domingo, 28 de junio de 2020

Solemnidad del Nacimiento de san Juan Bautista

DIÓCESIS DE CARORA

ADMINISTRADOR APOSTÓLICO SEDE VACANTE


Solemnidad del Nacimiento de san Juan Bautista

Lecturas: Is 49,1-6; Salmo 138; Hech 13,22-26; Lc 1,57-66.80


Amados hermanos y hermanas en Cristo Jesús,

La Iglesia celebra a lo grande el nacimiento de san Juan Bautista, precursor del Mesías. Es de los poquísimos santos que tiene dos fiestas en el calendario litúrgico. Su patronazgo ha acompañado, desde sus inicios, la historia de este pueblo que, antes de devenir en Carora, sus principales lugareños, los Axjaguas, nombraban “Bariquigua”. Esta austera Iglesia matriz es el testigo arquitectónico y espiritual más antiguo de este patrocinio, ya que desde su fundación y su repoblación, escasos años después, esta ciudad fue puesta bajo el nombre de san Juan Bautista del Portillo de Carora.

La Liturgia de la Palabra de esta misa nos invita a tomar altura y a contemplar su misión desde una escala aún mayor: desde la misma Historia de la Salvación de la humanidad. De ella forma parte esta ciudad, desde su fundación hasta ahora. Desde esta perspectiva cobra un nuevo y profundo sentido su patronato local. Toda liturgia eucarística nos conecta con los designios salvadores de Dios sobre este mundo, con la Iglesia universal y con todas las comunidades de fieles que nos han precedido en la alabanza y acción de gracias por la protección de S. Juan.

El Evangelio de Lucas ubica el anuncio del nacimiento de Juan dentro del advenimiento de la plenitud de los tiempos; lo presenta como el inicio de la nueva alianza y del cumplimiento de todas las promesas hechas, desde antiguo, por el Señor. Juan pertenece al tiempo de la preparación y de las promesas y también al tiempo del inicio de su cumplimiento. El cierra un ciclo e inaugura otro. Es un hombre bisagra entre los dos Testamentos. 

El anuncio de su nacimiento se produce cuando su papá Zacarías oficia como sacerdote la liturgia más importante del año en el Templo, el lugar más sagrado de la ciudad santa de Jerusalén, capital del pueblo de Israel.  Sitio ideal para que los asistentes entendieran que lo que se inauguraba con el nacimiento de este niño, estaba en perfecta continuidad con toda la historia del pueblo que aguardaba su redención. 

Nada hacía presagiar un acontecimiento fuera de lo normal ese año. Palestina vegetaba, sometida al yugo imperial de los insaciables invasores romanos. Si algo imperaba en Israel era, allí como hoy aquí, el hambre, la enfermedad, la escasez, las injusticias sociales, las represiones, y con ellas, la tristeza, el desespero y la impotencia. Era una verdadera noche la que se cernía sobre aquel pueblo que luchaba por vivir de la esperanza que aun palpitaba en sus corazones. En algún momento Dios se acordaría de ellos y enviaría un restaurador, un libertador. Pero nada presagiaba que iba a ser ese año, precisamente allí en esa liturgia solemne anual. Más bien podríamos decir que todo apuntaba en la dirección opuesta, de la desesperanza y el desconsuelo.  

¿Quién era efectivamente el protagonista de la acción litúrgica?  Un sacerdote mayor, esposo de una mujer fiel y piadosa, pero anciana ella también. Habían llegado a la senectud sin hijos “porque Isabel era estéril” (Lc. 1, 7a). No tener hijos en aquella cultura era considerado un castigo divino, una maldición. Sin embargo, nunca soltaron del todo el tenue hilo de la esperanza y se aferraron a él con una persistente oración.  Fue ese día, allí en el Templo, mientras cumplía con el rito de la incensación que llegó la respuesta: “No temas, Zacarías, que tu petición ha sido escuchada” (Lc 1,13). 

Dios escoge precisamente el momento más doloroso del engranaje de ambas historias para irrumpir y darle un vuelco dramático, con la llegada de un niño con un nombre extraño. El nombre escogido por Dios para el niño es ya en sí mismo, toda una revelación. Significa “Yahvé es favorable”, es decir: “Dios se pone de tu lado”. En aquel nombre, en aquel niño está contenido el poderío del Dios de Israel, para quien no hay nada imposible. Así se lo dio a entender seis meses después a una joven virgen de Nazaret: “Para Dios nada hay imposible” (Lc 1,37). Juan es hijo de las cosas imposibles hechas posibles por el amor de Dios.

Puede ser que a los ojos de la pobre esperanza de los hombres Dios tarde, pero Él sabe cuándo ha de llegar y, cuando eso sucede, avanza y lleva indefectiblemente sus proyectos a su plena y total realización. Así se lo hace entender a Habacuc, un profeta del Antiguo Testamento, cuya incredulidad combate ordenándole escribir en una tablilla (¡una tablilla como al mudo Zacarías!) la siguiente profecía: “La visión tiene un plazo fijado, camina hacia la meta, no fallará; aunque tarde, espérala, que llegará sin retraso. El ánimo soberbio fracasará; pero el justo por su fidelidad vivirá” (Hab 2,1-4). “El que aguanta hasta al final, remachará más tarde Jesús a sus incrédulos discípulos, se salvará” (Mt 24,13).

Juan viene a recordarnos que hay que perseverar y mantenerse en la fe, porque es en lo más espeso de la noche oscura de la vida de sus padres, que Dios apareció, trayéndoles el don tan anhelado.  La aurora siempre despunta en lo más espeso de la noche. Cuando ya iba a caer el telón sobre este par de ancianos israelitas, que se creían ya condenados a dejar este mundo sin descendencia, he aquí que Dios irrumpe, se manifiesta y transforma aquella triste historia en una historia de amor, de gracia y de salvación. 

Lo que ocurrió en pequeño en el seno de esta familia es lo que Dios le pide a Juan que prepare y anuncie para la humanidad entera, haciéndose el precursor y luego el Bautista y finalmente el mártir de su Hijo Jesús. Juan nos invita a vivir conectados con el Señor, para esperar contra toda esperanza, en las noches oscuras de nuestras vidas, el momento en que con un cocuyito, una luciérnaga, anunciará su aparición y en la penumbra, oirás el nombre de Juan: Dios está de tu lado. Dios está contigo.

La vida y la misión de Juan no se entienden sino en referencia a Cristo Luz. Nadie lo conoce como hijo de Zacarías sino como Juan el Precursor de Jesús, Juan el que bautizó a Jesús. Juan la voz de la Palabra Jesús, Juan el dedo que señaló la presencia de aquel que puso fin a la mudez y a la esterilidad de este mundo pecador. La primera lectura tomada del profeta Isaías, conocida como el segundo canto del Siervo de Yahvé, aunque aparece aquí en la fiesta de san Juan, se refiere en realidad a Jesucristo, Luz de las naciones. 

Juan siempre fue claro y rotundo en su testimonio. Él no es la luz, sino un testigo de la luz, una simple lamparita de luz ardiente (Jn 5,35), que se irá apagando a medida que irá creciendo en el mundo la presencia fulgurante del Señor. “Él debe crecer y yo disminuir” (Jn 3,30), declarará siempre Juan a quienes lo interrogan y lo buscan. De esta postura clara y humilde nadie lo sacará. 

Esa fue la experiencia del Bautista a orillas del Jordán, cuando tuvo que bautizar a aquel de quien no era digno ni siquiera de desatarle las correas de sus sandalias. Cuando salió de aquellas aguas, no le quedaba ya sino una sola misión: la de ser el precursor de Jesús también en la muerte y el martirio. Hasta aquellos confines llegará en el cumplimiento de su misión. Desde el vientre de una estéril hasta su decapitación, nada ocurrió en su vida que no tuviera relación con la persona y la vida de Jesús.

Juan es el santo de la coherencia persistente del hombre de fe. La liturgia y las Escrituras nos invitan a verlo en esta profunda y salvífica vinculación y a empeñarnos nosotros también en darle a nuestras vidas esta misma fuerza testimonial. Juan nos enseña a vivir muy unido a Jesús, como la voz a la palabra, a prepararnos con paciencia y fortaleza, de manera activa, para que esa Palabra definitiva que viene de Dios, irrumpa también en nuestras vidas, sea pronunciada sobre nuestra historia, se manifieste en todo nuestro ser y nos abrace y abrase con su resplandor. 

La fecha para la celebración de su nacimiento, se colocó en junio, seis meses antes de la del Señor Jesús, ateniéndose al mensaje del arcángel Gabriel a María (Lc 1,36). Correspondió con el día que, para aquel entonces se consideraba, el más largo del año, llamado solsticio de verano, pero a partir del cual paradójicamente, comenzaba a declinar el sol. Este fenómeno cósmico y las tradiciones ancestrales ligadas al descubrimiento del fuego y a los cambios revolucionarios que trajo su manipulación y control en las civilizaciones humanas, llevó a numerosos pueblos primitivos a encender, ese día también, inmensas hogueras cultuales, festivas, como intento de retener el sol, de impedir que la claridad declinara y prolongar el gozo de su luz infinita.  

Nace Juan el día más claro y largo del año, pero esa luz no es sino resplandor de otra Luz. No es él la verdadera luz, y para que no quede duda de ello, desde ese mismo día, siguiendo el ritmo cósmico, empezará a menguar, a declinar para que “nos visite el verdadero Sol que nace de lo alto; el único que puede disipar toda tiniebla e ilumina en su totalidad a cuantos viven en tinieblas y en sombras de muerte” (Cfr. Lc. 1, 78-79). Menguando le hizo honor a su nombre y dejó todo el espacio libre para que Jesús, Sol sin ocaso, creciera en los demás sin obstáculo alguno. Cuando el novio apareció, el amigo del novio entendió que debía retirarse, apagó su lamparita, silenció su voz y se fue llenó de gozo. Había cumplido su misión (Jn 3,27-30).

Queridos hermanos, esta fiesta es verdaderamente un pregón de esperanza. Dejemos que el Bautista nos tome de la mano, nos saque de la noche y nos conduzca a Jesús, el día sin ocaso, al Cordero que quita el pecado del mundo. Todos estamos llamados a ser, con nuestras palabras y nuestros ejemplos de vida, otros Juanes y Juanas. No hay vocación más bella en este mundo que señalar a Cristo a los que no lo conocen, que llevar a Cristo otros hermanos, que abrir caminos para que Cristo se manifieste; que dar testimonio valiente de Jesús, la verdadera luz que con su muerte y resurrección, disipa las tinieblas de este mundo y traslada los hombres de las oscuridades del pecados a la luz maravillosa del Reino del Padre.

Así está san Juan Bautista en medio de nosotros, presidiendo este antiguo retablo que se levanta sobre nuestra tierra, para recordarnos que, por encima de este templo, brilla un Sol cuya claridad alcanza y disipa toda tiniebla. Lo mismo que ayer, dejemos que él nos oriente hacia el Señor, nuestra vida y nuestra paz definitivas. Amén.

Carora 24 de junio de 2020


✠ Ubaldo Ramón Santana Sequera FMI

Administrador Apostólico “sede vacante” de Carora

DOMINGO XII ORDINARIO A 2020 — HOMILIA


Mis amados hermanos y hermanas,

Una noticia largamente esperada y anhelada estalló la semana pasada en toda Venezuela. ¡Habemus beatum! El Papa Francisco, el día de la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, nos hizo el gran anuncio de la beatificación del doctor José Gregorio Hernández, el médico de los pobres. ¡Qué mejor regalo para el día del Padre que la elevación a los altares de este gran hombre, que hace honor al gentilicio venezolano! 

El anuncio trae consigo una inmensa bocanada de esperanza para todos los venezolanos. Hace mucho tiempo ya que llevábamos este hombre santo en el altar de nuestro corazón. Ya su silueta, deja de ser solo parte del imaginario popular criollo, para agigantarse en un poderoso llamado que Dios nos hace a través de él, para que dejemos definitivamente atrás banderías, intereses egoístas, divisiones ideológicas, odios y rencores y nos pongamos a trabajar todos juntos en la construcción de un solo país, una sola Venezuela. 

En José Gregorio nos encontramos todos. Con él todos nos sentimos cobijados por una sola y misma bandera tricolor; sentimos correr por nuestras venas el brío del mismo caballito de la libertad. Sentimos que podemos entonar juntos el Himno Nacional, que nos podemos querer todos y construir algo que nos reconcilie, nos una, nos junte, nos hermane. ¡Eso es precisamente lo que esta Venezuela golpeada, maltratada y poco amada está esperando que suceda! ¡Hagámonos ese gran bien los unos a los otros! ¡No perdamos este tren de la esperanza, de la unidad y de la paz que la Providencia divina pone a nuestro alcance! 

Grandes lecciones de vida, vastos horizontes de esperanza, despliega ante nosotros el hijo de Benigno y de Josefa Antonia. Impresionantes sus sueños y admirable su capacidad para transformarlos en realidad. En la raíz de esa ceiba frondosa está Dios. Desde el principio quiso ser sólo de él. Quiso ser monje y allá fue a parar a la Cartuja de la Farnetta. Quiso ser sacerdote y allá fue a parar al Pontificio Colegio Pio Latino de Roma. Pero Dios le dio a entender que sí, que sería suyo, un consagrado, un santo, pero en el aula de clase, en el laboratorio, en el consultorio, en el Hospital, en la calle, en el campo. 

Cuando veamos a José Gregorio en los altares nunca se nos olviden sus correrías por las serranías y páramos de su estado natal; sus pasos apacibles por los pasillos de la UCV (¡Cuánto sufriría al recorrer hoy su Universidad y verla tan descalabrada, con sus pasillos derrumbados!); sus visitas domiciliarias por las empedradas calles de Caracas. No se nos olvide que no murió en una cama, de puro viejito, sino a los 55 años, llevándole medicinas a una abuela pobre. En la esquina de Amadores dejó sembrada para siempre su vida. ¡Qué premonición para él que fue, y sigue siendo un gran amador de los pobres! 

¡Qué grande y qué bueno que nuestro primer santo sea un civil, un médico, un profesor universitario, un investigador, un políglota, un filósofo! Los jóvenes becados que salen (o salían) a especializarse en el exterior tiene en él un ejemplo. Fue, estudió, se especializó y regresó. ¡No se quedó anclado en el primer mundo! Se devolvió a su patria para poner sus conocimientos al servicio de su pueblo. 

No hacen falta ni discursos ni argumentos para demostrar cuán fecundo puede ser el diálogo entre la fe y la ciencia. Basta mirar cómo supo armonizar su fe con sus conocimientos científicos. Trajo de Paris en su maleta el microscopio, y el santo rosario en su bolsillo. Su amistad con el eminente médico Luis Razetti, y colegas de la Universidad y del Hospital Vargas, como Domingo Luciani y Rafael Rangel, son un ejemplo de cómo, aunque se piense distinto, la gente sabia y sensata puede unirse para trabajar juntos por el progreso de su patria. 

Sin duda todos admiramos el limpio y ejemplar ejercicio de todos esos cargos y los notables servicios que le prestó al avance de la ciencia, a la formación y actualización del personal médico de Venezuela, gracias a lo cual pudo surgir, en los años treinta y cuarenta, esa gran generación de galenos sanitaristas, de la talla de Arnoldo Gabaldón, que erradicaron temibles enfermedades transmisibles como el paludismo, el sarampión, en Venezuela.  

Pero lo que más ha quedado grabado en la memoria colectiva de sus compatriotas es su entrega en cuerpo y alma, como médico, a la gente sencilla y pobre primero de su pueblo natal y luego de la capital. José Gregorio Hernández es por excelencia el médico de los pobres. En la limpia y clara sonrisa de Yaxuri Solorzano Ortega, la llanerita milagrosamente sanada por Dios, gracias a su intercesión, milagro que lo lleva hoy a los altares, deja en claro que así quiere que se le siga viendo, como el médico de los pobres.  

Este gran caballero viene a juntarse al hermoso trío de religiosas ya beatas: María de S. José, Candelaria de S. José y Carmen Rendiles. Cuatro gigantes de la caridad que Dios pone a nuestra disposición en uno de los momentos más críticos de la historia de Venezuela. Un hombre y tres mujeres sencillos, de familias iguales a las nuestras, que creyeron en Dios y en el poder que tiene el amor cuando se vive con Cristo Jesús. Cuatro modelos de vida. Envueltos totalmente en el amor de Dios, nos indican un camino, un horizonte, una salida hacia la vida, la libertad y la resurrección de Venezuela.  

En el evangelio de este domingo, Jesús al enviar a sus discípulos a anunciar la llegada del Reino de Dios “a las ovejas descarriadas del Israel”, les advierte que van “como ovejas en medio de lobos” y que van a tropezar con toda clase de asedios, presiones y persecuciones para impedir que lleven a cabo su misión. Por tres veces exhorta a los misioneros a no tener miedo. Han de poner al descubierto lo que hasta ahora está encubierto; divulgar lo que está escondido; difundir en los tejados a la luz del día lo que han aprendido con él y de él en las vigilias al descampado. La causa del evangelio no es una causa perdida, aunque a veces lo parezca; no es un proyecto humano, sino de Dios, quien dará fortaleza y confianza a los que se comprometen con ella. Él cuida a los suyos. De él son el mundo y la historia. El futuro pertenece a los que dedican su vida a hacer el bien. 

Eso lo entendió perfectamente el doctor José Gregorio Hernández. No se guardó nada para él. Todo lo que sabía, toda su vida, toda su fe, todo su valor lo puso al servicio de las jóvenes generaciones, de los pobres y sencillos. Le tocó actuar como profesional de la salud en la devastadora epidemia de la gripe española en 1918, y hoy, un siglo después, se hace nuevamente presente, para combatir con nosotros la contagiosa pandemia del COVID19. 

De esta manera una vez más Dios nuestro Padre nos manifiesta su amor y nos dice que no nos ha dejado solos, que está con nosotros, que contamos con grandes y fuertes intercesores que están a nuestro lado. Ese es el mismo mensaje que el Papa Francisco ha querido transmitirnos al escoger la fiesta del Corazón de Jesús para firmar el decreto de beatificación. Estoy con ustedes. No tengan miedo. Crean en la fuerza del amor tal como lo vivió el nuevo beato. Si se unen, se aceptan, se comprenden y ponen a su país y a su gente como único y apasionante objetivo, saldrán pronto del atolladero.  

Que la gracia de esta eucaristía y la próxima beatificación del médico de los pobres pongan fin a la pandemia, al confinamiento, abran de par en par las puertas y ventanas y entre indeteniblemente el aire puro de la esperanza y de la paz, de la justicia y de la vida, de la alegría y de la fraternidad.  Amén.

Carora, 21 de junio de 2020


+Ubaldo R Santana Sequera FMI

Administrador apostólico sede plena de Carora