domingo, 7 de mayo de 2017

ORDENACIÓN PRESBITERAL DE EDIXANDRO MORAN op - HOMILÍA

CUARTO DOMINGO DE PASCUA
ORDENACIÓN PRESBITERAL DE EDIXANDRO MORAN op
HOMILÍA

Muy queridos hermanos y hermanas en Cristo Jesús,
Es una gran alegría celebrar, en este tiempo de Pascua, una ordenación presbiteral. Y más aún cuando se trata de un hijo de esta tierra, en la que la Virgen María del Rosario, patrona de la Orden de Santo Domingo, ha puesto su predilección.
No podía ser más acertada la escogencia por parte del diácono Edixandro, del cuarto domingo de Pascua, conocido como el domingo del Buen Pastor, para recibir la gracia del sacerdocio ministerial que lo transforma en una presencia de Jesucristo Buen Pastor. En este domingo la Iglesia nos invita a orar de modo especial por las vocaciones. En su Mensaje de este año, que lleva por título “Empujados por el Espíritu a la Misión”, el Santo Padre nos entrega esta luminosa enseñanza:
“Todo discípulo misionero siente en su corazón esta voz divina que lo invita a «pasar» en medio de la gente, como Jesús, «curando y haciendo el bien» a todos (cf. Hch 10,38). En efecto, como ya he recordado en otras ocasiones, todo cristiano, en virtud de su Bautismo, es un «cristóforo», es decir, «portador de Cristo» para los hermanos (cf. Catequesis, 30 enero 2016). Esto vale especialmente para los que han sido llamados a una vida de especial consagración y también para los sacerdotes, que con generosidad han respondido «aquí estoy, mándame». Con renovado entusiasmo misionero, están llamados a salir de los recintos sacros del templo, para dejar que la ternura de Dios se desborde en favor de los hombres (cf. Homilía durante la Santa Misa Crismal, 24 marzo 2016). La Iglesia tiene necesidad de sacerdotes así: confiados y serenos por haber descubierto el verdadero tesoro, ansiosos de ir a darlo a conocer con alegría a todos (cf. Mt 13,44)”
Edixandro es uno de esos paganos, a los que alude Pedro en la primera lectura, a quienes el Señor llama, aunque estén lejos. Edixandro sabe, en el fondo de su corazón, cuán lejos lo ha ido a buscar el Señor para traérselo primero a su redil y luego elegirlo para que le cuide una parte de su rebaño.
A todos los que hemos sido elegidos para este servicio nos ha ocurrido lo que le sucedió a Pedro, quien después de haber negado a su Señor y volver decepcionado a su antiguo oficio de pescador, se vio restituido en su cargo. “Simón, hijo de Juan, ¿me amas? - Si, Señor, tu sabes que te quiero. Jesús le dijo: Pastorea mis ovejas” (Jn 21, 15-17).
Todos los sacerdotes que hemos avanzado por el camino de nuestro ministerio, estamos marcados a fuego vivo por la convicción de que llevamos el gran tesoro del sacerdocio de Cristo en pobres vasijas de barro “para que quede claro que ese poder tan extraordinario proviene de Dios y no de nosotros” (2 Co 4,7). A los sacerdotes no nos conviene endiosarnos ni dejar que la gente nos endiose y nos coloque más en la categoría de ángeles que de simples seres humanos, cristianos pecadores y vulnerables que necesitan constantemente de la gracia divina y del apoyo de sus hermanos para mantenerse fiel a su vocación y vencer las tentaciones que lo acosan.
Toda historia vocacional es una vocación de amor. No se puede pasar de ser simple pescador de peces al oficio de pescador de hombres si el elegido no ha quedado invadido en todo su ser, por el amor redentor de Cristo. El amor de Dios y de los hermanos es el único motor que puede mover la vida, el ministerio y la entrega cotidiana de un sacerdote de Cristo. La vida nueva que Cristo ha traído al mundo solo se comunica con la fuerza del amor.
Cristo Jesús se nos ha adelantado en todo: en el amor, en la elección, en la salvación. La elección como todos sus dones, es una gracia inmerecida y gratuita. “No me eligieron ustedes a mí, sino que yo los elegí a ustedes y los destiné para que vayan y den fruto” (Jn 15,15).
Cada estrofa del Salmo 23, que acabamos de recitar, se ha de volver para ti, querido hijo, una experiencia gozosa de tu vida de elegido. Para poder ser buen pastor tienes primero que hacerte oveja y convencerte de que el Señor es tu pastor, que él te conoce por tu nombre y por tu voz; que ya peleó por ti con el lobo para arrancarte de sus fauces; que esa batalla le costó la vida y derramó su sangre en la cruz por ti; que aún lleva consigo, aunque ya resucitado y victorioso del mal, las marcas de la batalla que tuvo que librar.  
Has de convencerte, cada día más, que, al dar su vida por ti, Cristo se ha ganado todos los títulos para guiarte con seguridad, hacia las verdes praderas y frescos manantiales, donde puedes saciar tu hambre y tu sed de felicidad infinita. Has de vivir en carne propia que “aunque camines por cañadas oscuras nada has de temer, porque él va contigo; su vara y su cayado te brindan seguridad y reposo”. Que no eres tú el que le preparas la mesa eucarística sino él, en persona, quien la pone y él mismo se te ofrece en alimento hasta que tu copa rebose. En cada recodo difícil del camino sacerdotal que te espera, descubrirás “que su bondad y su misericordia te acompañan todos los días de tu vida”. Caminará unas veces delante de ti para mostrarte el camino, otras veces a tu lado para animarte y levantarte y otras detrás de ti para sostenerte e impulsarte.
Al final del rito de Ordenación oirás estas palabras: “Considera lo que realiza e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con la cruz de Cristo”. Todos los sacerdotes hemos nacido en la noche del Cenáculo. Fíjate bien en todos los gestos que el Señor realizó y en todas las palabras que pronunció aquella noche; porque la cena que él, aquella noche, te sirvió, también tú la tienes que servir a tus hermanos; los gestos que el Señor realizó, también tú los tienes que realizar en favor de tu comunidad. Las palabras que Jesús pronunció, también tú las tienes que predicar y enseñar.  Te tocará volverte pan, servidor y amigo.
El Señor nos pide, te pide, que hagas memoria de todo lo que aconteció aquella noche. Bien sabemos que el pan que convirtió en su cuerpo para entregarlo por la salvación del mundo y el vino que convirtió en su sangre para establecer la nueva y definitiva alianza entre Dios y la humanidad, eran un adelanto sacramental de lo que ocurriría al día siguiente en el Gólgota. Nos toca sin duda prestar ese servicio de perpetuar y hacer presente ese misterio de salvación en nuestra Iglesia. Ya eso es sin duda un impresionante servicio en favor de la vida de nuestro pueblo.
Pero esos gestos, esas palabras nos involucran también a nosotros. No somos meros agentes, ejecutores de un oficio pasajero. Toda nuestra vida, en todas sus dimensiones, está llamada a configurarse con lo que ocurrió en el Cenáculo y en el Gólgota. Momentos y lugares que son a su vez síntesis y recapitulación de todo el Evangelio de Jesús.  
Nosotros hacemos y decimos, pero también nos toca vivir la Buena Noticia que predicamos y los sacramentos que realizamos, sobre todo la Eucaristía. Nosotros también nos tenemos que dejar hacer por Dios pan que Jesús toma en sus manos, rompe, bendice y entrega; vino de la copa que el Señor comparte como signo de una nueva comunión filial y fraterna de los hombres entre sí con Dios. Nuestra vida sacerdotal cobra su pleno sentido cuando nos volvemos el mismo alimento que repartimos y la misma bebida que compartimos para que nuestros hermanos vivan y sacien su sed y no perezcan en el duro camino de la vida.
Vivimos tiempos tormentosos en Venezuela. El pueblo que nos toca servir pasa hambre, pasa sed, padece toda clase de enfermedades y no consigue fácilmente los medicamentos para su salud. Se siente indefenso, amenazado por toda clase de peligros y los gobernantes elegidos para cuidarlo y hacerlo progresar en fraternidad y unidad lo han abandonado a su propia suerte y lo han reducido a la humillante condición de indigentes y esclavos de un sistema represivo y totalitario. Atravesamos un inmenso desierto y no sabemos cuándo llegaremos a la Venezuela libre y soberana, donde todos, sin distinción de partidos e ideologías, seremos y nos comportaremos como hermanos.
El Papa Francisco en la carta que le envió ayer a los obispos venezolanos nos anima a mantener viva y fuerte esta esperanza: “Agradezco así mismo su continuo llamamiento a evitar cualquier forma de violencia, a respetar los derechos de los ciudadanos y a defender y defender la dignidad humana y los derechos fundamentales, pues, igual que ustedes, estoy persuadido de que los graves problemas de Venezuela se pueden solucionar si hay voluntad de establecer puentes, de dialogar seriamente y de cumplir con los acuerdos alcanzados”,
Te toca ser un pastor valiente que no se deje arrastrar por la desesperación y el pesimismo en esta hora menguada de tu país. Haz tuyo estas recomendaciones que el Papa Francisco le dio a los sacerdotes y consagrados en su reciente viaje a Egipto y que presentó bajo formas de tentaciones a vencer. Vence con Cristo y la ayuda de tus hermanos en la Iglesia, la tentación de dejarte arrastrar, en vez de asumir con valentía tu vocación de pastor que guía a su rebaño. “El buen Pastor, dice el Santo Padre, tiene el deber de guiar a su grey (cf. Jn 10,3-4), de conducirla hacia verdes prados y a las fuentes de agua (cf. Sal 23). No puede dejarse arrastrar por la desilusión y el pesimismo (diciéndose a si mismo): «Pero, ¿qué puedo hacer yo?».
Está siempre lleno de iniciativas y creatividad, como una fuente que sigue brotando incluso cuando está seca. Sabe dar siempre una caricia de consuelo, aun cuando su corazón está roto. Sabe ser padre cuando los hijos lo tratan con gratitud, pero sobre todo cuando no son agradecidos (cf. Lc 15,11-32). Nuestra fidelidad al Señor no puede depender nunca de la gratitud humana: «Tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (Mt 6,4.6.18).
Lucha contra “la tentación de sentirte por encima de los demás y de someterlos por vanagloria, de tener la presunción de dejarte servir en lugar de servir. Es una tentación común que aparece desde el comienzo entre los discípulos, los cuales —dice el Evangelio— «por el camino habían discutido quién era el más importante» (Mc 9,34). El antídoto a este veneno es: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9,35).
Enfrenta con Cristo y con tu presbiterio, la tentación del individualismo. Como dice el conocido dicho egipcio: «Yo, y después de mí, el diluvio». Es la tentación de los egoístas que por el camino pierden la meta y, en vez de pensar en los demás, piensan sólo en sí mismos, sin experimentar ningún tipo de vergüenza, más bien al contrario, se justifican. La Iglesia es la comunidad de los fieles, el cuerpo de Cristo, donde la salvación de un miembro está vinculada a la santidad de todos (cf. 1Co 12,12-27; Lumen Gentium, 7). El individualista es, en cambio, motivo de escándalo y de conflicto.
En realidad, el consagrado, si no tiene una clara y sólida identidad, camina sin rumbo y, en lugar de guiar a los demás, los dispersa. Enraízate fuertemente en tu identidad de sacerdote dominico católico, partícipe junto con los demás presbíteros de tu Orden y de la Iglesia local, donde te toque servir, del único sacerdocio de Cristo, como un árbol que cuanto más enraizado está en la tierra, más alto crece hacia el cielo. Solo así podrás vivir a plenitud el lema de la Orden de los Predicadores: “Contemplata aliis tradere”.
Querido hijo, te esperan tiempos recios. No te va a ser fácil, responder a los desafíos que te esperan más allá de las puertas de este templo parroquial. Pero con palabras de San Gregorio Magno, papa te digo: “Que ninguna adversidad te prive del gozo de esta fiesta interior que hoy se inicia en ti; porque al que tiene la firme decisión de llegar a término ningún obstáculo del camino puede frenarlo en su propósito. Por eso te invito que vivas siempre injertado en Jesús, ensamblado en tu comunidad religiosa y consubstanciado con las comunidades cristianas que te toque servir. (Cf. Jn 15,4). Cuanto más enraizados estés en Cristo, más vivo y fecundo será tu ministerio pastoral. “Así como es santo quien te llamó, también tú sé santo en toda tu conducta” (1 Pe 1,15)
Que Nuestra Señora del Rosario a quien has sido confiado por tu fundador Santo Domingo de Guzmán, desde la fundación de la Orden, se haga a partir de hoy tu madre, protectora y guía y tú, como buen hijo de madre tan amorosa, te dejes conducir por ella por las sendas ya surcadas por las huellas de su Hijo Jesús, para que, con tan eficaz compañía, recorras con firmeza todos los misterios de la redención, glorifiques a Dios y santifiques a tus hermanos.  Amén
Maracaibo 7 de mayo de 2017.

+Ubaldo R Santana Sequera FMI
Arzobispo de Maracaibo


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