domingo, 29 de mayo de 2016

CORPUS CHRISTI 2016

CORPUS CHRISTI 2016
¡Oh sagrado banquete en el que Cristo es recibido!
la memoria de su Pasión es renovada, la mente se llena con la gracia,
y un juramento de gloria futura nos es dado. Aleluya.

El evangelio de Lucas nos cuenta que Jesús, cuando sus discípulos regresaron de la misión, programó con ellos una salida a un lugar tranquilo para descansar. Pero cuando llegaron al sitio escogido, se encontraron con una multitud que se le había adelantado y lo estaba esperando. Dice el evangelista que Jesús, a la vista de toda esa gente,  cambia inmediatamente su programa. Se olvida del descanso. Acoge a la multitud, les habla del Reino de Dios y sana sus enfermos.  Viendo que se hacía tarde los apóstoles se acercan al Maestro con actitudes totalmente contrarias. No sienten ningún tipo de conmiseración por la gente y le dicen al Señor: “Despídelos. Que busquen su propia comida. Además lo que tenemos son solamente cinco panes y dos peces para  comer nosotros”.
Jesús les voltea el planteamiento: “Nada de despedirlos. Les toca a ustedes darles de comer”. Los apóstoles responden con la lógica mezquina del egoísmo: “Eso es imposible. Solo llevamos comida para nosotros. Tendríamos que ir a buscar comida en cantidad para toda esta gente”. La respuesta de Jesús fue entonces la de pedirle a sus apóstoles que hicieran sentar a la multitud, bendice al Padre, parte los cinco panes de la provisión comunitaria, y le pide a sus discípulos que los repartan a la gente.
Todos quedaron saciados”, dice el relato. Este es el motivo de fondo por el cual el Hijo de Dios se hizo hombre. Para que todos los hombres queden saciados con el pan de la salvación y lleguen al pleno conocimiento de la verdad (Cf 1 Tim 2,4). Solo Jesús puede dar alimento de tal modo que todos queden saciados y además sobren doce canastos con comida: uno para cada discípulo. De este modo el Señor les da a entender que ellos deben continuar repartiendo el pan bendecido por él y cumplir con su deseo: “denles ustedes de comer y que todos queden saciados”.
¿Qué tipo de pan hay en esas doce canastas que Jesús les dejó a sus discípulos para que los repartieran? En primer lugar el pan de la mesa cotidiana. Ese pan que Jesús les enseño a los suyos a pedir al Padre: “Danos hoy el pan de cada día”. Un pan que Dios quiere que aparezca en la mesa de cada hogar humano no porque lo mendiga o se lo regalan sino porque lo consigue comprándolo donde el panadero con el fruto de su trabajo. Ese es el verdadero pan que dignifica al ser humano. No el pan que un ser humano tenga que obtener tendiendo la mano para que otro se lo de. Es verdad, hay situaciones extremas en que hay que asistir al hermano indigente que no tiene como saciar su hambre. Pero ese no es el camino normal. Es una situación que se atiende pero que se busca superar.

El otro pan a repartir es el  de la enseñanza de Jesús sobre el Reino de Dios. Una de las grandes hambres de nuestro pueblo cristiano es precisamente el hambre de la Palabra de Dios. No estamos repartiendo el pan de la Palabra al pueblo. Tenemos un pueblo cristiano analfabeto en cuestiones de su fe y por eso es pasto fácil de otras ofertas religiosas que si le ofrecen comida para su vida de fe. Esta grave omisión tiene también como consecuencia que nuestro pueblo mayoritariamente católico es una masa fácilmente manipulable por muchos encantadores de serpientes que le ofrecen villas y castillos para ganarse su adhesión electoral. Esta triste realidad está reflejada en el problema fundamental de nuestro Plan Global de renovación pastoral, problema  que constituye el principal obstáculo para transformar la multitud anónima cristiana venezolana en pueblo de Dios.
El tercer pan que Jesús quiere que se reparta el pan eucarístico, anunciado ya en este milagro de la multiplicación de los panes en favor del pueblo pobre que lo seguía. Al dar de comer a la muchedumbre hambrienta el Señor anticipa la nueva y definitiva multiplicación de su amor redentor con el que va a saciar toda la humanidad y va a dejar un signo perenne de su redención.  
Con el pan de la Palabra y de la Eucaristía, Jesús alimenta al nuevo pueblo de Dios, al que no solo congrega sino que también organiza. Antes de distribuir su pan, instituye los que van a distribuir ese pan, sus apóstoles y sus sucesores, los presbíteros y diáconos. Y luego les pide que antes de entregar el pan, sienten a la multitud por grupos de cincuenta personas, así como lo hizo Moisés en el desierto luego de la liberación de Egipto. Jesús quiere que sus enviados organicen al pueblo fiel de tal manera que su relación con cada uno de los que van a recibirlo sea la más personalizada posible, pero siempre dentro de una dimensión comunitaria.
Jesús nos sacia y nos enseña a comer en comunidad, a compartir, a estar pendientes de que muchos otros puedan acercarse y comer. No podemos saciarnos de Jesús nosotros solos. El que recibe a Jesús aprende a vivir en comunidad. Aprende a compartir. San Pablo en su carta a los Corintios, que hemos escuchado en esta eucaristía, reprocha fuertemente a los cristianos de esta ciudad, el desvirtuar el sentido de la eucaristía de Jesús, al no compartir con sus hermanos necesitados y consumir su ágape, cada uno por su lado (1 Co 11,17-22).
Tan grande fue el amor de Dios por nosotros,  criaturas débiles y pecadoras, que quiso que su Hijo, el Verbo eterno, asumiera nuestra misma condición humana, en todo menos en el pecado, para devolvernos la semejanza divina perdida. Tomó nuestro cuerpo, del seno de María Virgen, tomó de ella nuestra sangre; hizo suyo nuestros sentimientos: rió de alegría y lloró de tristeza como nosotros. Tuvo sed,  tuvo hambre y tuvo sueño como nosotros. Consumió nuestros alimentos. Bebió nuestras bebidas. Aprendió en una escuela como las nuestras. Trabajó con las herramientas de su padre nutricio José, para ganarse la vida y sostener el hogar de Nazaret. Oró con los suyos. En una palabra, se hizo todo en todo para salvarnos a todos. Podemos decir que el hijo de Dios, al hacerse Jesús de Nazaret, comió y bebió de nuestra condición humana. Nuestra humanidad le dio de comer y de beber (Cf GS 22b).
Todo lo que Jesús tomó de nosotros lo entregó íntegramente por nuestra salvación: nuestra condición humana, nuestra carne débil y pecadora y nos lo devolvió  de un modo totalmente sorprendente. Asumió un cuerpo lacerado y deformado por el pecado y nos lo entregó hermoso y puro, hecho pan de vida. Corrió por sus venas sangre humana, regada desde Caín por toda la tierra, con crímenes, violencias y guerras, y nos la devolvió como sangre purificadora derramada por amor en la cruz y transformada en bebida de la nueva y definitiva alianza. Se hizo pan de vida para que nunca más tuviéramos hambre, aprendiéramos a unirnos a él y con él a unirnos unos a otros como hermanos.  
Todo eso lo hizo de una sola vez para siempre. Dice Santo Tomás de Aquino, uno de los grandes teólogos y poetas de la eucaristía: A fin de que guardásemos por siempre jamás en nosotros la memoria de tan gran beneficio, dejó a los fieles, bajo la apariencia de pan y de vino, su cuerpo, para que fuese nuestro alimento, y su sangre, para que fuese nuestra bebida. Esta es la maravillosa historia de amor que celebramos en cada eucaristía y el motivo por el cual salimos jubilosamente a las calles en procesión para aclamar públicamente tan gran misterio de amor.
Bendigamos por siempre al Señor, que en su inmensa misericordia nos hizo tan gran don. Comamos como comunidad fraterna el pan de vida; bebamos agradecidos y en actitud de servicio solidario el vino de las bodas del Cordero. Tomemos la canasta de los tres panes que nos ha dejado y continuemos la misión de repartirlo para que el pueblo tenga vida plena y la tenga en abundancia (Cf Jn 10.10). Veneremos de tal modo los sagrados misterios de su cuerpo y de su sangre que experimentemos constantemente en nosotros el fruto de su redención. Amén.

+Ubaldo R Santana Sequera FMI
Arzobispo de Maracaibo

domingo, 22 de mayo de 2016

SANTISIMA TRINIDAD 2016 - HOMILIA



SANTISIMA TRINIDAD 2016
HOMILIA
El domingo pasado celebrábamos el misterio de Pentecostés: la venida del Espíritu Santo sobre los discípulos de Jesús en forma de lenguas de fuego. En su discurso de despedida Jesús le decía a los suyos que le iba a pedir a su Padre les enviara el Consolador, el Espíritu Santo, porque era un don absolutamente necesario para que pudieran comprender todo lo que él les había comunicado,  llegar a la verdad completa y ser sus testigos en el  mundo entero.
Hoy, ocho días después de Pentecostés, la Madre Iglesia coloca la fiesta de la Santísima Trinidad. Lo que significa que ésta es la primera verdad en la que el Espíritu nos quiere introducir. Y efectivamente la Santísima Trinidad es el misterio central del cristianismo. El ser humano ha sido hecho a imagen y semejanza de Dios. Cuando creó el ser humano dijo: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza (…) Y Dios creó al ser humano a su imagen; los creó imagen de Dios, los creó hombre y mujer” (Gen 1, 26-27). La plenitud de la semejanza e imagen de Dios la alcanzan las criaturas humanas cuando se complementan, en sana sabiduría,  y ejercen su soberanía solidariamente sobre la creación para que todos se beneficien de ella.
Ahora bien Dios no es un ser solitario. En la unidad de la substancia divina hay  tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Una triniunidad una unitrinidad. Nosotros estamos hechos a imagen y semejanza de la Trinidad. Somos “trinidianos” desde nuestro origen y nuestra vocación en esta tierra es vivir, con libertad y convicción propias, esta  identidad primordial e imprimir esta identidad en todas las tareas que emprendamos en esta tierra.
Por Jesucristo nos enteramos que él no es de este mundo, que viene de lo alto, enviado por su Padre Dios, de quien es Hijo unigénito y muy amado. El Señor nos revela que ha venido a este mundo para dar a conocer y llevar a cabo el designio de Dios sobre la humanidad. Según ese designio, el Padre quiere “que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2,4). Toda la obra de la salvación proviene del Padre, ha sido manifestada por su Hijo, el Verbo Encarnado y actualizada en el mundo y en la historia por el Espíritu Santo.
Nos enteramos, siempre por Jesús, de que este plan del Padre, escondido desde la eternidad en su corazón, es un designio que brota del gran amor que El tiene por este mundo y por todos los que habitamos en el (Cf Jn 3,16). Amor tan inmenso que, tras una larga preparación, narrada en el Antiguo Testamento,  al llegar la plenitud de los tiempos (Cf Gal 4,1-4), envió nada menos  que a su mismísimo Hijo, nacido de mujer, según la Ley, para abrirnos las puertas de la casa de la familia divina, y hacernos entrar por ella, en calidad de hijos adoptivos y pudiéramos llamarlo, con toda propiedad, nuestro “Abba”, nuestro papá. Jesús nos enseñó que la oración que nos identificaba era el Padrenuestro.
Jesús nos hace saber que, no contento con enviar a su Hijo a este mundo, el Padre quiere, a instancias de su Hijo, compartir otro tesoro de familia: el don del Espíritu Santo. Así se completa la presentación de las tres personas de la Santísima Trinidad en la historia de la salvación. El Padre decidió conseguirnos la justificación. Esta nueva relación con El la llevó a cabo por medio de la muerte y resurrección de su Verbo Encarnado. Y ese dinamismo salvador de Dios que Pablo llama amor, se inserta en el corazón de los creyentes gracias al don del Espíritu Santo.
A la hora del regreso a donde está su Padre, el Señor no quiere dejar huérfanos a los suyos (Jn 14,18). Por eso, ruega al Padre les envíe un segundo Consolador “para que esté siempre con ustedes y en ustedes (Jn 14, 17)”. Jesús revela y hace presente al Padre: “Quien me ve a mi ve al Padre (…) Créanme que yo estoy en el Padre y el Padre está en mi.” (Cf Jn 14,8-11; Cf Col 1,15). Y el Espíritu Santo hace presente al Padre y al Hijo en la vida de los creyentes, en el mundo, en la historia humana y en la Iglesia.  
Por medio del amor que el Espíritu derrama sobre  la humanidad, los seres humanos quedamos permanente e íntimamente conectados con el Padre y con el Hijo. Por eso dice Jesús a los apóstoles en el cenáculo: “Si alguien me ama, cumplirá mis palabras y el Padre lo amará y vendremos a él y pondremos nuestra morada en él” (Jn 14,23). El Espíritu Santo formó a Jesús en el seno de la Virgen María el día de la Anunciación. Lo formó en la comunidad apostólica naciente, el día de Pentecostés.  Lo formó en cada uno de nosotros, cuando fuimos bautizados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. El es el alma de la Iglesia, le da vida y unidad, la ilumina con sus dones y la enriquece con sus carismas. Abre la mente de los cristianos para comprender  cómo toda la Sagrada Escritura se refiere a Jesucristo.
Gracias a él descubrimos que la plenitud de la Verdad está presente en la persona, la vida y el mensaje de JC y que la podemos hacer nuestra, amando a Jesús y en Jesús, a cada ser humano, con el mismo amor con que Jesús los amó.  Gracias a la presencia del amor de Jesús, que el Espíritu Santo introduce en nuestros corazones (Rm 5,8), podemos cumplir el mandamiento supremo con el cual el Señor quiere que sus discípulos sean identificados en este mundo: amar a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo, sea amigo o enemigo, cercano o lejano, pariente o  extranjero, enfermo o sano, de la misma cultura, religión o de otra, como Jesús los amó.
El Espíritu Santo es el que impulsa con fuerte ímpetu a los discípulos de ayer y de hoy a vencer sus miedos, a salir de sus encierros y a lanzarse, con decisión y valentía, a las calles y a las encrucijadas del mundo a dar testimonio de Cristo Resucitado y llevar su mensaje y su Reino hasta los confines de la tierra, a todas las periferias existenciales y territoriales. El es el que transforma a los cristianos, para que sean en este mundo, carcomido por las guerras, los genocidios, las discriminaciones, la intolerancia y las discordias, portadores de perdón, de misericordia y de reconciliación.
 La presencia de la Trinidad en la humanidad y entre los hombres es irreversible No hay vuelta atrás. Dios Trino se queda para siempre entre nosotros hasta el fin del mundo. Estamos llamados a hacer realidad esa vocación desde esta tierra, en el corazón palpitante de las realidades del mundo y dentro de nuestra misma Iglesia. Nuestra vocación es devolverle a este mundo su sello original trinitario.
 La Iglesia es la expresión histórica de cómo se vive en esta tierra la identidad y la dimensión trinitaria. Todo debe llevar esta marca. La puerta de acceso para vivir en esta dimensión es la vivencia del mandamiento del amor y del servicio mutuo. Sin comunión en el amor y el servicio no está presente la Trinidad en nuestras vidas. Solo adelantando esta vocación en esta tierra podremos  ser sumergidos en la comunión eterna con esas tres personas divinas.
Dejémonos conducir por la Trinidad santa: por el Padre lleno de misericordia y perdón que con su sabiduría ha creado todo para nosotros. Por Jesús, su Hijo, para aprender cómo vive, sirve, ama, muere y resucita un hijo de Dios. Por el Espíritu de amor, que nos habitará y guiará para aprender a vivir “en el Espíritu”, en la gozosa y plena libertad de los hijos de Dios.
+Ubaldo R Santana Sequera FMI
Arzobispo de Maracaibo


domingo, 15 de mayo de 2016

DOMINGO DE PENTECOSTES 2016 - HOMILIA

DOMINGO DE PENTECOSTES 2016


Jesús le había pedido a los suyos, antes de subir al cielo, que se reunieran en oración, en la espera del cumplimiento de su promesa: “Ustedes serán bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días…Ese Espíritu vendrá sobre ustedes y recibirán su fuerza para que sean mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines de la tierra” (Hech 1,5.8).
El cumplimiento de esta promesa se produjo, cincuenta días después de la Pascua, en la fiesta de Pentecostés o fiesta de las Semanas. Es una de las fiestas más importantes del calendario celebrativo judío (Dt 16,9-10). Se encuentra reseñada en el AT y está dedicada a recordar la estancia del pueblo de Dios, recién liberado de la esclavitud egipcia, en el monte Sinaí. Allí, con gran despliegue de ruido  fuego, Dios hizo solemne alianza con las doce tribus de Israel  y les entregó el decálogo, síntesis de la Ley, signo mediante el cual hacía de ellas un solo pueblo. De allí en adelante Dios sería su Dios y ellos serían su pueblo.
Aquel Pentecostés, quedó como una figura profética que ahora se cumple. En un día como aquel, cincuenta días después de la Pascua de la Resurrección de Jesús de entre los muertos, estando los doce discípulos reunidos en oración en el cenáculo, junto con María la Madre de Dios, y 120 discípulos más, se desata un viento recio, aparecen llamaradas de fuego que se posan sobre las cabezas de los apóstoles. De esta manera, Dios forma un nuevo pueblo, que no está constituido solo por doce tribus, sino por todas las naciones que hablan idiomas diversos pero se pueden entender entre sí. Todas quedan unidas entre sí, no ya por una Ley escrita sobre tablas de piedra, sino por el don del Espíritu Santo.
Si los judíos celebraron en aquella oportunidad, al pie del Monte santo, la fiesta de la alianza y el surgimiento de un pueblo unificado por un solo Dios y el cumplimiento de una sola Ley, ahora en Jerusalén, tiene lugar la fiesta de la nueva y definitiva alianza que había sido profetizada por el profeta Jeremías (Cf Jer 31,31ss). Si con Caín se introdujo la civilización del odio y de la muerte, y con la construcción de la torre de Babel la de la división y dispersión de la humanidad, ahora con el Espíritu, pedido por Jesús y enviado como don por el Padre, se inicia una nueva ruta para la humanidad: la ruta abierta por Cristo y que la Iglesia está llamada a recorrer y hacer descubrir a toda la humanidad. Hay posibilidad de poner fin a los conflictos y a las guerras, de entenderse a pesar de la diversidad de lenguas y culturas, de reunificar a todos los seres humanos en una sola gran familia de hermanos que ponen todas sus potencialidades al servicio de los unos y de los otros con total desinterés. 
Ya queda presente en el corazón de la humanidad una fuerza poderosa que habla el lenguaje universal del amor mutuo y desinteresado que todos los seres humanos pueden entender.  Nosotros formamos parte de esa comunidad animada por la fe en Jesucristo e impulsada por la fuerza fraternizadora que se llama Iglesia. A nosotros nos toca, impulsados por ese Espíritu, hacer ver que es posible superar la civilización de Caín y crear la civilización de la fraternidad fundada en el modelo presente en la persona y el mensaje de Jesucristo.
La enseñanza cristiana nos presenta al Espíritu de Jesús construyendo la comunidad eclesial y dotando a los discípulos de Cristo de fuerza valentía, a través de siete dones. Así lo cantamos en un himno litúrgico de la Iglesia:
Tú te infundes al alma en siete dones,
Sabemos que en el lenguaje bíblico el número 7 significa plenitud. Siete son las virtudes: tres teologales y cuatro cardinales. Siete son los sacramentos de la Iglesia. Siete las Obras de Misericordia corporales y siete las espirituales. A través de sus dones el Espíritu nos quiere insertar en la comunión eclesial, hacernos partícipes de la vida trinitaria y capacitarnos para dar testimonio valiente, auténtico y fiel de Jesús en el mundo.
El Espíritu Santo, super master chef.
El don de la sabiduría tiene más que ver con el sabor que con el saber. Lo encontramos en aquel salmo que dice: “Gusten y vean que bueno es el Señor” (Salmo 33). Este don le da sabor a la vida. Vuelve al cristiano sal de la tierra, que sabe gustar las cosas de Dios y hacérsela gustosas a los demás.  El don de la sabiduría es el don de vivir, de apreciar  y sentir la presencia de Dios en la vida, en la realidad, en los seres humanos, en la naturaleza. La sabiduría del Espíritu nos da el don del asombro ante las múltiples manifestaciones de Dios. Este don nos dota de una nueva visión. Ya no vemos en tres dimensiones sino en cuatro. La cuarta dimensión es mirar las cosas desde Dios.
El Espíritu Santo, autor de las diosidencias.
El don del entendimiento que proviene del Espíritu nos lleva a la verdad completa. Nos abre de par en par las puertas de las Sagradas Escrituras. Nos introduce en la comprensión y conocimiento de lo que realmente vale la pena conocer: la persona, la mente, el corazón y el mensaje de Jesús, entrar en el conocimiento de Dios como nuestro Padre y vivir en comunión con el Espíritu de amor. Entender las cosas por dentro, en profundidad y no por encimita, a la carrera. Para el que posee este don, no hay coincidencias sino “diosidencias”.
El Espíritu Santo, GPS de nuestras vidas.
El don de consejo nos ayuda a trazar la hoja de ruta que nos lleva a descubrir la voluntad de Dios sobre nuestras vidas y tomar decisiones por consiguiente las decisiones acertadas. Nos ayuda a movernos dentro de los laberintos de las dificultades de la vida y a salir de ellos, a no equivocarnos de camino en las encrucijadas. Nos dota para ayudar al hermano a encontrar su camino. La acogida de este don desarrolla nuestra capacidad de escucha, de empatía y nos une unos a otros para buscar conjuntamente el bien común y para sostenernos en el camino.
El Espíritu Santo, energizante del maratón de la vida
El don de fortaleza, es fuerza, parresía, valor, constancia, aguante.  No es un don para ocasiones excepcionales sino para correr hasta el final las carreras de la vida cotidiana. Para llegar a la meta hay que ser perseverantes y la gasolina de la perseverancia, además de la paciencia activa, es la fortaleza. Nos blinda para enfrentar los múltiples desafíos de la vida que a veces llegan como las olas del mar, unos tras otros sin darnos tregua.  Es la fuerza del Dios que nos creó y nos puso en medio de este mundo.  Necesitamos este don para hacer frente a todo lo que nos quiera apartar del proyecto de Dios, para atravesar túneles oscuros, para llevar a término lo que empezamos aunque nos cueste. Es el don de la perseverancia en  el camino arduo de la santidad cotidiana.
El Espíritu Santo, constructor de la unidad
El don de ciencia es el don que nos permite descubrir la presencia de Dios en este mundo, aunque parezca que está escondido. Nos lleva a descubrir que no hay contradicción entre razón y fe, ciencia y religión, tecnología y espiritualidad.  Por este don el Espíritu ilumina nuestra inteligencia y nos capacita para exorcizar el miedo y salir con los demás hermanos, llenos de alegría, en la búsqueda de la verdad, hasta alcanzarla.
El Espíritu Santo, autor de la partitura familiar
El don de la piedad es el don que nos hace establecer la verdadera relación con Dios, la relación hijo-Padre, que va más allá de la relación  creador-criatura.  Es el don que nos hace descubrir desde nuestra condición de hijos de Dios, a los seres humanos como hermanos.  De este don brota mi comportamiento fraterno y no cainítico. Con este don crezco en ternura, admiración y vinculación con Dios y con aquellos con quienes me ha hermanado.  Este don nos permite entrar en la oración del Espíritu Santo y poder decir en espíritu y en verdad Padrenuestro y no solo padre mío.
El Espíritu Santo, exorcista del miedo
Don del temor de Dios. Que no tiene nada que ver con tenerle miedo a Dios. El amor aleja el miedo dice san Juan. Es descubrir ese amor en nuestras vidas, corresponderle. Lo que aquí está en juego es el temor a perder a Dios, ofenderlo. Es saberse pequeño y frágil y cultivar siempre el inmenso deseo de agradar a Dios en todo. Valoramos de tal manera esta relación de amor que Dios nos da que buscamos evitar todo aquello que lo pueda poner en riesgo de perderlo.
Pentecostés tiene sabor a comunidad: Estaban todos juntos. Comunica fuerza del Espíritu: vino un viento recio. Inicia el incendio del mundo con llamaradas de amor: lenguas de fuego se posaron sobre las cabezas de los allí presentes. Llama al entendimiento y a la universalidad: Todas las naciones allí presentes se unieron en un solo idioma: el idioma de la fe en Cristo Jesús. Así se inició la andadura de la Iglesia en este mundo. Esa ha de ser siempre la tónica de su misión. Esa es la razón de ser de la Iglesia en este mundo: dar testimonio del destino final de la humanidad, creando realidades que hagan vivir la unidad desde la comunidad y la diversidad de dones.
El regalo que Jesús resucitado da a sus discípulos  es la paz, la alegría, el poder de perdonar los pecados y la misión. Para recibir esos dones y cumplir con la misión, el Señor nos da el don de los dones: el Espíritu Santo. No podemos estar tristes, ni encerrados en nuestros miedos, ni en nuestras casas o en el laberinto de nuestros problemas. Necesitamos salir, romper los cercos que nos asfixian, los miedos que nos paralizan, los odios que nos dividen. Esos son los dos grandes movimientos que una Iglesia llena del Espíritu de Pentecostés debe emprender hoy en Venezuela: pasar del miedo a la valentía; del estar parados y encerrados al ponerse en movimiento, en salida y sentirse enviados.
Invoquemos todos unidos en torno a María, la gracia de Pentecostés:
Envía, Señor tu Espíritu, para romper nuestras ataduras y hacernos vivir en la verdadera libertad de los hijos de Dios
Envía, Señor tu Espíritu, para derribar las barreras que impiden la comunicación entre venezolanos.
Envía, Señor, tu Espíritu de fuego para derretir los prejuicios que intoxican nuestras relaciones humanas.
Envía, Señor tu Espíritu, para curar nuestros resentimientos
Envía, Señor, tu Espíritu, para que aprendamos el arte de la cultura de la paz y del encuentro
Envía, Señor, tu Espíritu, para que podamos ver en el que opina diferente a mí a un hermano y no un adversario a derribar
Envía, Señor, tu Espíritu, para que juntemos nuestros talentos diversos y trabajemos juntos por la construcción de una sola Iglesia
Envía, Señor, tu Espíritu, para que se abran nuestros ojos y descubramos y valoremos más lo que nos une que lo que nos separa.
Envía, Señor, tu Espíritu,  para que nos hermanemos en la solidaridad con los que más nos necesitan y tienen menos que nosotros.
Envía, Señor, tu Espíritu, para que fomentemos la cultura de la reconciliación, del perdón y del diálogo.
Envía, Señor, tu Espíritu, para que superemos conflictos, guerras y desigualdades y construyamos la casa común en justicia y derecho.

Maracaibo 15 de mayo de 2016

+Ubaldo R Santana Sequera FMI
Arzobispo de Maracaibo