domingo, 30 de agosto de 2020

DOMINGO XXII DEL TIEMPO ORDINARIO A/2020

 

DOMINGO XXII DEL TIEMPO ORDINARIO A/2020

Lecturas: Jer 20,7-9; Sal 62,2-6.8-9; Rm 12,1-2; Mt 16,21-27

HOMILIA

Muy amados hermanos y hermanas en Cristo Jesús,

La escena de hoy sigue inmediatamente la del domingo pasado. A la profesión de fe de Pedro, inspirada por el Padre del cielo, “Tu eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”, Jesús le contestó con otro: “Tu eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. “Ya no te llamarás Simón Bar Jonás, sino Cefas, Piedra”; y le entrega tres importantes misiones.  Inmediatamente después les ordena, tanto a él como a los demás discípulos presentes, guardar secreto sobre su identidad de Mesías.

La razón de esta sorprendente prohibición la encontramos en el evangelio de hoy. Jesús presiente que el camino que él se ha dispuesto recorrer va a provocar un choque violento en sus discípulos. Las cosas debían de quedar bien claras para que no se llamasen a engaño. Por eso decide iniciar un nuevo ciclo de enseñanzas sobre un tema que hasta ahora no había abordado con ellos. El Evangelio de hoy las resume en cuatro puntos. El Hijo del hombre tiene que subir a Jerusalén. Tiene que ser sometido allí a crueles padecimientos, tiene que morir y al tercer día resucitar. Subir, sufrir, morir y resucitar. No se trata de un fatalismo al que el Señor se ha de someter ciegamente, sino de una opción de vida conscientemente asumida, de un acto de obediencia a una voluntad superior profundamente sabia y amorosa: la de su Padre.

Si, tiene que quedar claro que él es el Mesías. Pero un Mesías sufriente, que redime la humanidad por el camino, ya profetizado por Isaías, del aquel misterioso servidor de Dios, abrumado y desfigurado por el dolor, que se echa sobre sí los pecados de su pueblo, consciente que es el camino pasajero que desemboca en la gloria de la vida para él y para el mundo (Is 52,13-53).

La reacción de repudio de Pedro ante esta revelación es una reacción, humanamente comprensible, si se quiere: Dios no puede permitir que semejante barbaridad se produzca. ¡Eso no te puede suceder, Señor! Pedro no entiende el final resucitador, pero si le queda claro lo que es sufrir, morir. Y siente lo que sentimos todos ante el dolor, el sufrimiento y la muerte: huir de ellos, alejarlos lo más posible de nuestras vidas y de la vida de nuestros seres queridos.

Nos encontramos, mis queridos hermanos, en el mero meollo del evangelio del Reino que Jesús ha venido a traer al mundo y que se resume en su propia persona y en el modo cruento y doloroso en que consumara su misión. Pedro lo rechaza de plano. Pero Jesús lo coloca en su lugar. Sin quitarle la confianza a su piedra elegida, lo increpa severamente, le hace ver que ahora es el mismo Satanás, y no Dios, el que está hablando por su boca, y le manda a ocupar su lugar de discípulo.

¿Cuál es ese lugar de discípulo?  El Señor se los revela entonces de una vez: el lugar del discípulo es el mismo que el de su maestro. Lo que le va a suceder a él, es el lote de heredad que le toca también asumir a los que quieran continuar con él. Si quieren compartir su gloria, tienen que aceptar libremente compartir el camino que lleva a la gloria; y no hay otro que el de la cruz. Si la primera parte del evangelio nos trazó el camino del Mesías, la segunda parte describe con claridad el camino del discípulo.

Jesús quiere, en primer lugar, que el que lo siga por ese camino lo siga libremente: “El que quiera seguirme”. ¡Qué importante es lo que hace aquí Jesús con los suyos! No quiere borregos. No quiere seguidores automáticos. Quiere gente libre caminando con él y por eso es menester que, como él y con él, renueven en el inicio de nueva y decisiva etapa el gesto que hicieron en la orilla del lago cuando él los llamó por primera vez y, ellos, bajo el impacto de aquel encuentro, dejaron familia, empresa, barcas y redes y lo siguieron. Los actos conscientes de libertad hay que renovarlos al inicio de cada etapa importante de nuestras vidas y también cuando decidimos emprender el seguimiento discipular cristiano.

Hemos de educarnos para estar en capacidad de realizar opciones libres y saber educar para formar a nuestros hijos, nuestros alumnos, nuestros seguidores para hacer opciones libres y conscientes. Solo la verdad hace libres, nos dice el Señor. Los que nos camuflan la verdad, nos la edulcoran, nos la venden falsificadas y amañadas, no quieren nuestro verdadero crecimiento como seres humanos. Buscan manipularnos, obtener nuestro voto, nuestra aceptación forzada, impuesta, pero no nos quieren libres. Jesús si.

Aceptar libremente su camino discipular sin condiciones, arrastra consigo las otras tres condiciones que Jesús enumera: negarse a sí mismo, cargar su cruz y seguirlo. Negarse a sí mismo significa no anteponer nada al seguimiento. El valor de Jesús es tan grande que se es capaz de dejar de lado aquello que pueda ir en contradicción con Él y sus enseñanzas. Llevar la cruz implica el estar prontos a dar la vida. Se puede entender como: la radicalidad de quien está dispuesto a ir hasta el martirio por sostener su opción por Jesús; o como la fortaleza y perseverancia frente a los sacrificios y sinsabores que la existencia cotidiana del discípulo comporta; o también como la capacidad de “amar” y de transformar la adversidad en una fuente de vida  a fuerza de amor paciente y fecundo.
Seguir a Jesús, fielmente como al Maestro único de la vida, como alguna vez propuso san Francisco de Asís; ser discípulo es poner cada uno de nuestros pasos en las huellas dejadas por nuestro Maestro y Señor.

Se trata de colocarse en las huellas de un hombre que murió en una cruz no en una cama. Jesús nos pide que le entreguemos nuestra vida. Que nos arriesguemos a entrar en su óptica espiritual de la vida en la que el sufrimiento, el dolor, el quebranto y el llanto no tienen explicación en sí, pero tienen su lugar, entran en una dinámica de amor, de servicio, en aras de la consecución de un bien mayor que de allí va brotar: el bien para los hermanos y la vida eterna para nosotros. Más adelante, ya en las puertas de la consumación de todo, Jesús nos dará la profunda y hermosa explicación del grano de trigo, muy apropiada para quien se quiso quedar con nosotros como pan de vida: “Si el grano de trigo caído en tierra no muere, queda solo; pero si muere da mucho fruto” (Jn 12, 24).

El hombre con vocación de almacenista no tiene razón de ser a los ojos de Jesús. No quiere tras de sí a borregos ni tampoco acaparadores y almacenistas de cosas perecederas y pasajeras. Apreciarlas, disfrutarlas, pero no apegarse a ellas como si fueran eternas. Solo es eterno el amor entregado y compartido con los más necesitados, con los demás hermanos que nos necesitan. Si tenemos ese tesoro y lo hacemos luz, fuerza y guía permanente de nuestra vida bajo la guía de Jesús, lo tenemos todo. Que Santa Rosa de Lima, que hoy festejamos, y que entendió este modo de profesar su fe en Jesús a la perfección, nos ayude a vivir así. Amén.

Carora 30 de agosto de 2020

 

+Ubaldo R Santana Sequera FMI

Administrador apostólico sede vacante de Carora

 

domingo, 23 de agosto de 2020

DOMINGO XXI DEL TIEMPO ORDINARIO A/2020

 

 

 

 


DIÓCESIS DE CARORA

ADMINISTRADOR APOSTÓLICO

 

DOMINGO XXI DEL TIEMPO ORDINARIO A/2020

HOMILIA

Lecturas: Is 22, 19-23; Sal 137; Rm 11,33-36; Mt 16,13-20

 

Muy amados hermanos y hermanas en Cristo Jesús Nuestro Señor,

Los evangelios de este domingo y el próximo forman una unidad y nos llevan a reflexionar sobre la naturaleza de nuestra relación con Cristo Jesús y nuestro grado de adhesión a él.

En el texto evangélico de hoy es el mismo Jesús quien toma la iniciativa de indagar, primero sobre lo que la gente dice de él y seguidamente sobre lo que sus mismos discípulos dicen de él. Son preguntas decisivas para Jesús, porque se acerca el momento de emprender la ruta hacia Jerusalén para consumar su misión en la pasión y la cruz, y es menester que sus discípulos y Pedro, en particular, sepan quién es él y estén preparados para seguirlo por el camino mesiánico escogido por el Padre para llevar a cabo su misión. Ambas preguntas van también dirigidas a nosotros y es importante que nos confrontemos con cada una de ellas. ¿Quién es Jesús para ti, para mí? ¿Quién ha de ser Jesús para todo cristiano? Como vamos a ver la pregunta se puede responder “desde la carne y la sangre”, o desde la fe dada por el Padre. 

El lugar escogido para llevar a cabo la encuesta, en los confines de Israel con Siria, es muy significativo: en las fuentes del río Jordán, a los pies de un enorme farallón rocoso, llenos de nichos utilizados para toda clase de cultos idolátricos, cerca de Cesarea de Filipos, ciudad construida por Herodes en honor a César Augusto y a él mismo. A la primera pregunta los discípulos le contestan que la gente lo ve como un profeta, como un nuevo Elías, o Jeremías, o Juan Bautista o el profeta que, según Moisés, ha de venir al final de los tiempos (Cfr. Dt 18,15).

Desde “la carne y sangre”, han surgido a lo largo de la historia, infinidad de respuestas sobre Jesús. Lo colocan al lado de Buda, Sócrates y Confucio, como una de las cuatro personalidades determinantes de la civilización humana. La figura que parte en dos las eras de la historia: antes de él y después de él. Según los vaivenes de la moda, de las corrientes culturales o de figuras prominentes, los “influencers” y los “coachs” de ayer y de hoy, la figura de Jesús ha ido desfilando bajo los más diversos y coloridos ropajes: Jesucristo superestrella, hippie ecologista, liberador nacionalista, gurú egipcio, maestro trascendido, taumaturgo panta-sanador. La lista es larga. Son figuras pasajeras sin ningún impacto real y profundo en las vidas de sus espectadores o consumidores.

Muchos católicos nos podemos ver tentados de quedarnos con este Jesús, el de la carne y de la sangre. Acudimos regularmente a misa los domingos, escuchamos la Palabra de Dios, comulgamos incluso, damos el diezmo o la limosna ocasional, pero su impacto sobre nuestra vida personal, familiar, moral, social y económica es irrelevante: No nos cuestiona, no llega a cambiar nada significativo y profundo en nuestras vidas, seguimos viviendo bien anclado en nuestras zonas de comodidad.

No es este el nivel de relación, de adhesión, de profesión de fe que Jesús espera de los suyos. Por eso no se contenta con saber que dice la gente de él. Quiere saber quién es él para sus discípulos. Volvamos a las fuentes del Jordán. “Y ustedes ¿quién dicen que soy yo?”. Esta vez Simón Pedro contesta en nombre de todos: “Tu eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Jesús inmediatamente lo llama dichoso porque esa respuesta no brota ni de su carne ni de su sangre, sino del Padre del cielo directamente.

 Anteriormente Jesús había alabado a su Padre por ocultarle las realidades del reino de los cielos a los sabios y entendidos y dárselas en cambio a conocer, a la gente sencilla, (Mt 11,25). Pedro pertenece a esa categoría de gente en quienes el Padre se complace (Cfr. Mt 13,17). Le tocó a él; por eso Jesús lo llama dichoso. Es dichoso, bienaventurado, como lo fue la Virgen María, cuando dijo FIAT, porque de su aceptación y fe nació Jesús y de la profesión de fe de Pedro y de los demás apóstoles con él, hace brotar Jesús una nueva fuente de vida para los hombres: la Iglesia. 

Centrémonos en las tres dichas que brotan de la profesión de fe de Pedro. En primer lugar, Jesús le cambia el nombre. Ya no se llamará Simón Bar Jonás (hijo de Juan), sino Cefas, (roca, piedra en arameo), Pedro en griego. Pasa de ser “Simón-poca-fe” (Cfr. Mt 14,31) a “Pedro-roca-fe”. En la nueva comunidad de Jesús, Pedro será Kefas, piedra, es decir sólido fundamento de referencia. En ese momento, Pedro está muy lejos de ser roca. Al contrario, es piedrita de escándalo en las sandalias de Jesús, como lo veremos en el evangelio del domingo que viene. Pero Jesús confía en él. Le va tocar recorrer un camino largo y doloroso para estar en capacidad de sostener y fortalecer a sus hermanos (Cfr. Lc 22, 31-32) pero llegará a ser Pedro-Roca. ¡Y qué roca! Él y sus sucesores. 

Pedro recibe las llaves del Reino de los cielos para abrir y cerrar, atar y desatar, es decir, autoridad para reconciliar a los miembros de la Iglesia entre ellos y con Dios. Uno de los puntos en que más insiste el evangelio de Mateo cuando presenta como han de vivir las comunidades discipulares del Reino es precisamente en la reconciliación y el perdón. La reconciliación sigue siendo una de las grandes tareas de los cristianos tanto dentro de sus comunidades como en las sociedades y culturas en que se desenvuelven, regidas muchas de ellas por la cultura de la crueldad, del exterminio, del genocidio, la retaliación y la venganza.

Pedro es colocado como piso y fundamento de la Iglesia, la nueva comunidad de Jesús. “Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y el imperio de la muerte no la vencerá”. Así como las fuerzas del infierno no pudieron con la persona de Pedro a pesar de haber llegado, con la negación, a las puertas del abismo, porque Jesús oró por él, le enseñó a mirarlo a los ojos y a llorar su miseria, su fragilidad y pobreza, así tampoco podrá hacer naufragar la nave de la Iglesia si ella tiene también sus ojos fijos en él, se reconoce pobre, débil, pecadora pero construida sobre la roca virgen de su Señor (Cfr. Ap 21,14). A la Iglesia se le puede aplicar el lema de la ciudad de Paris, tomado del teólogo de la antigüedad cristiana Hipólito: “fluctuat nec mergitur” “batida por las olas, pero no se hunde”. «Mar es el mundo en el que la Iglesia como nave en el piélago es batida por la tempestad, pero no se va a pique» (De Christo et Antichristo,59, 4-5)”.

La pregunta de Jesús a sus discípulos no es una pregunta de catecismo cuya respuesta ya está dada y lo único que tenemos que hacer es aprenderla de memoria y repetirla. Es una pregunta que requiere nuestra respuesta personal, que nos lleve a adherirnos más a Jesús, a reconocer el lugar que él ocupa en nuestra vida, a renovar nuestra firme pertenencia a la Iglesia fundamentada sobre la roca de Pedro y de sus sucesores.

Lo que se dice de Pedro vale también para nosotros. Quien tiene fe, tiene piso firme, se parece a esa casa construida sobre roca que las tormentas y los huracanes no pueden derribar (Cfr. Mt 7,24-25). Construyamos nuestra vida sobre Jesús, la roca fundamental. Adhirámonos fuertemente al Señor Jesús como Pedro. Miremos “la roca de la que hemos sido tallados, la cantera de donde hemos sido extraídos” (Is 51, 1-2). Somos de la estirpe de Abraham, de Sara, de María, de José, de Pedro.

Firmemente arraigados en nuestra pertenencia a la Iglesia de Cristo fundada sobre la fe-roca de Pedro, ya no nos hundiremos en las aguas turbulentas de esta vida. Pueden venir persecuciones, epidemias, pruebas y dolores de toda clase, pero si Dios Padre nos hace don de esa misma fe por medio de su Hijo Jesús, aguantaremos hasta el final y nos salvaremos.

A lo mejor el evangelista Juan avizoró todas las profesiones de fe de los pequeños y sencillos sobre las que se sigue fundamentando la Iglesia de Cristo y de Pedro a o largo de los siglos, cuando al final de su evangelio concluyó: “Muchas otras cosas hizo Jesús. Si quisiéramos escribirlas una por una por una, pienso que los libros escritos no cabrían en el mundo” (Jn 21,25).

 

Carora 23 de agosto de 2020

 

 

+Ubaldo R Santana Sequera FMI

Administrador apostólico sede vacante de Carora

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                                                                                 

sábado, 15 de agosto de 2020

DOMINGO XX DEL TIEMPO ORDINARIO CICLO A

DOMINGO XX DEL TIEMPO ORDINARIO CICLO A

Lecturas: Is 56,1.6-7; Sal 66,2-3.5-6.8; Rm 11,13-15.29-32; Mt 15,21-28

HOMILIA


Muy queridos hermanas y hermanos en Cristo Jesús,

El evangelio de hoy nos lleva de viaje a los confines del norte de Israel, en tierras de Tiro y Sidón. La Canaán del Antiguo Testamento, donde llegó Abrahán cuando salió de Ur en Caldea (Gen 12,1-6).  El Líbano actual, sumido como sabemos, en una indescriptible tragedia de dolor y muerte. Es una de las pocas incursiones de Jesús fuera de Palestina. El mismo afirma en el evangelio de hoy “que ha sido enviado solamente a las ovejas perdidas de la Casa de Israel”. Pero el encuentro con una mujer pagana va a revelarle la otra dimensión de la voluntad salvífica de su Padre Dios: “que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2,4).

Ya se había encontrado antes con el caso de un pagano, un centurión romano, que había conseguido la curación a distancia de su servidor, con una extraordinaria manifestación de fe, que Jesús mismo ponderó (Mt 8,5-13) y puso como ejemplo. Mateo relata el encuentro de Jesús con la mujer pagana, y por consiguiente impura y excluida, inmediatamente después de una intensa controversia con los fariseos sobre el tema de la pureza legal (Mt 15,1-20). En esta discusión el Señor había rebatido sus argumentos y había dejado en claro que es lo que vuelve impura a una persona ante Dios. 

El episodio se presenta como una intensa confrontación entre la mujer cananea y Jesús. La música de fondo es el grito insistente de la madre desesperada, dispuesta a lo que sea para conseguir que Jesús cure a su hija poseída. “Señor, hijo de David, ¡Ten compasión de mí! Mi hija es atormentada por un demonio”. Pero Jesús, relata Mateo, permanece indiferente. La razón de su silencio, aparece en un segundo momento, cuando los discípulos, fastidiados por aquellos gritos y temerosos de quedar impuros por el trato con una mujer pagana, le piden a Jesús que la atienda. Ya sabemos la respuesta de Jesús: su Padre Dios no lo ha enviado a recoger ovejas perdidas fuera de Israel sino dentro. 

No siempre logramos entender los comportamientos de Jesús. ¿Cómo podía permanecer insensible al grito de ayuda de aquella mujer angustiada, él cuyas entrañas se estremecieron ante el abandono de la multitud que andaba como ovejas sin pastor? (Cfr. Mt 9,36). La intervención de los discípulos no tiene resultado. Pero miren, hermanos, lo que sucede. 

La mujer que, hasta ese momento, venía detrás de todos ellos, pegando gritos de ayuda, de repente se adelanta, le cierra el paso a Jesús, se postra delante de él, y le suplica por tercera vez: “¡Señor, ayúdame!” La respuesta de Jesús es tajante y dura, como si quisiera ver hasta dónde es capaz de llegar esta madre pagana para conseguir la curación: “No está bien quitar el pan a los hijos para echárselo a los perritos”. Los hijos sentados a la mesa, son los israelitas, el pueblo elegido; los perritos los paganos. 

La objeción de Jesús para rechazar una vez más la angustiosa plegaria de aquella mujer, refleja el conflicto que se presentó en la comunidad judeo-cristiana pastoreada por Mateo a finales del siglo primero, ante el dilema de si debía aceptar en su seno o no a paganos convertidos. Para Mateo era necesario tumbar, de una vez por todas, esa barrera y abrirse al mundo pagano. Será la admirable respuesta de la invencible mujer cananea la que le dará el último empujón al muro puesto por Jesús para terminar de derrumbarlo: “Es verdad, Señor; pero también los perritos comen las migajas que caen de la mesa de sus dueños”. 

¡Qué importante que haya gente, como esta humilde mujer anónima, antepasada de los hoy sufridos libaneses, que estén allí donde hay que estar! Y no tengan miedo de dar el empujón que haya que dar, para caigan los muros que impiden la fraternidad y la convivencia humana. Cristo mismo se quedó admirado, como le pasó con el centurión romano pagano. “¡Mujer, ¡qué grande es tu fe! ¡Que se cumplan tus deseos!”

La mujer habla de unas migajas. No pretende quitarle el pan a los hijos para que su hija se vea libre del demonio. Bastan unas migajas de la gracia salvadora de Jesús, caídas de la mesa del pueblo judío para que el milagro acontezca. ¿Y bastan! Como basta una sola gota de la sangre de Cristo para redimirnos a todos. La paz y la fraternidad no vendrán con ojivas nucleares, ni bacteriológicas. ¡No, hermanos! Vendrá de un empujoncito, justo donde hay que darlo. Así cayó el muro de Berlín. Y así caerán todos los muros, empujados por los pequeños, los débiles de esta tierra. El de Venezuela caerá así, no de otra manera.  

Ayer, solemnidad de la Asunción, fue la fiesta de otra gran mujer, la de la Virgen María, la madre de Dios. Y oímos una vez más el canto de su Magnificat: “ el Señor derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes”. Esa es también la evangélica lección que nos dejó, Don Pedro Casaldáliga, obispo prelado de S. Félix de Araguia, en Brasil, que vivió, sirvió, amó y murió hace pocos días, entre los pobres y sencillos. No pongamos esperanza en los poderosos, ni en los déspotas, ni en los dictadores, mis hermanos. De ellos no vendrá nunca la salvación. 

En la segunda lectura de estos domingos S. Pablo hace él también una lectura de esta extensión de la gracia justificadora de Dios en Cristo Jesús a los paganos. Pablo habla de un injerto en el viejo árbol de olivo del pueblo judío (Cfr. Rm 11,1-24). Y en la carta a los Efesios hablará de cómo Jesús es nuestra paz, al demoler, con su cuerpo, el muro divisorio de hostilidad entre los seres humanos (Cfr Ef 2,11-22). 

Ese es el poder de la fe. Jesús no la encontró en la gente de su pueblo (Lc 4,24-26), ni en los doctos fariseos y escribas de Jerusalén (Mc 7,1-13), ni en las ciudades comerciales de Galilea (Mt 11,20-24), ni siquiera en un primer momento en sus discípulos. Ya vimos como los llamaba “los-de-poquita-fe” (Mt 6,30. 8,26. 14,31). Pero entre los paganos, entre las mujeres cananeas, como el mismo se lo hizo ver a sus coterráneos, encontró “gente-de-mucha-fe”, esa fe que derrumba ostracismos étnicos, discriminaciones racistas, religiosas, y hace surgir la convivencia y la vida donde había desaparecido. 

Esa fe de la mujer pagana, esa es la que tenemos que venir a buscar mis hermanos, en cada encuentro con Jesús en la eucaristía. Esa es la fe que necesitamos. La fe en migajas. La fe grano de mostaza. La fe que pide, la fe que grita, la fe que busca, la fe que toca a la puerta desesperadamente. La fe que no se cansa, que se atraviesa, que se arrodilla y llora, que levanta los ojos suplicantes, se agarra del borde de un manto, se cobija debajo de una sombra, porque cree que lo que pide se le dará, lo que busca lo encontrará, la puerta a la que llama se le abrirá, el muro se caerá y del otro lado, una vida nueva florecerá. 

Carora, 16 de agosto de 2020


+Ubaldo R Santana Sequera FMI

Administrador apostólico sede vacante de Carora

DOMINGO XIX DEL T.O. CICLO A-HOMILIA

DOMINGO XIX DEL T.O. A

HOMILIA

Lecturas: 1 Re 19, 9ª.11-13ª; salmo 84, 9abc.10-14; Rm 9,1-5; Mt 14,22-33

ÁNIMO, ¡SOY YO, NO TENGAN MIEDO!


Mis amados hermanos y hermanas en Cristo Jesús,

Desde el domingo pasado, hemos ido descubriendo que el anuncio del Reino llevado a cabo por Jesús, no es exclusivamente un discurso, sino que incluye al mismo tiempo un actuar. Signos, milagros y enseñanzas se conjugan para manifestar que el Reino de Dios se hace presente y que, en última instancia, coincide con la misma persona de Jesús. Esta es la perspectiva desde la cual hemos de interpretar las acciones que Jesús lleva a cabo en esta sección narrativa del evangelio de Mateo.

El relato evangélico de hoy se sitúa inmediatamente después de la multiplicación de los panes y los peces, texto que escuchamos el domingo pasado. La portentosa manifestación de poder que allí Jesús puso de manifiesto, creó una situación muy particular. En la reseña de este episodio, San Juan acota que, “cuando la gente vio la señal que había hecho, quisieron llevárselo para declararlo rey” (Jn 6,15).

Ante esta peligrosa reacción de la multitud, el Señor toma tres inmediatas decisiones. Primero decide alejar a sus discípulos de ese lugar y les ordena subirse inmediatamente en la barca y zarpar hacia la otra orilla del lago. No quiere que se contaminen con ideas mesiánicas nacionalistas ajenas a las suyas, y con las cuales ya ocultamente simpatizan.  Segundo despide a la gente y las envía a sus aldeas, sin hacer caso a sus pretensiones políticas. Tercero, se queda solo y, como en tantos momentos decisivos de su ministerio, busca encontrarse íntimamente con su Padre, en una oración que abarcará, esta vez, toda la noche. 

La oración es el recurso preferido de Jesús para alejar la tentación que el demonio le vuelve a presentar, valiéndose del contaminante entusiasmo de la multitud. Necesita recordarse él mismo que no solo de pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de Dios. La oración es fundamental no solo para Jesús sino para todos los que tenemos que enfrentar las tentaciones, vencerlas y mantenernos fieles a los designios del Padre. En Getsemaní, después de haber apartado nuevamente de su camino al tentador, Jesús les recordará a sus discípulos: “Estén atentos y oren para no caer en tentación. El espíritu está dispuesto pero la carne es débil” (Mt 26,41).

Recuperadas todas sus fuerzas espirituales, Jesús decide salir en ayuda de sus discípulos. Los versículos que siguen son una de las más bellas páginas de este evangelio y constituyen una maravillosa catequesis de lo que ocurre cuando el hombre tiene la oportunidad de encontrarse con Dios. Forma un díptico luminoso con el encuentro del profeta Elías con el Señor en la cumbre del Horeb, (Cfr. primera lectura). Les invito a que se acomoden en algún rinconcito de la barca en la que navegan los discípulos para contemplar, asimilar y aplicar en sus vidas esta espléndida manifestación de Dios.  

Los discípulos navegan desesperados hacia la otra orilla. Un viento contrario le ha salido al paso, ha levantado un fuerte oleaje que zarandea la barca y le impide avanzar hacia la costa. ¡Qué bien ilustra esta imagen las tormentas que la Iglesia tiene que enfrentar en sus navegaciones históricas! Unas más fuertes que otras. Actualmente está sumergida en una grande. 

De repente, continúa el relato evangélico, en medio de aquella noche tempestuosa, de oleajes enfurecidos, que para los pescadores y lugareños representan los poderes del mal y de la muerte, aparece una sombra deslizándose sobre las aguas. En el colmo del terror, los apocados navegantes, al confundirla con un fantasma proveniente del sheol, empiezan a gritar. Cuando creen que van a perecer, resuena una voz familiar: “Anímense, Soy yo, no teman”. 

Jesús quiere exorcizar de la mente de sus discípulos toda ínfula de grandeza y superioridad que haya podido generar su participación en la multiplicación de los panes. Quiere que los suyos descubran su pequeñez, su nada y la gran necesidad que tienen ellos también de ser salvados. El primero que pasa por el crisol de esta purificación es Pedro, el piloto de la barca Iglesia.  Le va tocar experimentar en vivo y en directo su poca fe. Para poder más tarde confirmar a sus hermanos en la fe (Lc 22,32) 

En la seguridad con la que salta de la barca para ir donde está Jesús es puramente humana, hay muy poco de fe. Por ello, pronto pierde pie y se hunde en el piélago. Y no le queda otra que tender sus manos hacia Jesús y pedir un desesperado SOS: “¡Señor sálvame! Al momento Jesús extendió la mano, lo sostuvo y le dijo: ¡Hombre de poca fe! ¿Por qué dudaste?” 

Esta es la experiencia por la que tenemos que pasar todos, mis hermanos: caer en la cuenta de nuestras falsas seguridades, y cuando nos estamos hundiendo, gritar desesperados: “¡Señor, sálvame!” Nuestra vida toma otro rumbo cuando, habiendo tocado fondo, reconocemos la inmensa e imprescindible necesidad de ser salvados por Jesucristo. Una dicha indescriptible nos invade cuando, en el momento de una misa, de una confesión, de un llanto de arrepentimiento, sentimos que su mano se apodera de la nuestra y con fuerza nos arranca del abismo que nos está tragando (Cfr. Sal 93,4).

La figura de Jesús, caminando, en la penumbra de la alborada, sobre el mar impetuoso, invitando a los suyos a cobrar ánimo, a reconocerlo y a abandonar todo temor, rememora las escenas finales de Cristo resucitado.  Con su resurrección el crucificado venció el mal y la muerte que ejercían su dominio sobre los elementos primordiales de las aguas del mar. Ahora como Señor de la vida, camina triunfalmente sobre ellos (Cfr. Sal 77,20) y puede tender su mano salvadora a la humanidad entera para impedir que perezca para siempre.

Pedro sube a la barca de la mano de Jesús, la borrasca cesa y todos llegan a buen puerto. Esa es la gracia del sosiego, y de la paz que embarga los corazones de todos los hombres que viven por años sumidos en la oscuridad, la desesperación y el miedo, y en una de esas alboradas, el Señor con gran misericordia les tiende la mano, la salva de la muerte y colma sus corazones de alegría y perdón. (Is 43,1-5).

Los de la barca, con Jesús y su piloto ya dentro, dejado atrás el peligro que han corrido, se prosternan ante el Señor, reconociendo en él la presencia del Dios vivo y convencidos de que, así como los acaba de salvar a ellos, también tiene suficiente poder misericordioso para salvar el mundo.

La vocación de la Iglesia no estar anclada en mares de calma chicha, sino la de navegar con viento contrario, entre oleajes y mares tormentosos. No le pidamos al Señor que los elimine o los suavice, sino que nos entrene para mantenernos firmes y fuertes en la fe, sorteando los escollos en alta mar. Lo importante es que llevemos siempre nuestros corazones llenos de paz y confianza, y nuestras mentes habitadas por aquellas palabras del Señor: “En el mundo tendrán que sufrir, pero tengan valor: Yo he vencido al mundo” (Jn 16,30)

Hoy somos nosotros los montados en esa misma barca. Jesús está con nosotros y Pedro, en su sucesor Francisco, sigue siendo el piloto. Postrémonos, hermanos, y reconozcamos que ciertamente y, sin ningún género de duda, Jesucristo es el Hijo de Dios, es nuestro Señor y Salvador. No somos nosotros los que calmamos las aguas, ni dominamos los vientos. Es el Señor quien siempre se presentará en medio de nuestras noches, cuando creemos que ya zozobramos y nos dejará oír su voz, que todo lo cambia y lo hace nuevo: “Animo, Soy YO, no tengan miedo”. Amén

Carora 9 de julio de 2020


+Ubaldo R Santana Sequera FMI

Administrador apostólico sede vacante de Carora