jueves, 31 de diciembre de 2020

SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA MADRE DE DIOS B 2021 HOMILÍA

 


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DIÓCESIS DE CARORA

ADMINISTRADOR APOSTÓLICO SEDE VACANTE


SOLEMNIDAD DE SANTA MARIA MADRE DE DIOS B 2021

HOMILIA

Lecturas; Num 6,22-27; Sal 66; Gal 4,4-7; Lc 2,16-21

Muy queridos hermanos y hermanas,

La recién celebrada fiesta de la Navidad nos llevó junto con los pastores en busca de un recién nacido, anunciado por un ángel y exaltado por un coro celestial. Tal como se les había anunciado, ellos “encontraron a María, a José y al niño recostado en el pesebre y envuelto en pañales”. Aquella noche, narra el evangelista, los pastores “volvieron a sus campos alabando y glorificando a Dios, por cuanto habían visto y oído”. 

Al volver a sus campos y a sus ovejas, ya no eran simples pastores. El niño del pesebre les había cambiado sus vidas radicalmente y para siempre. Habían salido en busca del niño como pastores; ahora volvían a sus campos como pregoneros de la buena noticia que, aquella noche bendita, habían visto y oído.  ¿Qué habían visto? ¿Qué habían oído? El maravilloso misterio de la Encarnación: El Verbo de Dios hecho niño, colmando de alegría sus tristezas, resplandeciendo en las tinieblas de sus noches, sembrando una dicha desconocida en su despreciada condición humana. Tal como lo habían cantado los coros angélicos, aquella noche el cielo bajó a la tierra, el tiempo se casó con la eternidad, la divinidad encontró humana posada, la gracia sobreabundó donde reinaba el pecado.

Esa vida nueva que se inició aquella noche, en aquellos hombres sencillos, es la que nosotros los cristianos nos deseamos unos a otros, al inicio de este nuevo año. Nosotros también, queremos traspasar renovados el umbral del 2021. Queremos volver a los campos de nuestra vida cotidiana, renovados por la gracia de la primera y única Navidad, la que actuó de modo tan maravilloso en la vida de María, de José y de los pastores. Nosotros también deseamos que nuestra visita al pesebre no haya sido este año un mero toque turístico, ni folklórico, ni teatral, ni estético. Queremos entrar en los campos del 2021, como testigos y apóstoles de la Encarnación del Hijo de Dios. 


Es ya tradición, en todas las latitudes del mundo, iniciar el primer día del año manifestándonos con besos, abrazos, brindis y canciones, deseos de bienestar, salud, paz y prosperidad. Pero este año todo será diferente. Fuertes restricciones limitan los encuentros y los festejos. Los grandes lugares míticos en los que se concentran millares y millares de lugareños y turistas para recibir el año, en medio de los fugaces fogonazos multicolores de las luces de bengala, se quedarán este año desiertos. 

Como todos los años y quizá con mayor intensidad que en años anteriores, debido al pánico sembrado por el coronavirus, pulularán en las redes y en los programas televisivos los vaticinadores, astrólogos, videntes y magos, manipulando el zodíaco, las piedras de colores, los cristales, los ángeles, las cartas, los tabacos humeantes y las sinuosidades de las palmas de las manos, para formular buenos y malos augurios, reinterpretar a su guisa, las profecías de Nostradamus, y hacerse la ilusión de que le están robando al futuro sus secretos. 

Nosotros, como cristianos, no podemos acudir a esos mercaderes de ilusiones. Hemos de ser consecuentes con las tres virtudes teologales que sustentan nuestro caminar en la historia.  Nos fundamenta y sostiene la convicción de que Dios es dueño del tiempo y, por medio de su Hijo, el Verbo Encarnado, ha entrado en el tiempo para enseñarnos a vivir convivencialmente, desde el aquí y el ahora, en la dimensión de la eternidad, de la transcendencia del amor, bajo el régimen de la compasión, de la misericordia y de la solidaridad servicial. 

Estamos en las manos de un Dios misericordioso y providente que nos ha amado tanto, que, en la plenitud de los tiempos, ha enviado a su Hijo, nacido de María Virgen, para hacernos hijos suyos, y ha derramado en nuestros corazones el Espíritu de su Hijo para que nos comportemos con él como hijos, con nuestros semejantes como hermanos, con la creación como servidores, siempre dispuestos a cuidar la casa común para beneficio de todos.

El tiempo no es nuestro enemigo; es un aliado por medio del cual caminamos con Jesús hacia esa plenitud. Por más covid 19 que se presenten, por más cañadas oscuras que haya que atravesar, nada hemos de temer, como lo recitamos con frecuencia en el salmo 23, porque el Buen Pastor sabe dónde quedan las fuentes tranquilas, va con nosotros, y en el camino, repara nuestras fuerzas. Esta espiritualidad esta condensada también, en la oración de la gran doctora de la Iglesia, Santa Teresa de Jesús: “Nada te turbe, Nada te espante. Todo se pasa. Dios no se muda. La paciencia todo lo alcanza. Quien a Dios tiene nada le falta. Solo Dios basta”. Les invito a hacer de ella la hoja de ruta del 2021.

Al celebrar hoy la maternidad divina de María, nos maravillamos y nos extasiamos con ella y su esposo José, porque fue gracias a su obediencia humilde y alegre, que se abrieron definitivamente las puertas para que Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, nos diera a conocer con su presencia, el amor de Dios y sembrara para siempre en nuestra tierra la gloria de la salvación (Cfr. Tito 2,11). Y así gracias a María, a su maternidad divina “hemos conocido en Cristo el amor que su Padre Dios nos tiene y hemos creído en él” (Cfr. 1 Jn 4,14).

Un tiempo precioso se abre ante nosotros. Dios quiere llevar adelante su plan de salvación, contando con nuestra libre y responsable cooperación. Bajo el impulso de su Espíritu, aprendamos a descubrir su presencia amorosa en el día a día de la cotidianidad; aprendamos y re-aprendamos a vivir en comunidad de Iglesia; a tomar decisiones responsables y coherentes con nuestra fe; a asumir con coraje y madurez las consecuencias de nuestras decisiones; a compartir servicialmente nuestro tiempo, talento y tesoro con nuestras familias, nuestros vecinos, nuestras comunidades eclesiales.  

En esta celebración litúrgica con la que se clausura el 2020 y se abre grande la puerta del 2021, venga sobre nosotros, sobre todos nuestros seres amados, sobre nuestra patria, nuestra Iglesia, sobre el mundo entero, sin límites ni fronteras, la bendición divina; que, en cada uno de los meses, de las semanas, de los días, de las horas y de los segundos de este nuevo año, experimentemos la fuerza y la dulzura del amor de Dios y la protección maternal de nuestra madre del cielo.  

Con las innumerables comunidades cristianas que se congregan, a esas horas en el mundo entero, demos gracias a Dios por el año transcurrido, entonemos cantos de alabanza por los dones recibidos y pongamos en sus manos de Padre providente, los 365 días del nuevo año que se inicia: año de S. José, año de la familia, año jubilar compostelano. Amén. 

Carora 1º de enero de 2021


Ubaldo Ramón Santana Sequera FMI

Administrador Apostólico “sede vacante” de Carora


domingo, 27 de diciembre de 2020

SAGRADA FAMILIA DE NAZARET B 2020 HOMILÍA

 


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DIÓCESIS DE CARORA

ADMINISTRADOR APOSTÓLICO SEDE VACANTE

SAGRADA FAMILIA DE NAZARET B 2020

HOMILIA

Lecturas: Si 3,3-7.14-17; Sal 127; Col 3,12-21; Lc 2, 22-40

Muy queridos hermanos y hermanas,

En este domingo, nuestra Madre la Iglesia nos invita posar nuestra mirada llena de fe en la pequeña familia conformada por José, María y el niño Jesús, tal como nos la presenta San Lucas en el evangelio. Transcurridos cuarenta días, tiempo requerido para la purificación de María, emprenden su primera peregrinación familiar a Jerusalén, para presentar el niño y, en su condición de primogénito, consagrarlo a Dios. Lucas insiste por tres veces que José y María están allí para cumplir lo prescrito por la ley mosaica. Se trata pues de una familia tradicional judía que vive como familia creyente el acontecimiento del nacimiento de su hijo, como miembros del pueblo de la Alianza, obedientes a los mandatos de Dios. 

De repente se presenta un anciano, llamado Simeón, hombre justo y temeroso de Dios, lleno de esperanza en las promesas de Dios. Llega allí no por la fuerza de la ley sino impulsado por el Espíritu Santo, que le había revelado que no moriría sin haber visto al Mesías del Señor. Sin mediar palabra se dirige hacia la pequeña familia, toma el niño en sus brazos y prorrumpe en una clamorosa “b’raka”, una gran bendición dirigida a Dios. Lo bendice porque el Señor ha cumplido su promesa, y puede contemplar alborozado al niño que yace entre sus brazos. Lo bendice porque se le da la gracia de reconocer en esa pequeña y frágil criatura, al Salvador, la luz que alumbra con la gloria de Dios tanto a las naciones paganas como al pueblo de Israel. 

El anciano Simeón es el símbolo del Viejo Testamento. En él están representados los patriarcas, los jueces, los reyes, los sabios, los profetas, todos los elegidos por Dios que prepararon y anunciaron este momento y lo desearon ardientemente. En su oración Simeón reconoce que ya puede dejar el Señor que su siervo muera en paz.  En otras palabras, proclama que ya el Antiguo Testamento ha llegado a su fin y ceder el paso al Nuevo, porque con ese pequeño ser ha llegado el esplendor de la salvación de Dios al mundo entero.

A Simeón, a la pequeña familia presente, fiel cumplidora de la ley, se integra Ana, una profetiza y viuda de gran ancianidad, que ha dedicado la casi totalidad de su vida a la alabanza y a la oración y representa a todos los seres humanos que hacen de su vida una gran oración y no se cansan de practicar la caridad. Todos ellos representan al pueblo de Dios, el pequeño resto de Israel, llamados los “anawin”, esos pequeños, pobres y sencillos, que los profetas predijeron sabrían esperar con un corazón puro y humilde la llegada del Mesías y estar allí cuando él se presentara (Cfr. Sof 3,12-14). 

Es a la luz de este anuncio de amor y de ternura que se escenifica en el templo de Jerusalén, con motivo del gesto tan humilde y sencillo de José y de María de presentar a su pequeño, que debemos contemplar la belleza y el milagro de la familia cristiana.  El milagro de nuestras familias solo puede entenderse plenamente a la luz del infinito amor del Padre, que se manifestó en Cristo, se hizo pequeño para caber en las cuencas de nuestras manos y en el horizonte de nuestras vidas sencillas y cotidianas. La gloria de Dios hemos de buscarla allí donde está y brilla esplendorosa: entre las pajas de nuestros pequeños avances y logros. ¡Qué realidad tan frágil y sencilla es una familia y sin embargo ella es el mejor estuche donde se esconde la gloria de Dios!

Dichosos seremos, mis queridos hermanos si se nos da la gracia de mirar con los ojos de Simeón a nuestras familias, descubrir la presencia de Cristo en nuestros abuelos, padres y hermanos, con sus cualidades y defectos, grandezas y limitaciones; dichosos seremos si logramos descubrirlo escondido en las etapas recorridas, en los acontecimientos gozosos y luctuosos compartidos, en la presencia del Espíritu que nos ha acompañado y nunca se ha ausentado de nuestros proyectos, crecimientos, luchas y avances. Dichosos seremos cuando veamos a Dios en nuestras familias, en su historia de amor, de crecimiento, de lucha y perdón, de ternura y sabiduría, en la que todos hemos sido y seguimos siendo protagonistas. Dios no pasa por encima, ni por un lado: Dios pasa a través de nosotros tal como somos y nos manifestamos. 

Tras esa humilde ofrenda que agrada al Señor (Cfr. Mal 3,5) y que anticipa la gran ofrenda que años más tarde el Hijo de Dios hecho hombre realizará en plenitud sobre el altar de la cruz, los esposos retornan a su casa. Y acota Lucas que a partir de allí el niño fue creciendo y fortaleciéndose, lleno de sabiduría y la gracia de Dios estaba con él. Dios Padre no le ahorró nada a María, a José, al niño de los tremendos sinsabores y pruebas de esta existencia terrenal. Muy claro fue Simeón con los padres. No les maquilló la presentación. El niño será un signo de contradicción en su pueblo: para unos traerá la ruina para otros, resurgimiento. Y una espada atravesaría el corazón de la madre. 

Ese es el niño Jesús que hoy viene a nuestro encuentro junto con sus padres a llenar nuestras vidas de una inmensa alegría. Su presencia es el verdadero milagro que cambia el color, el sabor, el olor y el sentido de una familia. En la vida hay que atravesar valles de lágrimas. No se trata de esquivarlos, buscar atajos, anestesiantes o engañosos subterfugios para evitarlos. La clave está en aceptarlos y enfrentarlos juntos, en familia y con Jesús, el niño de Belén. 

Entonces la vida familiar, el valle de lágrimas y los oasis de gozo y alegría cobrarán sentido, nos fortalecerán, nos animarán, nos consolarán. Se realizará el milagro anunciado por el profeta de la consolación: “Dará fuerza a los cansados, acrecentará el vigor del inválido; a los jóvenes que ponen su esperanza en él le saldrán alas como de águila, correrán sin cansarse y marcharán sin fatigarse” (Is 40,28-31).

Si Dios ha querido hacerse niño, nacer entre pajas, caber en la cuenca de las manos de un anciano y darle sentido a la ruda vida de la joven pareja de Nazaret, es porque también desea hacer otro tanto con cada uno de nosotros, con cada una de nuestras familias. Acojámoslo, alimentemos su presencia en nuestras vidas; incluyámoslo en nuestros proyectos fundamentales; cuidémoslo en todos los seres frágiles que su Padre ponga bajo nuestra responsabilidad; dejémoslo que crezca, que se fortalezca en cada uno de nosotros y alcance su plena adultez y se transforme en el Señor y Rey de nuestras vidas (Ef 4,15). ¡Qué gran programa para el año 2021 que ya está a las puertas! 

Carora, 27 de diciembre de 2020


Ubaldo Ramón Santana Sequera FMI

Administrador Apostólico “sede vacante” de Carora


jueves, 24 de diciembre de 2020

NAVIDAD 2020 - HOMILÍA

 


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DIÓCESIS DE CARORA

ADMINISTRADOR APOSTÓLICO SEDE VACANTE

                                            NAVIDAD 2020

                                                HOMILIA

Lecturas: Is 9, 1-3.5-6; Salmo 95; Tito 2, 11-14; Lc 2,1-14


Muy queridos hermanos en Cristo Jesús, 


Una vez más tenemos la dicha que Navidad venga a nosotros. Es sin duda alguna la fiesta más entrañable de los venezolanos. Ella toca las fibras más profundas de nuestra identidad cultural y religiosa y nos amarra los unos con los otros, como ese hilo blanco con el que atamos nuestras tradicionales hallacas.


Es verdad que para nosotros este año nos toca celebrarla en medio de la pandemia del coronavirus, una de las crisis más descomunales que haya sacudido, en los tiempos modernos, la humanidad entera, provocando millones de muertes. Y es verdad también que, para nosotros, la pandemia no ha hecho sino añadirse a la ya larga y funesta procesión de males que viene azotando y deshilachando nuestra patria.  Nos espera la inmensa tarea de volverla a tejer entre todos. Y esa así, con esta actitud que hemos de entrar en esta fiesta decembrina. Navidad es siempre Navidad, cualesquiera que sean las circunstancias de la vida. 


Es bueno recordar que el mismo Dios no le ahorro al nacimiento de su Hijo en esta tierra ninguna de las penurias que nos aquejan. Conocemos, todos, las tremendas dificultades que tuvo que afrontar la joven pareja de José y María, ya muy cercano el momento del parto. Largo y riesgoso viaje de Nazaret a Belén, búsqueda desesperada, en esa atestada población, de un alojamiento decente, parto en una gruta de animales; acomodo de una pesebrera en cuna improvisada para acostar al recién nacido; huida inesperada a Egipto para salvar la vida del niño, amenazada por la furia infanticida del rey Herodes; dura vida de migrantes refugiados en Egipto. 

Nada de eso, sin embargo, empañó la belleza de aquella noche, ni sofocó el estallido de gozo que provocó el alumbramiento de María y vino a retumbar en el corazón de unos pobres y sencillos pastores, que, aquella noche estrellada, cuidaban sus rebaños, en las cercanías. El relato evangélico de S. Lucas reporta que aquella noche se produjeron tres manifestaciones divinas en favor de esos vigilantes de la noche. Un ángel del Señor se les apareció, la gloria del Señor los envolvió con su luz; el ángel los involucró en el misterio, enviándolos al lugar del nacimiento y les dio la clave para reconocerlo. 

¡Qué misterioso y espléndido el intercambio que se produce en esos momentos! Mientras María envuelve al recién nacido, que no es otro que el Hijo de Dios hecho niño, en los pañales de la frágil y vulnerable condición carnal, unos pobres cuidadores de ovejas son envueltos con la vestimenta de la gloria de Dios y transformados en testigos privilegiados del misterio de la encarnación. 

Lo que ocurrió aquella noche con los pastores de Belén es precisamente lo que Dios quiere que acontezca con todos nosotros, que somos unos pobres y humildes pastores, sometidos y esclavizados por el poder del pecado, que no conocemos otra cosa que pasar noches y noches cuidando las ovejas de nuestra pobre condición humana. Carecemos de la fuerza y del poder necesarios para salir, por nosotros mismos, de esa descalabrada condición, para acabar con esa desgracia y conocer la gloria de la salvación. Por eso Dios Padre en su inmensa misericordia decide venir a nuestro rescate. En Jesucristo nos reviste de su gloria, nos involucra en su historia de perdón y de amor salvador y nos transforma en sus testigos y anunciadores. 

San Agustín nos ayuda a entender la transcendencia y profundidad de la gracia en la que se vieron envueltos aquella noche los pastores: “¿Qué mayor gracia pudo hacernos Dios? Teniendo un Hijo único lo hizo Hijo del hombre, para que el hijo del hombre se hiciera hijo de Dios. Busca dónde está tu mérito, busca de dónde procede, busca cuál es tu justicia: y verás que no puedes encontrar otra cosa que no sea pura gracia de Dios” (Sermón 185). 

La luz y la gracia que cambió la vida de los pastores de Belén, los envolvió en la luz de la vida divina y les llenó el corazón de inmensa alegría, están también a nuestro alcance. Está allí en un niño, envuelto en pañales, que podemos ver, que podemos tocar. Dejémonos alcanzar, tocar y trastocar por la luz y la alegría que emana de este niño. Ahí, en él está la verdad. Está la bondad. Dios es bueno y misericordioso y ha encontrado el secreto para acercarse a nosotros los hombres sin que nos asustemos, y llamarnos a ser como él: se ha vuelto un niño. ¿Quién le puede tener miedo a un niño sino gente como Herodes? ¿A quién no se le enternece el corazón ante un niño, que duerme plácidamente, recostado en su cuna? 

Así viene Dios a nosotros, en estas Navidades 2020, mis hermanos, acudamos presurosos como los pastores a dejarnos deslumbrar por el niño que yace entre pajas; abramos nuestros brazos, como Simeón, para abrazarlo, deseando con toda el alma que sea él quien nos envuelva en su abrazo divino; dejémosle entrar, con aguinaldos y parrandas, en nuestros corazones y familias, para que descubramos la esencia del amor. Dejémonos guiar por él para aprender nosotros también esos maravillosos y siempre nuevos caminos por los que nos hacemos hermanos unos de otros y nos volvemos diestros en el manejo de las herramientas de la solidaridad, del perdón, de la reconciliación y de la paz. Todavía queda mucha Navidad por delante que vivir, experimentar y compartir en Venezuela. ¡Feliz Navidad, mis hermanos! 

Carora, 24 de diciembre 2020

Ubaldo Ramón Santana Sequera FMI

Administrador Apostólico “sede vacante” de Carora


sábado, 12 de diciembre de 2020

TERCER DOMINGO DE ADVIENTO B 2020 HOMILÍA

 


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DIÓCESIS DE CARORA

ADMINISTRADOR APOSTÓLICO SEDE VACANTE


TERCER DOMINGO DE ADVIENTO B 2020

HOMILÍA

Lecturas: Is 61,1-2. 10-11; Lc 1,46-53; 1 Tess 5,16-24: Jn 1,6-8.19-28

Muy queridos hermanos y hermanas en Cristo Jesús,

Domingo Gaudete. Domingo Alégrense. Así se llama este tercer domingo de Adviento. Toma su nombre del canto litúrgico de entrada de este domingo, texto tomado de la carta de Pablo a los Filipenses: “Tengan siempre la alegría del Señor; lo repito estén alegres” (Fil 4,4). Esta insistente invitación la encontramos nuevamente en la segunda lectura: “Vivan siempre alegres”.

La alegría es una de las notas distintivas del advenimiento de los tiempos mesiánicos (Cfr. Sof 3,14-17). En la primera lectura Isaías nos presenta un misterioso servidor que, al saberse escogido por Dios para ser portador de buenas noticias para su pueblo exiliado, llevarle un mensaje de esperanza a los pobres, curar a los de corazón quebrantado, proclamar el perdón a los cautivos, la libertad a los presos, se alegra con toda el alma, se llena de júbilo en Dios.  

Cuando el ángel Gabriel se dirigió a María de Nazaret para darle a conocer su elección por parte del Altísimo para ser la madre del Mesías, empezó su anuncio con estas palabras: “Alégrate, María”. Y cuando ella se da cuenta en casa de su prima Isabel de lo que le ha acontecido, su alma estalla en un inmenso júbilo en Dios su salvador, que el evangelista Lucas recoge en el Magnificat.

La alegría brota inmediatamente del corazón de la persona cuando ha encontrado lo que su alma anhelaba. Es lo que ocurre con el hombre de la parábola narrada por Jesús, el cual, al hallar un tesoro escondido en un campo, lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, vende todas sus posesiones para comprar aquel campo y quedarse con el tesoro (Mt 13 44). Este tesoro encontrado representa nada menos que al mismo Jesucristo, el Mesías, el Señor, en quien todas las promesas mesiánicas llegan a su plenitud. El Papa Francisco inicia su Exhortación apostólica “La Alegría del Evangelio” (EG) con estas palabras: “La alegría del evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús (…) Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría” (EG 1).

La Iglesia nos enseña hoy que la alegría brota también del corazón de los creyentes, cuando, cada año, en tiempos de adviento, se acercan las festividades de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo. En cada rincón del mundo, dentro de las circunstancias más difíciles y complejas, no dejamos de reunirnos en asambleas celebrativas para renovar la certeza de que Dios sigue cumpliendo hoy sus promesas en medio de nosotros. Así lo enfatiza S. Pablo en la segunda lectura: “El que los ha llamado es fiel y cumplirá su promesa”.

Esta cercanía del advenimiento salvador queda plasmada, en el evangelio proclamado, en la figura de Juan el Bautista. Los fariseos envían una delegación al Jordán para averiguar quien es este Juan que ha logrado atraer tanta gente en su entorno, hacerse tan popular entre el pueblo sencillo y conformar en torno a sí un grupo importante de discípulos. Había en el ambiente una fuerte expectativa de que el Mesías estaba por llegar y quieren aclarar si esta nueva figura profética tiene que ver con la inminencia de ese acontecimiento.

Juan sabe perfectamente quién es él. No se deja arrastrar por su popularidad y por lo que los demás dicen de él. Él no es la luz sino un simple testigo de la luz. Él no es la palabra sino una voz de la que se vale la palabra para llamar a los hombres a la penitencia y al arrepentimiento ante la inminente llegada del Mesías. Él es simplemente un adelantado que prepara el camino por donde ha de llegar el anunciado y prometido por los profetas. Él que viene detrás de él, lo precede en todo y él no es digno ni siquiera de desabrocharle las correas de sus sandalias. 

No es fácil ceder el puesto y la guía a otro cuando se goza de tanta fama y popularidad y, más difícil aún, colaborar con esa persona para que pueda realizar su propia misión. Eso fue exactamente lo que hizo El Bautista según el testimonio del evangelista: “Al ver acercarse a Jesús, Juan dijo: Ahí está el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo…Contemplé al Espíritu que bajaba sobre él como una paloma se  posaba sobre él…Yo lo he visto y atestiguo que él es el Hijo de Dios ” (Jn 1,29-31). 

 En vez de aferrarse a lo que ya ha conseguido con tanto talento, cuando Jesús inicia su ministerio, Juan cede gustoso el puesto, se retira. El conocer hasta donde llega su misión en el proyecto de Dios y saber que la ha llevado a cabo hasta el final lo envuelve en un inmenso gozo: “Quien se lleva la novia es el novio. El amigo del novio que está escuchando se alegra de oír la voz de novio.  Por eso mi gozo es perfecto. Él debe crecer y yo disminuir” (Jn 3,29-30)

Hoy Dios sigue buscando gente como el servidor de la primera lectura, como Juan, como Pablo, que deseen ponerse a su servicio desinteresadamente para darlo a conocer. Nos encontramos en medio de una humanidad idólatra y pagana que anda dando tumbos porque carece de la luz de la fe y no sabe cómo encontrar a Dios. La búsqueda de Dios siempre renace en el corazón humano. El hombre no puede vivir sin Dios por mucho tiempo. Y si no lo encuentra lo reemplaza con ídolos y fetiches de toda clase, endiosando nuevamente la naturaleza, los animales, el sexo, el placer a todo trance, el poder y los bienes de este mundo.

Solo el encuentro con el verdadero tesoro inundará nuestro corazón de verdadera alegría. Un mensaje leído en Instagram decía algo así como: “La persona que vive constantemente de mal humor, no está viviendo conforme a su vocación”. La alegría que se anida en el corazón cuando hemos encontrado ese gran tesoro llamado Jesús y sus hermanos no es pasajera, no es una simple euforia, que exalta y deprime como una droga, es una gracia permanente, que viaja con nosotros a través de todas las etapas y circunstancias de la vida y nos sostiene en los momentos de mayor dolor y de penuria. 

Es la alegría que perdura, crece y se multiplica y que nos lleva a anunciar el Evangelio a los pobres, a aportar sanación a tantos corazones desgarrados, a colaborar con los que buscan liberarse de las adicciones, a luchar por condiciones políticas que respeten la libertad de los ciudadanos, a volvernos voluntarios para luchar contra la contaminación de las aguas y de las ciudades, a trabajar por una mejor justicia social en los programas políticos, por el crecimiento en fraternidad en el entramado de las convivencias humanas, por la expansión de valores que promuevan una vida honesta, austera y sencilla en nuestros hogares y comunidades. Por este camino, seguro que daremos en nuestra peregrinación con aquella bendita gruta donde se nos han adelantado los pastores de Belén, la mula, el buey, María y José. 

Carora, 13 de diciembre de 2020 


Ubaldo Ramón Santana Sequera FMI

Administrador Apostólico “sede vacante” de Carora


sábado, 5 de diciembre de 2020

SEGUNDO DOMINGO DE ADVIENTO B 2020 HOMILÍA

 


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DIÓCESIS DE CARORA

ADMINISTRADOR APOSTÓLICO SEDE VACANTE

SEGUNDO DOMINGO DE ADVIENTO B 2020

HOMILÍA

Lecturas: Is 40,1-5.9-11; Salmo 84; 2 Pe 3,8-14; Mc 1,1-8


Muy queridos hermanos,

El tiempo de Adviento que iniciamos el domingo pasado nos ha puesto en camino para encontrarnos personal y comunitariamente con Jesucristo nuestro Señor y Salvador. La Palabra de Dios de hoy nos quiere llevar a examinar de cerca el camino que nos toca recorrer para ese gran encuentro, con el propósito, por un lado, de renovarlo, embellecerlo la más posible y por otro, de eliminar cualquier obstáculo que impida que nosotros podamos ir hacia Jesús y él, a su vez, pueda venir hacia nosotros. 


Son muchos los obstáculos que pueden serruchar nuestro ánimo, tentarnos con desvíos o trochas engañosas, e impedir este anhelado encuentro. A todos nos toca pasar por momentos de soledad, de angustia, de incertidumbre, porque son tantos y tan seguidos los problemas que nos agobian, que nos sentimos impotentes, o tentados de tirar la toalla, o peor aún, de tomar decisiones precipitadas que resultan remedios peores que la enfermedad. Son momentos de gran tribulación que afectan tanto la vida de todo un pueblo, de una familia completa, o de cada uno de nosotros en particular. Cuando eso ocurre experimentamos una gran desolación, nos sentimos errantes, sin rumbo, dando vueltas, desorientados, en una calle ciega. 


Los textos bíblicos que acabamos de escuchar nos quieren ayudar a identificar y superar esos obstáculos a través del profeta Isaías, de Juan el Bautista, el Precursor, y del apóstol Pedro: tres grandes testigos escogidos por Dios para ser portadores y voceros de buenas noticias en medio de tantas tribulaciones.


Isaías recibe el encargo de consolarnos y animarnos, así como lo hizo con su pueblo Israel, sumido en la angustia y la desesperación del destierro, anunciándole el pronto retorno a la patria. Cuando creían que todo estaba perdido, resonó poderosa la voz de Dios, a través de su profeta, anunciando que Dios mismo, como un buen pastor, vendría en persona, a sacarlo de la opresión y de la esclavitud, conducirlo a través del desierto, y llevarlos sanos y salvos hasta la casa.


Dejémonos, queridos hermanos, consolar por el Señor, dejémosle hablarnos al corazón. Oigamos su voz que clama invitándonos a abrir, confiados en él, caminos en el desierto, acicateados por el profundo anhelo de encontrarnos con él. Bajo la guía de su sabiduría divina, acometamos juntos la empresa de rebanar montañas, de rellenar barrancos, de enderezar y allanar senderos; llenos de ánimo y de decisión de quitar de en medio todo lo que se interponga entre él y nosotros. 


Pidámosle al Señor que se introduzca en lo más profundo de nuestro corazón la certeza de su presencia misericordiosa y salvadora. Que resuenen con toda su fuerza transformadora las palabras del profeta: “Aquí está tu Dios. Aquí llega el Señor, lleno de poder, el que con su brazo lo domina todo”. Que, bajo la luz de su sabiduría divina, descubramos su presencia en la historia de nuestra vida, y caigamos en la cuenta de los obstáculos que nos toca enfrentar: la montaña, el barranco, los laberintos, los peñascos que bloquean el paso; y, abandonando toda actitud y conducta soberbia y autosuficiente, aceptemos, con humildad, dejarnos conducir dócilmente por él. 


Esta confianza, nos confirma el apóstol Pedro en su carta, ha de alejar de nosotros el miedo y el pánico, para que nuestra vida se fundamente solamente en la promesa y la seguridad del cumplimiento de sus planes, que no son de destrucción, sino de creación “de un cielo nuevo y una tierra nueva, en que habite la justicia”. El tiempo de vida que nos da el Señor, es, por consiguiente, para que nos arrepintamos de nuestros pecados, tomemos en serio nuestra vocación a la santidad, y esperemos confiados la realización completa de sus designios de salvación.


El evangelio de San Marcos, que nos acompañará a todo lo largo de este nuevo año litúrgico, nos revela desde el principio, valiéndose del texto de Isaías, que lo que él va a narrarnos es el cumplimiento, en la persona de Jesucristo, el Hijo de Dios, de todas las promesas que Dios le ha hecho al pueblo de Israel a través de los profetas. 


Y de una vez inicia ese maravilloso relato presentándonos la imponente y severa figura de Juan el Bautista, el último de los profetas, encargado de ponerle un toque final al camino de preparación y de presentarnos a Jesús, como Hijo de Dios, Mesías y Señor.  Su impresionante mensaje de conversión y penitencia, respaldado por el ejemplo de una vida austera, sencilla y humilde, basado en un bautismo de arrepentimiento, sacudió las conciencias de sus contemporáneos, despertó las esperanzas de un pueblo dormido, llamó a conversión a gente de toda condición, y abrió paso a la culminación de  la historia de la salvación. 


Acojamos, mis queridos hermanos, el testimonio de estos tres grandes servidores de Dios. Dejemos que en esta eucaristía y en este tiempo de adviento, resuene poderosa la voz del Señor en nuestros corazones. Abandonemos todo miedo y postración. Pongámonos en pie, y sin miedo alguno, dispongamos a abrir el camino que desemboca en Dios. Ese camino hay que crearlo. Como bien proclama el poeta Antonio Machado: Caminante no hay camino, se hace camino al andar. Vayamos animosos, todos juntos, llenos de esperanza, al encuentro del Señor. Como nos exhorta Pedro, pongamos todo nuestro empeño en que el Señor nos halle en paz con él, sin mancha ni reproche.


Dejémonos enseñar por Dios y por sus enviados y testigos. Esta es la sabiduría celestial que necesitamos. Saber aprender de Dios, saber aprender de la vida, saber aprender y re-aprender de los acontecimientos en los que nos vemos envueltos, saber aprender de nuestros mismos errores, saber aprender de los niños y de las personas pobres y sencillas con los cuales convivimos. Ese es el camino que nos preparará a vivir la verdadera navidad, la navidad del Belén, del pesebre, de los pastores, la Navidad de José y de María. Que los adornos nunca nos alejen ni distraigan de la esencia de la Navidad de nuestro Señor. 


Que por nuestra participación en esta santa eucaristía dominical de adviento, como buenos discípulos de Jesús, y miembros de su santa Iglesia, valoremos sabiamente las cosas de la tierra y nos valgamos de ellas, para que nuestro corazón se centre y repose en el mismo Dios del cielo. Amén.


Carora, 6 de diciembre de 2020



Ubaldo Ramón Santana Sequera FMI

Administrador Apostólico “sede vacante” de Carora


domingo, 29 de noviembre de 2020

PRIMER DOMINGO DE ADVIENTO B 2020 HOMILÍA

 


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DIÓCESIS DE CARORA

ADMINISTRADOR APOSTÓLICO SEDE VACANTE


PRIMER DOMINGO DE ADVIENTO B 2020

HOMILIA

Lecturas: Is 63,16-17.19;64,2-7; Sal 79; 1 Co 1,3-9; Mc 13,33-37


Muy amados hermanos,

Hoy iniciamos un nuevo tiempo litúrgico: el tiempo de Adviento.  Son cuatro domingos que anuncian y celebran las dos venidas de Jesucristo. La primera que tuvo lugar en el seno virginal de María y luego en Belén. La segunda acontecerá, tal como lo profesamos en nuestro Credo, cuando ese mismo Hijo de Dios de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin. 

Este tiempo litúrgico nos impulsa a celebrar y vivir un doble dinamismo espiritual. Los dos primeros domingos orientan nuestra mirada hacia la parusía, el retorno glorioso de Jesús al final de los tiempos, y el encuentro definitivo con Dios. Al mostrarnos el futuro y señalarnos la meta final de la peregrinación humana, acicatean nuestra esperanza y le dan a nuestro vivir un talante típicamente cristiano. Los dos últimos, en cambio, nos preparan de manera más inmediata a la celebración memorial de la primera venida, en carne y fragilidad, con la gran fiesta de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo.

Ambos momentos están estrechamente unidos. Si miramos hacia atrás, si cada año celebramos los acontecimientos de la Encarnación del Hijo de Dios, acaecidos hace más de dos mil años, no es para darle vueltas indefinidas a la noria del tiempo, ni para reproducir pasivamente lo que hicimos en años anteriores, ni para alimentar sentimientos nostálgicos. Si rememoramos y celebramos esos acontecimientos iniciales es para asimilarlos más profundamente, hacerlos más nuestros, vivir más en el presente, enfrentar sus retos y exigencias con creciente libertad, lucidez, consciencia y creatividad; y, con la fuerza que nos comunica esta celebración, caminar con firmeza y convicción hacia la meta final junto con nuestros hermanos.

Así desde, el comienzo del año litúrgico, los cristianos que nos congregamos en estas celebraciones alrededor de la Palabra y de la Eucaristía, caemos en la cuenta de que la vida cristiana es vida, camino, historia, dinamismo. Lejos estamos de una religión paralizante, estática, sin fuelle.  Este doble dinamismo queda plasmado en la corona de adviento, con cada uno de sus símbolos: la corona del Reino de Dios, las ramas verdes de la esperanza, las llamas de la vida vivida en el servicio y la caridad que brotan de las cuatro velas con sus llamativos colores, el velón blanco en el centro que nos remite al cirio pascual, a Cristo Jesús, alfa y omega, principio y fin de todo.

En el evangelio de hoy, por tres veces, Jesús nos advierte que es menester mantenernos en vela, alerta y preparados, porque no sabemos el día ni la hora de su llegada. Para que lo entendamos mejor se vale de la comparación de un hombre que sale de viaje y deja su casa al cuidado de sus servidores, y le pide al portero que esté velando para que, cuando él regrese, cualquiera sea la hora, le abra y los encuentre a todos en pleno y responsable cumplimiento de sus servicios, y no dominados por el sueño o el amodorramiento. 

La primera pista para lograr esa vigilancia y no dormirnos, la encontramos en el texto del profeta Isaías y el salmo responsorial. Todos llegamos en algún momento a vernos tan aprisionados en nuestros vicios y pasiones y tan empantanados en nuestros pecados, que brota de lo más hondo de nuestro corazón un grito de auxilio, pidiéndole a Dios Padre se haga presente en nuestras vidas y nos salve. “¡Ojalá rasgaras los cielos y bajaras, estremeciendo las montañas con tu presencia!”. Hagamos nuestro el grito desesperado de los salmistas: “¡Señor, ven en nuestro auxilio! ¡Señor, date prisa en socorrernos!”. 

Mantenernos alerta y en vigilancia no es otra cosa que caer en la cuenta de que Dios nuestro Padre y Redentor nos ama y, por medio de su hijo Jesús, nos ha colmado de dones. En la comparación utilizada por Jesús, el dueño, al irse, deja nada menos que su casa bajo el cuidado de sus servidores, con todo lo que esa casa tiene dentro: su familia, sus bienes, todo su patrimonio. Esa casa que el Señor deja a nuestro cuidado es el mundo, es la Iglesia, nuestra comunidad cristiana. Sigamos la recomendación que nos da San Pablo en la segunda lectura y valgámonos de esos dones divinos en favor del cuidado amoroso de todo lo que el Señor nos ha encomendado. 

Mientras esperamos la manifestación definitiva del Señor Jesús en la gloria, no tenemos pues ninguna excusa para permanecer ociosos, adormilados, inermes. Todos los ejemplos que el Señor Jesús nos da en los evangelios cuando habla del advenimiento del Reino de su Padre Dios entre nosotros, y cómo él quiere enrolarnos para que lo acompañemos, son ejemplos de gente trabajadora y activa: pescadores, amas de casa, buscadoras de agua, sembradores, servidoras, vendimiadores, administradores.  

La vigilancia que nos pide el Señor es pues el ejercicio activo de la virtud de la esperanza. Así la resume el autor de la Carta a los Hebreos: “Mantengamos sin desviaciones la confesión de nuestra esperanza, porque aquel que ha hecho la promesa es fiel. Ayudémonos los unos a los otros para incitarnos al amor y a las buenas obras” (He 10,23-24). Pongamos todos esos dones al servicio de los unos y de los otros. Cuidémonos unos a otros. Velemos por el bien común. 

Somos miembros de un pueblo que camina, que sabe hacia dónde va, qué meta quiere alcanzar y, mientras se dirige a la consumación de todo, no se entretiene en cualquier cosa, no mata el tiempo con el programa que le  ofrece la alienante civilización del entretenimiento, del placer y del consumo,  sino que se entrega, bajo el soplo poderoso del  Espíritu Santo, a sembrar semillas de Reino de Dios, a pregonar testimonialmente el  Evangelio de Jesús, a fermentar todas las realidades humanas, desde las más dolorosas y aflictivas hasta las más exuberantes y bellas, con el amor crucificado y resucitado de Jesucristo.

Adviento 2020 nos ofrece nuevamente la oportunidad de enfrentar las dificultades y tribulaciones de esta pandemia, así como la grave crisis que azota nuestro país con la audacia de la fe y la plena confianza en Dios. Si lo vivimos en dimensión de servicio y de amor, unidos en fraternidad, la vida deja de ser aburrida, de ser una amenaza que aplasta y aniquila, y se transforma en una asombrosa aventura de salvación, que nos mantendrá a todos siempre despiertos y activos, metidos de llenos, arados en mano, en los campos donde se fragua el advenimiento del Reino de Dios entre nosotros. 

Carora 29 de noviembre de 2020


+Ubaldo R Santana Sequera FMI

Arzobispo emérito de Maracaibo

Administrador apostólico sede vacante de Carora


domingo, 22 de noviembre de 2020

SOLEMNIDAD DE CRISTO REY - 2020 - HOMILIA - CICLO A

 


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DIÓCESIS DE CARORA

ADMINISTRADOR APOSTÓLICO SEDE VACANTE


SOLEMNIDAD DE CRISTO REY A 2020

HOMILIA

Lecturas: Ez 34,11-12.15-17; Sal 22; a Co 15,20-26.28; Mt 25,31-46


Muy queridos hermanos y hermanas,

Hoy celebramos jubilosos y esperanzados a Cristo Rey del universo. Con esta fiesta concluye el año litúrgico y, con él, la lectura del evangelio según S. Mateo. Un evangelio que, en sus cinco bloques de discursos, se propuso, desde el principio, darnos a conocer las enseñanzas de Jesucristo sobre el Reino de los cielos. Este Reino manifestado e implantado por Jesús pone fin a la esclavitud del pecado y libera definitivamente a la humanidad cautiva en  las tinieblas y las sombras de la muerte, bajo el dominio de Satanás. Un Reino ofrecido a la humanidad entera, pero con particular predilección, como lo enuncia Jesús en sus bienaventuranzas, a los pobres, a los afligidos, a los misericordiosos, a los hambrientos y sedientos de justicia, a los perseguidos, a los constructores de paz. 

La Iglesia, al finalizar este año, nos invita a congregarnos todos en torno a Jesús para proclamarlo como nuestro Señor y nuestro Rey; para manifestarle nuestro determinado propósito y ardiente deseo de colocarnos bajo las banderas de su Reino, de pertenecer a él, como miembros del nuevo pueblo de Dios, adquirido por su preciosa sangre, y ponernos en marcha junto con él, a su lado, detrás de él, hacia la casa del Padre, la nueva y definitiva tierra prometida.  

Este fin de año, al calor de esta fiesta recapitulativa, es también el domingo apropiado para manifestar, juntos, nuestro compromiso de trabajar ardorosamente, dentro de nuestra Iglesia, para que este Reino de libertad y de gracia, de santidad y de vida, de justicia, de paz, de verdad en el amor, se implante, primero dentro de cada uno de nosotros y luego, desde nosotros y con nosotros, se vaya irradiando, por la fuerza del Espíritu Santo, hacia todos los ambientes y realidades de este mundo  y penetrando en todos los corazones destrozados y afligidos de esta doliente humanidad.  

Para colocarnos a las órdenes de nuestro Rey y formar parte de los que siembran las semillas de su Reino, es menester que lo hayamos dejado entrar primero en nuestras vidas y lo estemos dejando actuar dentro de ella para liberarnos de las esclavitudes y pecados que aún nos atan y nos impiden ser libres. ¿Cuánto ha entrado este Reino dentro de nuestras vidas? ¿De qué manera está reinando Jesús en nuestros proyectos de vida? ¿Reina él o reinan aún nuestras pasiones desordenadas, nuestros vicios inveterados, nuestras malicias contaminadoras?

Sabremos que el Reino de Dios rige en nosotros si todas nuestras relaciones interpersonales, familiares, culturales y sociales llevan su inconfundible marca. Los invito pues a que contemplemos con serenidad y atención cómo conquistó Jesús ese reinado y cómo lo ejerce, para replicarlo en esos ámbitos dentro de los cuales se desenvuelven nuestras existencias. 

El Rey Mesías es un rey pastor que asegura el cuidado y la protección de sus ovejas. Jesús utiliza el poder que su Padre le ha dado al resucitarlo de entre los muertos, como un poder de servicio, de entrega de sí mismo y predilección por los pobres. Jesús empezó la proclamación del Reino de su Padre con las bienaventuranzas, luego lo reveló con gestos y acciones llenos de compasión, de perdón, de misericordia hacia todas las clases de menesterosos que fue encontrando en su camino. Finalmente coronó su misión de amor y bondad entregando su vida en la cruz y derramando su sangre por toda la humanidad.  

Con la parábola del Juicio final que hemos escuchado, Jesús quiere dejar bien claro, para todos sus discípulos, que será sobre este criterio de cuidado y atención a los más débiles y necesitados que se establecerá, al final de los tiempos, no solo el juicio de sus discípulos y seguidores, de los soberanos y gobernantes del mundo, sino también sin excepción alguna de todo ser mortal. No será Jesús ese día nuestro juez. El Señor no es juez, es el salvador, el redentor, el defensor. Seremos nosotros mismos quienes con nuestra conducta a lo largo de la vida, nos constituiremos en nuestros propios jueces y sabremos de que lado nos tendremos que ubicar, si del lado de los benditos herederos del Reino o del lado de los que yacen para siempre en oscuridad y tinieblas. 

El criterio determinante para saber si hemos trabajado para el advenimiento de este reino en nuestras vidas y en el mundo está claramente expuesto en las palabras que el Rey dirige a los de su derecha: “Vengan, benditos de mi Padre, tomen posesión del Reino preparado para ustedes desde la creación del mundo; porque estuve hambriento y me dieron de comer, sediento y me dieron de beber, era forastero y me hospedaron, estuve desnudo y me vistieron, enfermo y me visitaron, encarcelado y fueron a verme”. 

La misericordia, el amor compasivo, la caridad incesante para atender todas las formas de necesidad que existen en este mundo, es la clave definitiva que abre la puerta del Reino. Esa es la certeza, esa es nuestra profesión de fe. Ya desde ahora, desde que entramos en este mundo, se ha abierto delante de nosotros la posibilidad de decidir nuestro futuro y nuestra eternidad: con Dios y con los hermanos o sin Dios y sin hermanos. Lo que se desplegará sin límite alguno al final de todo, ya está en marcha en medio de nosotros. 

¿Quieres saber de qué lado vas a quedar en el juicio final, si del lado de los elegidos o del lado de los reprobados? La respuesta está contenida en el evangelio de hoy, mis queridos hermanos. Para que el Señor nuestro Rey nos reciba a su lado el día final, es menester que en esta tierra, durante mi vida nosotros lo hayamos apacentado a él, cuidado a él, defendido a él, en las personas de los hambrientos, de los sedientos, de los encarcelados, de los enfermos, de los migrantes y refugiados, de los vulnerables, de los débiles. 

Nos toca reproducir en nuestra escala, en nuestro tiempo, en nuestros ámbitos de vida, la conducta que tuvo el pastor hacia sus ovejas tal como la describen los profetas Isaías, Jeremías y Ezequiel. ¿Qué recalcan estos profetas? Que Dios Pastor se hizo cargo personalmente de sus ovejas, se las arrebató de las manos a los malos postores-gobernantes y él mismo las buscó, las reunió, las alimentó, las curó y las apacentó. 

Así se comportó el Señor Jesús, como un buen pastor, con todos los que fue encontrando en su camino, mientras vivió entre los hombres. No solo atendió ocasionalmente a los que fue encontrando sino quiso darle ese sentido a toda su misión. Vino a este mundo para rescatar a toda la humanidad, quiso cargar sobre sí nuestras iniquidades, dio su vida en la cruz derramo su sangre preciosa, no solo para para arrancarnos de las garras del demonio, del pecado y de la muerte, sino para reunir en la unidad a los hijos de Dios que estaban dispersos.

Cuando terminó de contar la parábola del buen samaritano que se detuvo al ver al hombre herido, tirado a la vera del camino, se bajó de su cabalgadura, se acercó hasta donde estaba el herido, lo curó, lo vendó, lo montó en su cabalgadura, lo llevó a una posada y le pagó el mesonero para que lo atendiera en todo lo que necesitara hasta su plena sanación, le dijo a su interlocutor: “haz tu lo mismo y vivirás”. 

Jesús no solo nos trajo el Reino de Dios, sino que él mismo se transformó en camino de ese Reino para que no nos extraviáramos y llegáramos con él a la meta. ¡Qué grande será nuestra dicha, queridos hermanos, cuando el Señor nuestro Rey se dirija a ti, a mí y nos diga: ¡Tu, ven, acércate y toma posesión del Reino que mi Padre Dios tiene preparado para ti, desde la creación del mundo!”. Vivamos pues, en amor y fidelidad, cada día de esta vida, bajo el reinado de Cristo nuestro Rey; dejémonos cuidar y pastorear por ese siervo pastor, para que ese momento se produzca y gocemos de lo que tanto hemos anhelado y deseado y que el Señor en su infinita misericordia ese día nos otorgará.   

Carora 22 de noviembre de 2020



Ubaldo Ramón Santana Sequera FMI

Administrador Apostólico “sede plena” de Carora