domingo, 20 de mayo de 2018

SOLEMNIDAD DE PENTECOSTES B 2018

SOLEMNIDAD DE PENTECOSTES B 2018
Lecturas: Hech 2,1-11; Salmo 103; 1 Co 12,3-7.12-13; Jn 20,19-23
“Habían sido ya cumplidos los designios de Dios sobre la tierra; pero era del todo necesario que fuéramos hechos partícipes de la naturaleza divina de aquel que es la Palabra, esto es, que nuestra vida anterior fuera transformada en otra diversa, empezando así para nosotros un nuevo modo de vida según Dios, lo cual no podía realizarse más que por la comunicación del Espíritu Santo. Y el tiempo más indicado para que el Espíritu fuera enviado sobre nosotros era el de la partida de Cristo, nuestro Salvador” (S. Cirilo de Alejandría).
Mis queridos hermanos,
Pentecostés es la fiesta del Espíritu Santo. Jesús se lo había prometido a sus discípulos cuando les anuncio su salida temporal de este mundo. Les había pedido que permanecieran en oración en torno a su madre María, en espera orante del cumplimiento de esa promesa. Hoy festejamos el cumplimiento de esa promesa. El Libro de los Hechos nos narra que todos estaban reunidos en el cenáculo, concentrados en oración, cuando se produjo su llegada. Primero se produjo un ruido potente parecido a un viento impetuoso. Luego aparecieron lenguas como de fuego que se posaron sobre cada uno de los presentes. Comenzaron entonces a hablar en diferentes idiomas. ¡Estaba llegando el Espíritu Santo para quedarse definitivamente con la humanidad entera!
Así lo da a entender San Lucas al comentar, en los versículos siguientes, que la multitud de gente que se aglomeró en torno al lugar, procedentes de todas las naciones del mundo, se quedaron asombrados al oír hablar a esos galileos en sus propios idiomas proclamando las grandezas de Dios. El acontecimiento provoca admiración, perplejidad y sobre todo apertura de corazón. Todo esto ocurrió, cincuenta días después de la Pascua.
Pentecostés es el nombre de una de las más importantes fiestas judías, conocida también con el nombre de la fiesta de las semanas, dedicada a recordar la estancia del pueblo de Israel en el monte Sinaí (Dt 16,9-10). El Libro del Éxodo (Ex 19) describe cómo con gran despliegue de estruendo y fuego, Dios se hizo presente y selló una alianza con las doce tribus y les entregó la Ley, para hacer de ellas el pueblo de Dios. Esta fiesta judía quedó como una figura profética que ahora llega a su complimiento.
Hoy, como en aquel entonces, Dios se hace presente, en medio del estruendo y del fuego, y constituye un nuevo pueblo, que no está constituido solo por 12 tribus, sino por todas las naciones de la tierra. El nuevo vínculo que los une no será una ley escrita sobre tablas, sino el Espíritu Santo, que habitará en los corazones de cada creyente. Si los judíos, en el primer Pentecostés, celebran la fiesta de la alianza, los cristianos, reunidos en el cenáculo, celebran la nueva y definitiva alianza, sellada con el Espíritu en lo hondo del corazón humano, tal como lo había profetizado Jeremías (Jer 31,31-35).
Si en la torre de Babel (Gen 11,5-9), se produjo la dispersión de la humanidad por la confusión de las lenguas y el orgullo humano, ahora es el Espíritu, la tercera persona de la Trinidad, quien llevará adelante la reunificación de la humanidad, de la cual la Iglesia es un sacramento.  Así la presenta el Concilio Vaticano II: “La Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (Constitución Lumen Gentium No 1). Desde entonces, la gran misión de la Iglesia en este mundo, es la comunión, siguiendo el modelo de la misma Santísima Trinidad, tres personas en un solo Dios, unidas indisolublemente por el vínculo del amor mutuo.
Jesús le había dicho también a los suyos, antes de ascender a los cielos, que el Gran Don de Dios, es decir el Espíritu Santo, vendría sobre ellos y recibirían su fuerza “para ser sus testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines de la tierra” (Hech 1,8). Es por eso que, desde el mismo momento en que el Espíritu irrumpe sobre ellos, salen a la calle y empiezan a proclamar sin miedo, a Jesucristo y su Buena Nueva de salvación.
Esta sigue siendo la misión de la Iglesia: dar testimonio de unidad, de comunión, de fraternidad. El Espíritu Santo es el gran Maestro, la gran herramienta con la cuenta la Iglesia y los cristianos para llevar a cabo ese mandato. Ya no será solo Jesús el poseedor del Espíritu, ni solo los apóstoles, ni solo algunos cristianos. Ahora serán todos los vivientes de este planeta los que podrán recibirlo. Es la primera gran afirmación que hace Pedro inmediatamente después de recibir el don del Espíritu, citando la profecía del profeta Joel: “Sucederá en el final de los tiempos que derramaré mis Espíritu sobre todos los vivientes” (Jl 3,1-5).
Y la gran fuerza unificadora de la humanidad que nos comunica a todos el Espíritu es el amor. “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5,8). Se inicia una nueva humanidad, regida por el amor de Cristo comunicado por el Espíritu Santo, en lugar de la vieja humanidad de Adán, de Caín y de sus descendientes, una humanidad de hombres y mujeres iguales en dignidad, un nuevo pueblo, que tiene a Cristo por cabeza, integrado por hijos e hijas de Dios, iguales en dignidad, y en cuyo corazón habita el Espíritu Santo. Su ley fundamental: el nuevo mandato de amar como el mismo Cristo nos amó (Jn 13,34). Su misión última: dilatar más y más el Reino de Dios en este mundo, ya iniciado por el mismo Dios en la tierra. Su fuerza y motivación primordial: la esperanza de llegar a la consumación cuando Cristo se manifieste y recapitule toda la creación y la humanidad y la coloque a los pies de su Padre y así esté El todo en todos (Cfr LG 9b y 1 Co 15,26-28).
A todos los cristianos, miembros de la Iglesia, nos toca, por consiguiente, por un lado, luchar arduamente para erradicar de este mundo toda clase de discriminaciones, exclusiones, esclavitudes, para que, como dice Pablo “no haya distinción entre judío y griego, entre esclavo y libre, entre varón y mujer, sino que seamos todos uno en Cristo Jesús” (Gal3,38).  Y por otro, proponer modelos de familia, de comunidad, de asociaciones pequeñas, medianas y grandes, en todos los campos, donde se viva a fondo la reconciliación, el encuentro, el entendimiento, la integración, la fraternidad, la vida comunitaria. Acabar con la civilización del hombre lobo del hombre y edificar la civilización de la fraternidad universal.
Todo eso es posible, solo si llevamos dentro de nosotros la fuerza del Espíritu. ¡Es grande el vacío del hombre si Él nos falta por dentro! (Cfr. Secuencia de la misa de hoy). Sólo Él nos puede llevar a la verdad completa y abrir nuestras inteligencias al sentido profundo de las Escrituras. Sólo Él nos puede llevar a la fe en la presencia de Jesús en la hostia consagrada y en el hermano pobre y desamparado. Sólo Él puede arrancar nuestro corazón cainítico e injertar en nosotros el corazón palpitante de Jesús, para dar nuestras vidas por el bien del prójimo.
Sólo Él nos comunica la fuerza para enfrentar victoriosamente las asechanzas del Maligno y vencer sus tentaciones. Sólo Él, “en una humanidad dividida por las enemistades y las discordias (…) hace posible que los enemigos vuelvan a la amistad, los adversarios se den la mano, y los pueblos busquen la unión”. Solo Él con su acción eficaz consigue que las luchas entre hermanos se apacigüen, crezca el deseo de la verdadera paz, basada en la justicia; “que el perdón venza al odio y la indulgencia a la venganza” (Cfr. Plegaria eucarística de la reconciliación II). Sólo con Él es posible superar la civilización egolátrica y materialista y construir una nueva humanidad basada en el servicio y la amistad entre los pueblos.
Todos, mis queridos hermanos, necesitamos pedir este Don del Espíritu Santo para tener el empuje y el entusiasmo necesarios para ser, en Cristo Jesús, testigos de la vida y de la fraternidad verdaderas y poder trabajar activamente en la transformación integral de Venezuela en la casa común de una sola familia donde vivamos como hermanos con las puertas abiertas al mundo entero.
¡Ven, Espíritu Santo! renueva los corazones de nosotros tus fieles y ¡enciende en nuestros corazones el fuego de tu amor!
Maracaibo, 20 de mayo de 2018
+Ubaldo R Santana Sequera FMI
Arzobispo de Maracaibo

domingo, 13 de mayo de 2018

SOLEMNIDAD DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR 2018 DÍA DE LA MADRE


Y es que en realidad fue motivo de una inmensa e inefable alegría el hecho de que la naturaleza humana, en presencia de una santa multitud, ascendiera por encima de la dignidad de todas las creaturas celestiales, para ser elevada más allá de todos los ángeles, por encima de los mismos arcángeles, sin que ningún grado de elevación pudiera dar la medida de su exaltación, hasta ser recibida junto al Padre, entronizada y asociada a la gloria de aquel con cuya naturaleza divina se había unido en la persona del Hijo (S. León Magno).
Muy amados hermanos en nuestro Señor Jesucristo,
¡Felicitaciones a todas las madres en su día! La cincuentena pascual concluye con dos grandes fiestas: la Ascensión del Señor a los cielos y la venida del Espíritu Santo. Los dos acontecimientos están estrechamente ligados. En el coloquio después de la última cena, Jesús les había dicho a sus discípulos que era menester que él se fuera para que les pudiera enviar el Espíritu Santo (Jn. 16,7).
Celebramos hoy la primera de ellas. La Ascensión marca el final del ministerio terrestre de Jesús. “Salí del Padre y vine al mundo; ahora dejo al mundo y voy al Padre” (Jn 16, 28). Jesús llegó solo. Ahora regresa a la casa con su divinidad y su cuerpo glorioso. Con él es toda la humanidad la que vuelve definitivamente a la casa, el paraíso, de donde había sido expulsada tras el pecado de los primeros padres (Gen. 3,24).
Pablo anuncia a los efesios con entusiasmo desbordante este acontecimiento: “Pero, Dios, rico en misericordia, y por el inmenso amor con el que nos amó, aunque estábamos muertos por nuestros delitos, nos ha hecho revivir en Cristo. ¡Gratuitamente hemos sido salvados! Dios nos resucitó con Cristo Jesús y nos hizo sentar con él en el cielo”. (Ef 2,4-6). Ya estamos introducidos en la casa del Padre, como hijos adoptivos del Padre, hermanos unos de otros y coherederos del Reino de los cielos. Una larga caravana de retorno se ha iniciado que se prolongará a través del tiempo hasta la Parusía. 
La partida de Jesús a la derecha de su Padre, marca también el nacimiento de la Iglesia y su envío en misión. Nos encontramos en el tiempo de la Iglesia, del testimonio discipular y de la misión a realizar en nombre de Jesús. En la liturgia de la Palabra de hoy tenemos dos relatos de la Ascensión: uno de S. Lucas, en la primera lectura, y otro de S. Marcos en el evangelio.
El relato de Lucas se encuentra al inicio del libro de los Hechos de los apóstoles. Lucas le presenta a Teófilo, un lector imaginario que significa amigo de Dios, el mismo a quien le dirigió el evangelio, las claves de todo el libro. Después de recordarle el contenido del evangelio, inicia esta nueva etapa de la historia de la salvación con la ascensión de Jesús a los cielos y las últimas consignas entregadas a los discípulos.  Les hace una promesa: el bautismo con el Espíritu Santo, que va asociada a un don: “cuando el Espíritu Santo descienda sobre ustedes, recibirán fuerza para ser mis testigos”. Y concluye abriendo el horizonte universal de la misión: empezando por Jerusalén han de llegar hasta los confines del mundo.
Dios ama la humanidad y quiere que la salvación llegue a todos. Los discípulos de su Hijo han de llevar ese mismo amor y ese mismo empuje dentro del corazón. Por eso la misión no puede ser sino universal. Así aparece en el evangelio de hoy en el que podemos descubrir tres momentos. A pesar de su pesada incredulidad para aceptar la realidad de la resurrección, Jesús les hace confianza y envía a los Once como heraldos suyos al mundo para que proclamen el evangelio a todas las criaturas, la necesidad de la fe y del bautismo y los signos que permitirán reconocer la eficacia de la acción evangelizadora. Luego, en un solo versículo narra la ascensión del Señor junto a su Padre en el cielo; finalmente el cumplimiento del envío por parte de los discípulos asistidos por una nueva presencia de Jesús en sus vidas, que sabemos por Lucas que es el Espíritu Santo.
La fiesta de la Ascensión nos revela, queridos hermanos, que una nueva fuerza expansiva de salvación está en marcha. Es una fuerza indetenible, propulsada por el Espíritu Santo, que no conoce límites. La misión que está en marcha en este momento de la historia de la salvación es la del Espíritu Santo. Él tiene sus propios caminos y su modo de llevar a cabo la salvación universal. Pero Jesús ha querido asociar la Iglesia a su misión de manera especial, como gran signo de su salvación. A la Iglesia le corresponde ser signo sacramental de la voluntad salvífica universal de Dios en el mundo. Los que formamos parte de ella, sabemos que hemos recibido sin duda esta misión desde nuestro mismo bautismo y nos toca asumir la parte que nos corresponde.
¿En qué consiste esa misión? Oigamos la enseñanza del Concilio Vaticano II: “Predicando el evangelio la Iglesia atrae a los oyentes a la fe, y a la confesión de la fe, los prepara al bautismo, los libra de la servidumbre del error, y los incorpora a Cristo para que por la caridad crezcan en El hasta la plenitud. Con su trabajo consigue que todo lo bueno que se encuentra sembrado en el corazón y en la mente de los hombres y en los ritos y culturas de estos pueblos, no solo no desaparezca, sino que se purifique, se eleve y perfeccione para la gloria de Dios, la confusión del demonio y felicidad del hombre. La responsabilidad de diseminar la fe incumbe a todo discípulo de Cristo en su parte.” (LG 17)
No es tiempo pues de quedarse parados como los discípulos, mirando al cielo. Como dice San Juan Pablo II, la misión acaba apenas de empezar. Aún queda mucho mundo sin conocer el mensaje de Jesús.  Es tiempo de ir, de salir, de moverse. El peligro de nosotros los católicos, y de otras confesiones religiosas, es el de quedarnos encerrados dentro de nuestros templos y organizaciones selectas y de olvidarnos que la misión está afuera, en la calle, en las periferias, en los laboratorios, en los medios de comunicación social. El Papa Francisco nos urge a llevar la Buena Noticia del Evangelio a las periferias, a las nuevas culturas, a las innumerables pobrezas que surgen en el planeta. Nuestra civilización moderna corre el grave peligro de materializarse y nosotros el de encerramos dentro de nuestros linderos de comodidad espiritual. Unos mirando al cielo y otros pegados a este suelo.
El mundo entero necesita conocer el amor de Dios revelado en Jesucristo. ¿Cuáles son los signos que han de ir autenticando nuestra misión? Hemos de proclamar la Buena Nueva en el mundo de la racionalidad ilustrada para que los avances de la ciencia y de la tecnología se coloquen al servicio del crecimiento en dignidad de todos los hombres y de todo el hombre, en su integralidad trascendente, empezando por los más pobres. Se ha proclamar en los infiernos humanos donde el demonio sigue aun campeando como gran señor. El infierno de la exaltación del poder abusivo y opresor, que siembra millones de muertes a su paso, a través del aborto, de la eutanasia, de la trata de niños y mujeres, del comercio de órganos, de la industria armamentista, del terrorismo nacionalista radical, del libertinaje sexual y la permisividad de la lujuria. Hemos de llegar hasta donde yacen millones de enfermos postrados con toda clase de enfermedades físicas, morales y mentales. El evangelio del amor y de la solidaridad ha de llegar a los millones de seres humanos totalmente abandonados, sin amor, sin reconocimiento de su dignidad, condenados a morir de hambre, de sed, de analfabetismo político y religioso, víctimas de toda clase de epidemias y pandemias.
Miles, millones de hombres, están esperando ansiosos de saber que son “Teófilos”, los amigos de Dios, dignos destinatarios de la Buena Nueva traída por Jesucristo a este mundo. A partir de la Ascensión, la Iglesia ha entendido que se le confía difundir lo que Jesús es, enseñó y hizo por las ciudades, aldeas y pueblos de su tiempo. Él lo hizo con pasión y dinamismo. Con entrañas de misericordia y un fuego ardiente en el corazón. Cada uno de nosotros está llamado a prolongar y hacer realidad ese fuego, esa pasión de amor, esa salvación.
Es cierto que no siempre hemos sido consecuentes con este envío. Nos hemos quedado dormidos. Peor aún lo hemos traicionado. Estamos abandonando espacios que han pasado a ocupar, como dice el Papa Francisco en el mensaje de este año para la jornada Mundial de la Comunicación social, toda clase de fake-news, de falsas noticias. Pero el Señor, mantiene su compromiso, nos sigue comunicando su Espíritu para que recobremos nuestras fuerzas testimoniales y nos lancemos con ganas al ruedo evangelizador. No hay mayor dicha para un cristiano y diría para un ser humano que ser y hacerse portador de una persona como Jesucristo y de difundir su mensaje por doquier. Muchos lo han hecho y otros muchos lo están realizando en el día de hoy. Hoy nos toca a nosotros.  Que esta santa eucaristía nos haga fuertes en la fe, animosos en la esperanza y fogosos en la caridad para llevar este evangelio de vida a tantos venezolanos y hermanos del mundo que lo están esperando.
Maracaibo 13 de mayo de 2018

+Ubaldo R Santana Sequera FMI
Arzobispo de Maracaibo

domingo, 6 de mayo de 2018

SEXTO DOMINGO DE PASCUA CICLO B 2018 JESUCRISTO Y LA BOMBA A

SEXTO DOMINGO DE PASCUA CICLO B 2018
JESUCRISTO Y LA BOMBA A

Muy amados hermanos,

El pasaje evangélico de hoy es continuación del texto proclamado el domingo pasado. Siguen resonando algunas palabras claves ya meditadas, permanecer, dar fruto, ser discípulos, pero ahora emerge con fuerte insistencia, repercutida a su vez en la segunda lectura, la revelación del amor entre el Padre y el Hijo, entre el Hijo y sus discípulos, entre los mismos discípulos de Jesús y entre los discípulos y el resto de la humanidad.

Jesús había anunciado al inicio del capítulo 13, que había llegado la hora del retorno definitivo de la humanidad a su redil original, la casa del Padre.  Como único y verdadero Gran Pastor, él va a ir delante para indicarles la ruta. En el largo coloquio, después de la cena eucarística, del cual estamos leyendo una parte en el evangelio de hoy, les va a indicar cuáles son las posturas claves que él va a asumir para unir ese rebaño y conducirlo de nuevo al paraíso perdido (Cf. Jn 14,6).

Será una obra de amor extremo (13,1); un servicio hecho con la humildad y sencillez con la que un esclavo lava los pies de los huéspedes de su amo (vv2-17). Será una entrega amorosa de su vida, hecha con libertad y alegría (15,13). La realizaría en estrecha e íntima unión con su Padre, para cumplir su voluntad y realizar plenamente su designio de salvación (14,8-11;15,9-11). Esas mismas posturas y actitudes claves han de ser asumidas por los que estén dispuestos a trabajar con él en la unificación del género humano (13,16).  

Sus discípulos han de ser personas dispuestas a servirse los unos a los otros, a lavarse los pies, con sencillez y humildad, abandonando toda pretensión de superioridad, de privilegios y de búsqueda de honores. Han sido elegidos por él para reunir a la humanidad en un solo rebaño. Para ello necesitan comprometerse en cumplir el mandamiento del amor mutuo que él les va a dejar como identificativo: “Ámense unos a otros como yo los he amado. Todos reconocerán en ello que son mis discípulos” (Jn 13,34).

El amor mutuo no es un mandato solo para sus discípulos. Es el único camino de salvación que tiene la humanidad. Para eso lo envió su Padre a este mundo y se hizo uno de nosotros (Cf Jn 1,14 y 3,16). Bien claro lo dijo el apóstol Pedro en una de sus comparecencias ante el Senado judío: “En ningún otro hay salvación, y en todo el mundo no se le ha dado a la humanidad otro Nombre por el cual podamos salvarnos” (Hech. 4,13). En la primera lectura se nos narra la elección de Pedro para entrar en la casa de un pagano y anunciarle el evangelio a su familia. La gran y única razón de ser del cristianismo y del cristiano en este mundo, es esa: anunciar y hacer presente el amor de Dios por la humanidad manifestado en su Hijo Jesús en todas las casas de la civilización humana.

Cristo Jesús nos habilita para esa misión derramando en nuestros corazones ese amor por medio del don del Espíritu Santo (Rm 5,5). Solo con ese amor de Cristo dentro de nosotros podremos transformar nuestras relaciones humanas en relaciones de amistad fraterna. Sin ese amor, la humanidad sencillamente permanecerá inacabada, por más evoluciones y revoluciones que produzca el ingenio humano.
Así se lo hacía entender el gran científico Albert Einstein en una carta al final ya de su vida a su hija Lieserl, a quien absorto como estaba en sus grandes descubrimientos y trabajos científicos, le había dedicado muy poca atención y cariño a lo largo de la vida. Vale la pena transcribirla:
“Cuando propuse la teoría de la relatividad, muy pocos me entendieron, y lo que te revelaré ahora para que lo transmitas a la humanidad también chocará con la incomprensión y los perjuicios del mundo. Te pido, aun así, que la custodies todo el tiempo que sea necesario, años, décadas, hasta que la sociedad haya avanzado lo suficiente para acoger lo que te explico a continuación. Hay una fuerza extremadamente poderosa para la que hasta ahora la ciencia no ha encontrado una explicación formal.
Es una fuerza que incluye y gobierna a todas las otras, y que incluso está detrás de cualquier fenómeno que opera en el universo y aún no haya sido identificado por nosotros. Esta fuerza universal es el AMOR. Cuando los científicos buscaban una teoría unificada del universo olvidaron la más invisible y poderosa de las fuerzas. El Amor es Luz, dado que ilumina a quien lo da y lo recibe. El Amor es gravedad, porque hace que unas personas se sientan atraídas por otras. El Amor es potencia, porque multiplica lo mejor que tenemos, y permite que la humanidad no se extinga en su ciego egoísmo. El amor revela y desvela. Por amor se vive y se muere. El Amor es Dios, y Dios es Amor.
Esta fuerza lo explica todo y da sentido en mayúsculas a la vida. Ésta es la variable que hemos obviado durante demasiado tiempo, tal vez porque el amor nos da miedo, ya que es la única energía del universo que el ser humano no ha aprendido a manejar a su antojo. Para dar visibilidad al amor, he hecho una simple sustitución en mi ecuación más célebre. Si en lugar de E= mc2 , (su famosa ecuación de la teoría de la relatividad), aceptamos que la energía para sanar el mundo puede obtenerse a través del amor multiplicado por la velocidad de la luz al cuadrado, llegaremos a la conclusión de que el amor es la fuerza más poderosa que existe, porque no tiene límites.
Tras el fracaso de la humanidad en el uso y control de las otras fuerzas del universo, que se han vuelto contra nosotros, es urgente que nos alimentemos de otra clase de energía. Si queremos que nuestra especie sobreviva, si nos proponemos encontrar un sentido a la vida, si queremos salvar el mundo y cada ser siente que en él habita, el amor es la única y la última respuesta. Quizás aún no estemos preparados para fabricar una bomba de amor, un artefacto lo bastante potente para destruir todo el odio, el egoísmo y la avaricia que asolan el planeta. Sin embargo, cada individuo lleva en su interior un pequeño pero poderoso generador de amor cuya energía espera ser liberada. Cuando aprendamos a dar y recibir esta energía universal, querida Lieserl, comprobaremos que el amor todo lo vence, todo lo trasciende y todo lo puede, porque el amor es la quinta esencia de la vida.
Lamento profundamente no haberte sabido expresar lo que alberga mi corazón, que ha latido silenciosamente por ti toda mi vida. Tal vez sea demasiado tarde para pedir perdón, pero como el tiempo es relativo, necesito decirte que te quiero y que gracias a ti, ¡he llegado a la última respuesta!”. Tu padre: Albert Einstein”
El verdadero poder humano que todo lo transforma no está por consiguiente en las armas, o en el dinero, o en la información, o en la ciencia. Está en el poder de servirnos los unos a los otros como hermanos y amarnos incondicionalmente, tal como Jesús nos lo ha enseñado. “Él es quien nos revela que Dios es amor (1 Jn 4,8), a la vez que nos enseña que la ley fundamental de la perfección humana y, por tanto, de la transformación del mundo, es el mandamiento nuevo del amor. Así pues, a los que creen en la caridad divina les da la certeza de que abrir a todos los hombres los caminos del amor y esforzarse por instaurar la fraternidad universal no son cosas inútiles.” (Documento conciliar Alegría y Esperanza-GS- No 38.

Aceptemos, hermanos este don que Jesús nos quiere hacer. Él es el que invita. El quien elige a los suyos. Él quiere compartir su misión con nosotros. No dudemos en hacerla nuestra. Si alguna bomba hay que hacer explotar en este mundo, corroído por el odio, la violencia, las desigualdades y la injusticia social, no son los artefactos que los terroristas se colocan en sus cuerpos sino la bomba A. La bomba del amor de Dios manifestado en Cristo, la bomba del amor mutuo. Está en nuestras manos. La llevamos dentro de nosotros. Hagámosla explotar en el corazón de la vida.

Maracaibo, 6 de mayo de 2018

+Ubaldo R Santana Sequera FMI
Arzobispo de Maracaibo