sábado, 18 de febrero de 2017

EUCARISTA DE ACCION DE GRACIAS POR EL JUBILEO SACERDOTAL DE MONS. ANGEL CARABALLO HOMILIA

EUCARISTA DE ACCION DE GRACIAS
POR EL JUBILEO SACERDOTAL DE MONS. ANGEL CARABALLO
HOMILIA
Lecturas: Jer 1,1-4; Sal 23; 2 Tim 1,6-8; Mt 20,25-28
Muy querido Mons. Ángel Caraballo,
Queridos hermanos concelebrantes y diáconos permanentes,
Muy queridos hermanos y hermanas,
Nos hemos congregado como una gran familia en la casa de la Madre en Maracaibo, en este día dieciocho, tan significativo para ella y para nosotros sus hijos e hijas, para dar gracias al Señor. En primer lugar por el don del sacerdocio que, en su gran misericordia, quiso Dios concederle a Mons. Ángel Caraballo. En segundo lugar por el don de la fidelidad que le ha permitido a este elegido desempeñarlo con perseverancia y entrega durante estos 25 primeros años. Por tal motivo ¡Demos gracias al Señor porque es bueno porque es eterna su misericordia! (Sal 117,1)
Para mí es una gran alegría pronunciar esta homilía ya que tuve la dicha de ordenarlo sacerdote pocos meses después de mi llegada a Ciudad Guayana el 7 de diciembre de 1991. Fue el primer sacerdote diocesano oriundo de esa nueva diócesis. Hijo de familia ferrominera. Por eso puedo hacer mías con toda propiedad las palabras de Pablo a su discípulo Timoteo que acabamos de escuchar: “Te recuerdo que avives el don de Dios que recibiste por la imposición de mis manos”.
Mons. Ángel ha puesto especial empeño en avivarlo constantemente porque llega a estas bodas de plata profundamente enamorado de su vocación transmitiendo en torno a si la felicidad que le ha proporcionado el ser consecuente con la vocación recibida. ¡Gracias, Monseñor, por el sencillo y consecuente testimonio de tu vida sacerdotal! Te tuve a mi lado durante tus primeros diez años allá en Ciudad Guayana y ahora llevas ya cuatro años con nosotros en Maracaibo y mantienes siempre viva esa llama que el Señor encendió en tu corazón cuando estudiabas ingeniería en la Universidad Central y que lejos de apagarse arde cada día con mayor fuerza.
Cuando Dios llama y elige a alguien para enviarlo al servicio de su pueblo, establece una relación muy estrecha con esa persona. Así lo hizo con Abraham, Moisés, David y así lo sigue haciendo. Su alianza es irreversible y no la quebranta a pesar de las deficiencias de sus elegidos. Dios no retira jamás los dones que nos hace. Ya has oído muchas veces en tu vida ministerial esa frase del ritual de instituciones y ordenaciones: “Dios que empezó en ti la obra buena, él mismo lo lleve a término”. Todo es de Dios. De Dios la llamada inicial, de Dios la ordenación sacerdotal y de Dios su desenvolvimiento fiel y consumación.
Cuando tomamos conciencia de todo lo que nos ha dado, la vida entera se nos vuelve pequeña para manifestarle nuestra gratitud. Así lo dice el salmista: “¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?” (Salmo 116,12). Pero el Señor, sabiendo que no tenemos cómo hacerlo, ha venido en nuestra ayuda y ha puesto en nuestras manos una manera infalible de darle gracias: la santa misa. “Hagan esto en memoria mía” (1 Co 11,24). ¡Bendito sea el Señor que ha encontrado en ti un servidor agradecido que todos los días le expresas tu gratitud en el altar!
Con el don el Señor nos da también la gracia para actuarlo. Todo lo podemos en aquel que nos conforta. Basta permanecer unido a él como el sarmiento a la vid. Cristo se lo dijo claramente a sus discípulos en la última cena: “El que permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto, porque separados de mi no pueden hacer nada” (Jn 15,5). Yo me imagino que Mons. Ángel, en este recorrido de un cuarto de siglo de vida sacerdotal, se ha dado cuenta que lleva ese inmenso tesoro y dignidad en un frágil vaso de barro (2 Co 4,7) y que resulta imprescindible vivir permanentemente unido a Cristo Jesús para mantenerse en pie y vencer la tentación de querer colocarnos en el centro en vez de dejar el lugar a Jesús.
El Papa Francisco en su Exhortación sobre “La alegría del Evangelio” nos ha advertido sobre el peligro de caer en el narcisismo y de dejarnos envolver por la mundanidad espiritual, que en palabras del Santo Padre, es querer “buscar en lugar de la gloria del Señor, la gloria humana y el bienestar personal” (EG 93). ¡No nos soltemos nunca de Cristo Jesús!
El sacerdote es a la vez oveja y pastor. Como oveja es un cristiano, un bautizado, miembro del pueblo de Dios, del cuerpo de Cristo. Forma parte del pueblo que Dios apacienta, del rebaño que él cuida (Cf Salmo 95,7). Para llegar a ser buen pastor necesita, primero que todo, llegar a ser buena oveja que se deja conducir, lleno de confianza y sin miedo por el Señor, a través de cañadas oscuras, hacia los verdes prados, hacia las fuentes de agua, hacia la mesa que repara sus fuerzas. Se deja rejuvenecer y fortalecer por el óleo de la alegría y se goza de vivir en su presencia.
Al gusto espiritual de ser parte del pueblo, el Papa Francisco lo llama una opción evangelizadora que se ha de transformar en una pasión (EG 268). “Jesús quiere que toquemos la carne sufriente de los demás. Espera que renunciemos a buscar esos cobertizos personales o comunitarios que nos permiten mantenernos a distancia del nudo de la tormenta humana, para que aceptemos de verdad entrar en contacto con la existencia concreta de los otros y conozcamos la fuerza de la ternura. Cuando lo hacemos la vida se nos complica maravillosamente y vivimos la intensa experiencia de ser pueblo, la experiencia de pertenecer al pueblo” (EG 270)
El salmo responsorial de hoy nos invita dejarnos conducir por Jesús Buen Pastor. Esa unión de la oveja con su pastor que la conoce por su nombre y cuya voz le es familiar, es fundamental y se realiza mediante la incardinación en una Iglesia local, pueblo y familia de Dios, en la adhesión efectiva y afectiva obediencia a Cristo en la persona del obispo, en su inserción en el colegio presbiteral donde experimenta la fraternidad, la comunión de bienes y la santidad comunitaria y en su entrega abnegada y gozosa a la evangelización del pueblo que le ha sido encomendado.
En el diálogo que el obispo ordenante sostiene con el elegido antes de imponerle las manos, le pregunta: “Quieres unirte cada día más a Cristo, sumo sacerdote, que por nosotros se ofreció al Padre como víctima santa y con el consagrarte para la salvación de los hombres?” El cumplimiento de la misión solo es posible si se mantiene viva, activa y estrecha esa unión con Cristo mismo. Lo que ocurre en su ser debe reflejarse luego en su hacer. El sacerdote está llamado a transformar en experiencia de vida la gracia de la configuración con Cristo que recibe en el sacramento.
Con esta celebración Mons. Ángel nos hace descubrir lo importante que es saber detenerse al cabo de cierto tiempo de camino recorrido para darnos cuenta si mantenemos ardiente el amor primero, si no nos hemos salido del camino, si seguimos a Jesús llenos de gozo y entusiasmo. San Pablo cuando le escribe a los Filipenses desde la cárcel hace ese monitoreo de su vida y exclama: “Cristo es para mi la razón de vivir. Todo lo que era para mi ganancia humana lo sigo estimando pérdida a causa de Jesucristo”. Lo que me interesa es el bien supremo de conocerlo, de ganarlo, de encontrarme unido a él. Continuo mi carrera por si logro conquistarlo porque para eso fui conquistado por él. “Por eso olvidando lo que dejé atrás corro en dirección a la meta hacia el premio al que Dios me llama desde lo alto en Cristo Jesús” (Cf Fil 3, 1-15).
Un sacerdote como Pablo no puede alcanzar esa meta sino acompañado del pueblo que ha servido con amor y abnegación hasta el olvido de sí mismo. La piedra de toque de nuestra unión a Cristo se verifica en el don total de nuestra vida a los que nos necesitan particularmente los más pobres y desamparados.
Cuando Mons. Ángel recibió la ordenación sacerdotal Venezuela era otra y ejerció su ministerio en una región próspera y hermosa. Hoy le toca realizar su vocación de servicio en esta región zuliana que no conocía y en medio de una Venezuela convulsionada por el hambre, la desnutrición, las deficiencias sanitarias, la inseguridad civil y jurídica, la peste de la corrupción en todos los niveles, de la que no escapa ni siquiera la Iglesia.
Estás atravesando las cañadas oscuras del salmo 23. Pero acuérdate de las palabras de Pablo a Timoteo. Son hoy para ti también: “Dios no nos ha dado un espíritu de cobardía, sino de fortaleza, de amor y de dominio de si. Por tanto no te avergüences de dar testimonio de nuestro Señor Jesucristo…al contrario comparte conmigo el sufrimiento por el Evangelio”. Ya sabes en quien has puesto tu confianza. Convéncete que el es poderoso para conservar lo que se ha confiado hasta el día final” (2 Tim 1,7-12).
Dios que te llamó, como Jeremías, a derribar y a arrasar el mal que se anida en el corazón del hombre y de la sociedad, a construir y a edificar un pueblo en la justicia, la dignidad, el respeto y la reconciliación, te acompañe en esta nueva etapa de tu misión investido ya de la plenitud del orden sacerdotal. “Que la bondad y el amor te escolten todos los días de tu vida para que llegues a habitar en la casa del Señor a lo largo de tus días” (Sal 23,5).
Que María Santísima, Nuestra Señora de Chiquinquirá, a quien sirves en estos días desde la basílica, sea tu Madre, guía, protectora y educadora y descubras con ella la felicidad de todo servidor que escucha la Palabra, vive de ella y la hace vivir a sus hermanos.
+Ubaldo R Santana Sequera
Arzobispo de Maracaibo