domingo, 22 de mayo de 2016

SANTISIMA TRINIDAD 2016 - HOMILIA



SANTISIMA TRINIDAD 2016
HOMILIA
El domingo pasado celebrábamos el misterio de Pentecostés: la venida del Espíritu Santo sobre los discípulos de Jesús en forma de lenguas de fuego. En su discurso de despedida Jesús le decía a los suyos que le iba a pedir a su Padre les enviara el Consolador, el Espíritu Santo, porque era un don absolutamente necesario para que pudieran comprender todo lo que él les había comunicado,  llegar a la verdad completa y ser sus testigos en el  mundo entero.
Hoy, ocho días después de Pentecostés, la Madre Iglesia coloca la fiesta de la Santísima Trinidad. Lo que significa que ésta es la primera verdad en la que el Espíritu nos quiere introducir. Y efectivamente la Santísima Trinidad es el misterio central del cristianismo. El ser humano ha sido hecho a imagen y semejanza de Dios. Cuando creó el ser humano dijo: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza (…) Y Dios creó al ser humano a su imagen; los creó imagen de Dios, los creó hombre y mujer” (Gen 1, 26-27). La plenitud de la semejanza e imagen de Dios la alcanzan las criaturas humanas cuando se complementan, en sana sabiduría,  y ejercen su soberanía solidariamente sobre la creación para que todos se beneficien de ella.
Ahora bien Dios no es un ser solitario. En la unidad de la substancia divina hay  tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Una triniunidad una unitrinidad. Nosotros estamos hechos a imagen y semejanza de la Trinidad. Somos “trinidianos” desde nuestro origen y nuestra vocación en esta tierra es vivir, con libertad y convicción propias, esta  identidad primordial e imprimir esta identidad en todas las tareas que emprendamos en esta tierra.
Por Jesucristo nos enteramos que él no es de este mundo, que viene de lo alto, enviado por su Padre Dios, de quien es Hijo unigénito y muy amado. El Señor nos revela que ha venido a este mundo para dar a conocer y llevar a cabo el designio de Dios sobre la humanidad. Según ese designio, el Padre quiere “que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2,4). Toda la obra de la salvación proviene del Padre, ha sido manifestada por su Hijo, el Verbo Encarnado y actualizada en el mundo y en la historia por el Espíritu Santo.
Nos enteramos, siempre por Jesús, de que este plan del Padre, escondido desde la eternidad en su corazón, es un designio que brota del gran amor que El tiene por este mundo y por todos los que habitamos en el (Cf Jn 3,16). Amor tan inmenso que, tras una larga preparación, narrada en el Antiguo Testamento,  al llegar la plenitud de los tiempos (Cf Gal 4,1-4), envió nada menos  que a su mismísimo Hijo, nacido de mujer, según la Ley, para abrirnos las puertas de la casa de la familia divina, y hacernos entrar por ella, en calidad de hijos adoptivos y pudiéramos llamarlo, con toda propiedad, nuestro “Abba”, nuestro papá. Jesús nos enseñó que la oración que nos identificaba era el Padrenuestro.
Jesús nos hace saber que, no contento con enviar a su Hijo a este mundo, el Padre quiere, a instancias de su Hijo, compartir otro tesoro de familia: el don del Espíritu Santo. Así se completa la presentación de las tres personas de la Santísima Trinidad en la historia de la salvación. El Padre decidió conseguirnos la justificación. Esta nueva relación con El la llevó a cabo por medio de la muerte y resurrección de su Verbo Encarnado. Y ese dinamismo salvador de Dios que Pablo llama amor, se inserta en el corazón de los creyentes gracias al don del Espíritu Santo.
A la hora del regreso a donde está su Padre, el Señor no quiere dejar huérfanos a los suyos (Jn 14,18). Por eso, ruega al Padre les envíe un segundo Consolador “para que esté siempre con ustedes y en ustedes (Jn 14, 17)”. Jesús revela y hace presente al Padre: “Quien me ve a mi ve al Padre (…) Créanme que yo estoy en el Padre y el Padre está en mi.” (Cf Jn 14,8-11; Cf Col 1,15). Y el Espíritu Santo hace presente al Padre y al Hijo en la vida de los creyentes, en el mundo, en la historia humana y en la Iglesia.  
Por medio del amor que el Espíritu derrama sobre  la humanidad, los seres humanos quedamos permanente e íntimamente conectados con el Padre y con el Hijo. Por eso dice Jesús a los apóstoles en el cenáculo: “Si alguien me ama, cumplirá mis palabras y el Padre lo amará y vendremos a él y pondremos nuestra morada en él” (Jn 14,23). El Espíritu Santo formó a Jesús en el seno de la Virgen María el día de la Anunciación. Lo formó en la comunidad apostólica naciente, el día de Pentecostés.  Lo formó en cada uno de nosotros, cuando fuimos bautizados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. El es el alma de la Iglesia, le da vida y unidad, la ilumina con sus dones y la enriquece con sus carismas. Abre la mente de los cristianos para comprender  cómo toda la Sagrada Escritura se refiere a Jesucristo.
Gracias a él descubrimos que la plenitud de la Verdad está presente en la persona, la vida y el mensaje de JC y que la podemos hacer nuestra, amando a Jesús y en Jesús, a cada ser humano, con el mismo amor con que Jesús los amó.  Gracias a la presencia del amor de Jesús, que el Espíritu Santo introduce en nuestros corazones (Rm 5,8), podemos cumplir el mandamiento supremo con el cual el Señor quiere que sus discípulos sean identificados en este mundo: amar a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo, sea amigo o enemigo, cercano o lejano, pariente o  extranjero, enfermo o sano, de la misma cultura, religión o de otra, como Jesús los amó.
El Espíritu Santo es el que impulsa con fuerte ímpetu a los discípulos de ayer y de hoy a vencer sus miedos, a salir de sus encierros y a lanzarse, con decisión y valentía, a las calles y a las encrucijadas del mundo a dar testimonio de Cristo Resucitado y llevar su mensaje y su Reino hasta los confines de la tierra, a todas las periferias existenciales y territoriales. El es el que transforma a los cristianos, para que sean en este mundo, carcomido por las guerras, los genocidios, las discriminaciones, la intolerancia y las discordias, portadores de perdón, de misericordia y de reconciliación.
 La presencia de la Trinidad en la humanidad y entre los hombres es irreversible No hay vuelta atrás. Dios Trino se queda para siempre entre nosotros hasta el fin del mundo. Estamos llamados a hacer realidad esa vocación desde esta tierra, en el corazón palpitante de las realidades del mundo y dentro de nuestra misma Iglesia. Nuestra vocación es devolverle a este mundo su sello original trinitario.
 La Iglesia es la expresión histórica de cómo se vive en esta tierra la identidad y la dimensión trinitaria. Todo debe llevar esta marca. La puerta de acceso para vivir en esta dimensión es la vivencia del mandamiento del amor y del servicio mutuo. Sin comunión en el amor y el servicio no está presente la Trinidad en nuestras vidas. Solo adelantando esta vocación en esta tierra podremos  ser sumergidos en la comunión eterna con esas tres personas divinas.
Dejémonos conducir por la Trinidad santa: por el Padre lleno de misericordia y perdón que con su sabiduría ha creado todo para nosotros. Por Jesús, su Hijo, para aprender cómo vive, sirve, ama, muere y resucita un hijo de Dios. Por el Espíritu de amor, que nos habitará y guiará para aprender a vivir “en el Espíritu”, en la gozosa y plena libertad de los hijos de Dios.
+Ubaldo R Santana Sequera FMI
Arzobispo de Maracaibo


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