Para qué? Para que quienes los han cometido-estos pecados digo- después de arrepentirse y ser perdonados en la confesión lleguen a ser humildes” y de allí en adelante, añado yo, aborrezcan con más fuerza aún esos pecados cometidos y busquen alejarse para siempre de ese mal.

Ojalá Jesús nos encuentre a todos entre los de la primera categoría, del lado de las prostitutas y publicanos.  Que encuentre en nosotros nuevos Mateos, Zaqueos, Magdalenas, adúlteros, Profesionales del NO, pero con un corazón de puertas abiertas, dispuestos a recibir su mensaje, a arrojarnos en sus brazos misericordiosos, pidiendo perdón con lágrimas de arrepentimiento sincero, decididos a empezar con él, una nueva vida de fe, de caridad, y de solidaridad con los más necesitados. No lo dudemos, de nada sirven los gargarismos piadosos si no traducimos la fe en obras (Mt 7,21). Pues obras son amores y no buenas palabras.  

Dejémonos buscar y encontrar por Jesús, que se cuele con la fuerza de su amor y de su misericordiosa paciencia, por alguna rendija de nuestras vidas y nos arranque para siempre de las garras del mal y de la muerte.  Él sabe que somos ovejas de su rebaño, enfermos necesitados de su sanación, personas sumidas en el mal, del cual no podemos salir, por nuestras propias fuerzas, pero si él se acerca, nos tiende la mano y nos atrae hacia sí, conoceremos los verdaderos y gozosos pastos de esta vida.

Señor, enséñanos a cumplir tu voluntad y a guardarla de todo corazón; guíanos por la senda de tus mandatos, porque ella es nuestro gozo”. (Adapt. Salmo 118)

Carora, 27 de septiembre de 2020

 

+Ubaldo R Santana Sequera FMI

Administrador apostólico sede vacante de Carora

domingo, 20 de septiembre de 2020

DOMINGO XXV DEL TIEMPO ORDINARIO A/2020

 DOMINGO XXV DEL TIEMPO ORDINARIO A/2020

LECTURAS: Is 55,6-9; Salmo 144; Fil 1,20-24.27; Mt 20,1-16

HOMILIA

Muy amados hermanas y hermanos,

Una vez más el Señor Jesús quiere, con la parábola de hoy, colocarnos ante las puertas del reino de Dios, que es él mismo, para invitarnos a entrar y vivir con él, y poder a decir como Pablo en la segunda lectura: “Para mí la vida es Cristo”. La parábola está dividida en tres partes. La primera nos narra las cinco salidas que realiza el dueño de la viña, en distintas horas del día, para contratar trabajadores a su viña y el contrato de pago acordado con los primeros. La segunda, nos lleva al final de la jornada y narra la forma peculiar en que se realiza el pago de los trabajadores, con el reclamo de los primeros contratados. La tercera encierra la clave de interpretación de la parábola y su correspondiente aplicación a las comunidades discipulares que la escuchan.

El texto se abre propiamente en el final del capítulo anterior con la misma frase con que concluye: “Muchos de los primeros serán los últimos y muchos de los últimos serán los primeros” (Mt 19,30). En la perícopa anterior Mateo narra la historia de un joven de buen corazón, pero fuertemente apegado a sus abundantes posesiones materiales, y, por eso, incapaz de desprenderse de esos tesoros terrenos para compartirlos con los pobres y seguir a Jesús (Mt 19,16-30).  Frente a su mezquindad materialista, Jesús invita a los suyos a entrar en el reino de Dios, manifestado en su persona y su modo de vivir, que no se rige por nuestra lógica de poder, de ganancia, de dominio, sino por otra lógica, totalmente distinta: la de la gratuidad absoluta, del amor incondicional, la bondad y la generosidad sobreabundante.

Los humanos de la civilización actual, azuzados permanentemente por la sociedad del bienestar, del placer y del consumo egoísta, ciframos nuestra felicidad en la posesión y el goce individualista de cosas, animales y artilugios, sin importarnos la pobreza de millones de seres humanos, ni cuestionarnos ante nuestra dureza de corazón. El Reino que Jesús propone, en nombre de su Padre, viene a revelarnos que la felicidad no está en la posesión, ni en la acumulación, ni en el disfrute individualista, sino en el desprendimiento generoso en favor del prójimo y del compañero de camino.

En la parábola, Jesús se compara al dueño de una viña que sale desde temprano a reclutar trabajadores, acuerda con ellos el pago del jornal y se los lleva a su viña. Pero no contento con eso, vuelve a salir a las nueve, a las doce, a las tres e increíblemente también, a las cinco, una hora antes del fin de la jornada laboral, para buscar más trabadores y llevárselos a su viña. Ya esto es una gran felicidad para un jefe de familia, encontrar trabajo, recibir el trato y el salario justo.

Todos conocemos el drama de los alto índices de desempleo, de los salarios insuficientes que padece Venezuela y el mundo actual, agudizado de forma tremenda por la pandemia. Ya sabemos cuánto se reduce un ser humano en su dignidad, su autoestima, su capacidad relacional y creativa cuando carece de empleo cuando el trabajo que realiza es inhumano, cuando el sueldo es irrisorio y no puede sustentar convenientemente a su familia.

Jesús, dueño de la casa y de la viña, sale insistentemente al alba, a media mañana, a mediodía, a las tres de la tarde, a la cinco, cuando ya el sol declina, para llamarnos y darnos trabajo. No se cansa. El mismo sale en nuestra búsqueda. Pedro lo encontró temprano. Pablo mucho más tarde. Ambos fueron a trabajar en su viña y descubrieron que estar con él “es con mucho lo mejor”. Tu lo habrás ya experimentado. Yo también. En la primera lectura Isaías nos exhorta a buscar a Dios mientras lo podemos encontrar. En el evangelio es al revés, en el reino de Dios las cosas son al revés, es Jesús mismo quien sale a buscarnos, a ofrecernos la viña de su amor, a estrechar un pacto con cada uno de nosotros, a tratarnos con dignidad y respeto infinito.

La segunda parte, referida a la paga al final de la jornada, nos revela otra faceta inesperada y sorprendente del dueño de la viña. Les paga a todos sus jornaleros el mismo sueldo acordado con los primeros, incluso a los que solo trabajaron una hora. A todos, un denario. El reclamo de los primeros que esperaron recibir más, pone en evidencia un rasgo fundamental de Dios. Lo encontramos en el cuerpo del relato. Allí el denario viene designado con otro nombre. A los contratados a media mañana el dueño de la viña les dice: “Vengan a trabajar a mi viña y les pagaré lo que es justo”.

Un denario es el pago justo por una jornada laboral, pero Jesús no se refiere ya a la moneda del pago sino a él mismo, el Justo por excelencia. Nuestra herencia, nuestro salario justo y bueno, en el mundo del reino de Dios, es el mismo Señor Jesús. Él no nos promete otro bien, otro tesoro, que él mismo. Cuando dice “vengan a trabajar en mi viña”, nos está invitando no solo a trabajar con él sino sobre todo a estar con él, a vivir con él para él siempre. El Señor mismo es el denario bendito que recibiremos al final de la jornada cuando hayamos realizado la labor que nos ha confiado en su viña. El Señor no saca cuenta de la hora en que nos encontró, nos llamó, nos envió. Para todos, él no tiene sino un solo salario, un solo don: su persona, su gracia sobreabundante, su amor, su salvación.

La parábola nos está invitando por consiguiente a colocar nuestra mirada en la absoluta y soberana liberalidad de la actuación de Dios en favor de la humanidad. El salmo responsorial la describe espléndidamente: “Bueno es el Señor para con todos y su amor se extiende a todas sus criaturas. Siempre es justo el Señor en sus designios y están llenas de amor todas sus obras”. Su actuación divina, examinada a través de prismas humanos, nos resulta incomprensible, pero cuando somos nosotros los agraciados, entonces caemos en la cuenta de cuán grande y sabia es su conducta.

La recompensa que el Padre nos otorga en Jesucristo su Hijo, será siempre pura gracia. En esos trabajadores de las diversas horas del día, y particularmente de la penúltima, de los que se compadeció el dueño de la viña y quiso que, sin merecerlo, llegase también a ellos un salario completamente desproporcionado, nos encontramos nosotros todos, mis hermanos. ¡Por pura gracia del Señor somos lo que somos! Si no hubiera salido esa cuarta t quinta bendita vez, ¿dónde estaríamos nosotros? Si. Nosotros somos esos que llegaron de último.

¡En el mundo de Jesús, llamado el Reino de Dios, los últimos tienen chance! Animémonos y sostengámonos firmes en nuestra fe, no decaigamos. Oremos por los que aún están esperando en la plaza a que pase el dueño de la viña y los contrate. Ahí están nuestros hijos, nuestros amigos, nuestros gobernantes, nuestros vecinos. No lo saben. Puede ser que a ojos y parámetros humanos se encuentren satisfechos, pero a los ojos del reino, están desempleados. Necesitan que Jesús mismo pase por allí y les diga las mismas palabras que nos dijo a nosotros y que nos cambió la vida: “Vengan ustedes también a mi viña y les pagaré lo justo”.

¡Qué bueno, Señor que Tú no piensas calculada, interesada y mezquinamente como nosotros! ¡Qué bueno que tus planes no son nuestros planes! Que siguen otros parámetros, muy distintos a los nuestros. Tu amor, tu misericordia y tu bondad en nuestro favor empiezan donde nosotros no somos capaces de llegar. “Ni ojo vio, ni oído oyó, ni mente alguna pudo nunca imaginar quién eres Tú, ¡cuánto nos amas y lo que tienes reservado para nosotros tus hijos amados!

Carora 20 de septiembre de 2020

 

+Ubaldo R Santana Sequera FMI

Administrador apostólico sede vacante de Carora

 

sábado, 12 de septiembre de 2020

DOMINGO XXIV DEL TIEMPO ORDINARIO A/2020 HOMILIA

 


 

 DIÓCESIS DE CARORA

ADMINISTRADOR APOSTÓLICO SEDE VACANTE

 

DOMINGO XXIV DEL TIEMPO ORDINARIO A/2020

HOMILIA

Lecturas: Si 27,33-28,9; Sal 102; Rm 14,7-9; Mt 18,21-35

 

Muy amados hermanos y hermanas en Cristo Jesús,

El evangelio de este domingo está centrado en el tema de la práctica del perdón por parte de los discípulos de Jesús. El Señor quiere seguir conformando su comunidad, su Iglesia, con seguidores que reproduzcan, del modo más concreto posible, la imagen de su Padre Dios (Mt 5,48). ¿Y cómo es ese Padre Dios? En el Discurso de la Montaña, Jesús ya nos lo ha presentado.

Es un Padre que “hace salir su sol sobre malos y buenos y hace llover sobre justos e injustos” (5,45). Un Padre a quien hemos de pedirle nos enseñe a perdonar las ofensas como él perdona las nuestras. Aprender a perdonar e introducir esta espiritualidad en nuestra vida es condición “sine qua non” para beneficiarnos del perdón de Dios (6,12-15). Esto es posible porque Jesús les ha revelado a los suyos que él ha recibido de su Padre el poder de perdonar los pecados (9,6) y de transmitir ese poder a los suyos (Cfr. Jn 20,23; Col 3,12-14). Tanto a Pedro como a los demás apóstoles los envía a evangelizar y les dice: “Lo que aten en la tierra quedará atado en el cielo, lo que desaten en la tierra quedará desatado en el cielo” (16,19;18,18).

En el evangelio de hoy descubrimos que esa gracia, junto con el amor y la misericordia, constituyen una de las notas identitarias de las comunidades que se reúnan en su nombre y se reclamen de él. Sí, en la vida y en la muerte queremos ser del Señor, esta es una actitud distintiva de la que nos tenemos que apropiar (Cfr. Segunda lectura). Acerquémonos pues a este texto con el intenso deseo de ser receptores y practicantes de este supremo don de Jesús: el per-don.

Todo arranca con una pregunta de Pedro que desea demostrarle al Señor que ha comprendido la enseñanza que acaba de darles sobre la necesidad de conformar comunidades reconciliadas y reconciliadoras, y de orar juntos por esta expresa intención. “Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarle? ¿Hasta siete veces?” Una pregunta numérica que lleva también una respuesta aritmética. Siete es un número bíblico que indica perfección, plenitud. Perdonar siete veces significa entonces empeñarse en perdonar siempre. La respuesta de Jesús se mantiene en su misma tónica, pero va mucho más allá: “No te digo hasta siete veces sino hasta setenta veces siete”. Es decir, setenta veces siempre, sin límite alguno”. Con Jesús siempre es posible ir más allá; lo que es imposible solos, es posible con él.

La respuesta de Jesús alude al anti-evangelio de la venganza proclamado por Lamec, descendiente de Caín: “Escúchenme, mujeres de Lamec, pongan atención a mis palabras: mataré a un hombre por herirme, a un joven por golpearme. Si la venganza de Caín valía por siete, la de Lamec valdrá por setenta y siete” (Gen 4,23-24). La contrapartida de este principio pagano de la venganza sin límite, es el perdón ilimitado de Dios que se hizo presente en la vida y en la muerte de Jesús (Cfr. Rm 5,12-21).  Es el antídoto para romper la espiral de violencia, odio y resentimiento introducida en el mundo por el pecado de desobediencia y orgullo de Adán y Eva y reproducido por el fratricida Caín.

La parábola de los dos deudores narrada en el evangelio de hoy quiere romper con la idea de que lo normal es vengarse y perdonar es humillante e indigno de un ser humano que se respeta. La parábola se presenta en dos actos. Un hombre debía a su rey 10.000 talentos, una deuda astronómica, algo así como 164 toneladas de oro. El deudor suplica condonación y paciencia, que la pagará toda. La respuesta del rey ante su súplica es sorprendente. Le condona de una vez toda la deuda. El rey es Dios. Nunca seremos capaces de pagar la deuda que tenemos con él. Pero él nos perdona todo (Cfr. Rm 5,20).

Al retirarse de la presencia del rey, el deudor condonado se convierte en prestamista despiadado con un compañero suyo, que le debe la mísera suma de cien denarios, algo así como 30 gramos de oro. El siervo perdonado, olvidándose totalmente del comportamiento del rey para con él y su familia, se niega en redondo a perdonarlo y toma inmediata venganza en contra de su compañero y de su familia. Dios nos perdona por pura gracia la cantidad exorbitante de ofensas e infidelidades que hemos cometido, cometemos y seguiremos cometiendo en el decurso de nuestra vida. Al lado de tan inmensa misericordia, lo que nos tenemos que perdonarnos unos a otros, los seres humanos, es poco menos que nada. Es como querer comparar una montaña con un grano de arena.

Aprendamos lo más pronto que podamos a perdonar las ofensas que recibamos de nuestros prójimos. No dejemos para mañana lo que podemos hacer hoy. No abusemos de la paciencia de Dios porque, si no lo hacemos, esos minúsculos granos de arena, que nuestro orgullo mira por una lupa telescópica como si fueran montañas venusianas para no dispensar el perdón, terminarán pesando en desfavor nuestro en la balanza final cuando comparezcamos en la presencia del Señor. El único límite a la gratuidad de la misericordia de Dios, que nos perdona siempre, es nuestro rechazo a perdonar al hermano (Mt 18,34; 6,12.15; Lc 23,34). ¿Cómo se puede llenar de agua limpia una botella de agua contaminada? Hay que vaciarla primero para que Dios la pueda re-llenar.

Todos los que hayamos experimentado en algún momento el perdón de Dios, entendemos rápidamente que no podemos andar haciendo cálculos humanos a la hora de ejercer ese hermoso y espléndido ministerio que nos asemeja a Dios.  Pero ¿Qué es entonces perdonar? Es un don gratuito de Dios por el cual el hombre participa de un poder divino. Es participar con Dios Padre en la disolución de las espirales de odio y venganza que envenenan la mayor parte de las relaciones humanas en todos los niveles.

No se trata de un acto meramente puntual. Se trata ante todo de una postura en la vida, un talante cristiano: es vernos asociados a Jesús en el modo perdonante y militante de vivir inaugurado por él. Vivir según Lamec es asociarnos a los productores de guerras, genocidios, destrucciones, acciones terroristas incendiarias. Vivir según Jesús es ir pasando por la vida abriendo surcos de comprensión, tolerancia, paciencia, comprensión y fraternidad.

Perdonar no es “by-passear” la verdad y la justicia, no es justificar los errores. Hace pocos días se hizo justicia y se condenó a 133 años de cárcel al autor intelectual de la masacre de los padres jesuitas en el Salvador. Sus hermanos jesuitas y los familiares de los laicos que murieron con ellos están ahora en mejores condiciones para perdonar al asesino de sus hermanos.  El perdón no está reñido con la verdad. Al contrario, la supone, la busca, la asume, pero por más cruel y dolorosa que sea, no permite que sea la última palabra. Jesús nos enseñó que ningún mal, por más horrible que sea, tiene la última palabra.

Los seres humanos tenemos la capacidad de transformar el mundo, porque precisamente, no somos prisioneros del mal y del odio, sino que, con la sabiduría, la sensatez, la visión del final de las cosas y sobre todo el ejemplo y la gracia de Jesús, siempre podemos ir más allá. Donde esté un cristiano, siempre el mal, el odio, la guerra y la venganza solo tendrán la penúltima palabra. La última será el perdón.  Perdonar, compadecerse, misericordiar: son los gestos más hermosos y nobles que puedan brotan del corazón humano y ennoblecer la estirpe de Abel, de Jesús que no vaciló en derramar su sangre para liquidar para siempre el imperio del odio y del mal. Desde lo alto de la cruz lo gritó: “No siete veces, Sino setenta veces siempre”.

Carora, 13 de septiembre de 2020

+Ubaldo R Santana Sequera FMI

Administrador apostólico sede vacante de Carora

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                                                                                 

domingo, 6 de septiembre de 2020

DOMINGO XXIII T.O. A/2020 HOMILIA

 

 


DIÓCESIS DE CARORA

ADMINISTRADOR APOSTÓLICO SEDE VACANTE

 

DOMINGO XXIII T.O. A/2020

HOMILIA

Lecturas: Ez 33,7-9; Salmo 94; Rom 13,8-10; Mt 18,15-20

SALVAR A TU HERMANO

 

Muy amados hermanas y hermanos en Cristo Jesús,

La clave de lectura del evangelio de hoy lo encontramos en la conclusión de la perícopa anterior. En ella Jesús narra la parábola del pastor que cuida 100 ovejas y al perdérsele una, deja las 99 en el monte, para salir en busca de la extraviada y, al encontrarla, se llena de gran alegría, la carga sobre sus hombros y la regresa al redil. Y saca la siguiente conclusión: “Del mismo modo, el Padre de cielo no quiere que se pierda ni uno de estos pequeños”. 

Para el Padre todas las ovejas de su redil cuentan, particularmente las más débiles y vulnerables, y está dispuesto a dejar el rebaño entero para salir a buscar la extraviada, hasta encontrarla e integrarla al rebaño. ¿Quiénes son estos pequeños que Dios Padre no quiere que se pierdan y hay que buscar, a como dé lugar, para ofrecerles de nuevo el regreso a casa? Somos nosotros todos, los que con nuestros pecados nos ofendemos unos a otros, rompemos los vínculos de la vida comunitaria y nos alejamos de Dios.

Esta actitud apasionada del Padre-Pastor de salir a buscar hasta encontrar al extraviado, de salvar al que está perdido, es la que Jesús asume para sí (18,11), es el motivo fundamental de su encarnación en la condición humana. Así lo experimentó el apóstol Pablo y se lo transmite a su discípulo Timoteo: “Cristo vino al mundo para salvar a los pecadores de los cuales yo soy el primero” (1 Tim 1,15). Ya conocemos la contundente declaración del Señor ante las críticas de los escribas y fariseos: “No tienen necesidad de médico los sanos sino los enfermos. No vine a llamar a justos sino a pecadores” (Mc 2,17).

La historia de la salvación es la apasionada búsqueda que emprende Dios en la persona de Jesús para traer de nuevo al redil a Adán y a Eva, al fratricida Caín, al violento Lamec, y a todos sus descendientes. Se hará uno de nosotros y quitará de en medio todos los obstáculos que Satanás y nuestro egoísmo interponen hasta alcanzarnos en el monte Calvario. Morirá para reunir en la unidad a los hijos de Dios que están dispersos, y formar con ellos un solo rebaño con un solo pastor (Jn 11,52; 10,16). Allí, crucificado entre dos ladrones, elevado en alto sobre el patíbulo de la cruz, encontrará “la oveja humanidad” extraviada, la cargará toda sobre sus hombros doloridos y llagados y se las llevará lleno de gozo a su Padre (Col 1,19-22), sana y salva. “No se perdió ninguno de ellos” (Jn 17,12).

Cristo Jesús le pide a su Iglesia que continúe con esta actitud en el decurso de la historia. La Iglesia está compuesta de ovejas extraviadas rescatadas por el Hijo de Dios hecho hombre. Está condición crea entre nosotros una red de solidaridad. Formamos un solo cuerpo en Cristo. Si un miembro enferma, todo el cuerpo se debilita (Cfr. 1Co 12,26). Todos somos responsables los unos de los otros.

Ante la caída de un hermano, no vale la excusa de Caín cuando Dios le preguntó por su hermano Abel: “¿Soy yo acaso guardián de mi hermano?” (Gen 4,9). Hay que vencer la indiferencia. Dice Santa Teresa de Calcuta que la enfermedad más grave de nuestro tiempo es la indiferencia ante el dolor ajeno. La injusticia y la corrupción campean a sus anchas en todos nuestros sistemas sociales, no tanto por los actos de la gente mala sino sobre todo por la indiferencia de los buenos.

Cada uno de nosotros debe tomar conciencia de sus compromisos y deberes respecto a la suerte de los demás miembros de la comunidad eclesial. No nos podemos quedar en la mera comprobación, o en la murmuración, o en la crítica. O peor aún, en la condenación. Debemos actuar. Tomar la iniciativa. Hay que prevenir. Ayudar. Se sabe que está cayendo en el alcoholismo, que se junta con consumidores de droga, que anda con una mujer o un hombre que no es su esposo o esposa, pero nadie interviene.  Nos ha pervertido el individualismo de la civilización que dicta su regla: cada uno haga lo que le dé la gana.

La Iglesia, para ser fiel a sí misma, ha de ser ante todo un cuerpo formado por personas dotadas de gran sensibilidad ante el dolor y el sufrimiento de sus hermanos y de fuerza espiritual para tomar la iniciativa y salir en su auxilio y ayuda. La unidad se mantiene en la medida en que los bautizados que la conformamos somos solidarios en la fe y en la responsabilidad con relación a nuestros hermanos.

El evangelio de hoy nos indica la conducta a seguir frente a las faltas de nuestro hermano que pone en peligro esa unidad. Primero la conversación personal, a solas, con el infractor. Si no resulta se busca la ayuda de otro amigo, de un asesor de confianza. Solo en última instancia, cuando se ha hecho todo lo posible para sacar al hermano del hoyo y se ha negado rotundamente a volver, se acude a los dirigentes de la comunidad.

Son pasos progresivos que se han de dar con gran paciencia, amor y comprensión para traerlo de nuevo a casa. El respeto mutuo, la valoración de sus fortalezas, la confianza en su capacidad de recuperación, la comprensión y la paciencia son valores y virtudes fundamentales para avanzar en la ruta de la reconstrucción de los tejidos rotos, de las comunidades fracturadas, de las sociedades desgarradas.

Estamos llamados a desarrollar las capacidades reconciliatorias de las personas, de los niveles intermedios antes de acudir a la institución. El Señor nos advierte que no acudamos precipitadamente a la expulsión o al extrañamiento del que ha cometido una ofensa. Expulsar, desterrar, es matar. “Yo no quiero la muerte de nadie dice el Señor, sino que se conviertan y se salven” (Ez 18,32). Ciudadanos indiferentes, insensibles, no hacen sino conformar parlamentos, ministerios, tribunales corruptos, insensibles y crueles.

Quizá por ser tan poco practicantes de estos ejercicios virtuosos de convivencia dentro de nuestros propios hogares y dentro de nuestras propias comunidades cristianas, brillamos por nuestra ausencia cuando circunstancias como las actuales reclaman nuestra presencia para construir convivencia ciudadana y política. En vez de la pasión por la salvación de todos juntos, con nuestros hechos y acciones, profesamos más bien el “sálvese quien pueda”. La famosa viveza criolla de la cual muchas veces nos ufanamos, no suele ser más que un recurso camuflado de individualismo servil e improductivo, donde solo cuento yo y mis compinches.

No podemos ser cristianos si no nos volvemos hombres y mujeres apasionados por buscar a los que se han ido, salvar a los perdidos, re-integrar a los alejados, abrir puertas, sentar a la misma mesa. Los entendimientos, las reconciliaciones, los re-encuentros no son frutos de fácil cosecha. Pero son los que nos consolidan como una sola familia, una sola Iglesia y nos permiten ser actores válidos en la reconstrucción de la gran comunidad humana. 

El Señor Jesús además del poder para reconciliar, para perdonar, para buscar, para salvar al hermano perdido, para atar y desatar nos ha dado también el poder de unirnos para orar por una misma causa, un mismo bien. Si logramos ponernos de acuerdo para orar juntos para sacar a un hermano, a una comunidad o a un país del abismo donde ha caído, él se hará presente en medio de nosotros.

Esta semana vamos a celebrar en Venezuela dos grandes fiestas marianas: una regional, la de la Virgen del Valle, y la otra nacional: la de nuestra patrona, la Virgen de Coromoto. El mensaje de María a los Cospes fue precisamente ese: únanse a los blancos. Formen un solo pueblo mestizo. Únanse, fraternícense. Fue también el sueño de Bolívar. Los cristianos venezolanos, que somos la gran mayoría de la nación, estamos en deuda con el mensaje de la Coromoto. ¿Cuándo pondremos nuestra parte para que se haga realidad el himno que le cantamos?: ¡Salve Aurora Luminosa, de una patria soberana que te bendice y te aclama con sus historias gloriosas! Madre de Coromoto, Madre de la reconciliación, ten paciencia, enséñanos una vez más el camino de la fraternidad y de la convivencia.

Carora 6 de septiembre de 2020

 

+Ubaldo R Santana Sequera FMI

Administrador apostólico sede vacante de Carora