viernes, 3 de abril de 2015

HOMILIA DEL VIERNES SANTO 2015 - Camino de la cruz, camino de la vida

HOMILIA DEL VIERNES SANTO 2015

Camino de la cruz, camino de la vida  

Muy queridos hermanos y hermanas presentes en este templo catedralicio y que nos siguen a través de la TV, de la radio, de Internet y de las redes sociales:

Nos encontramos de nuevo hoy para celebrar un momento clave del misterio pascual: la pasión, muerte y sepultura de Nuestro Señor Jesucristo. Hoy no se celebra misa. Es un día de ayuno y abstinencia marcado también por la oración y la contemplación de Jesús crucificado. Es el día en que escuchamos la predicación de las siete palabras pronunciadas por el Señor en el Calvario.  En esta oportunidad, en honor al año de la vida Consagrada declarado por el Papa Francisco, Fray Richard Godoy, sacerdote perteneciente a la Orden de Ntra. Sra. de la Merced, conocidos popularmente como los padres Mercedarios, las ha acaba de predicar en esta catedral. Este día también caminamos detrás de las imágenes de Jesús crucificado, del Santo Sepulcro, de la Dolorosa y sus acompañantes, María Magdalena y Juan Evangelista. Fueron las personas más cercanas a Jesús en el Calvario y las que nos ayudan a descubrir el sentido del trágico desenlace de la vida del Señor.

¿Cuál es el sentido último de la Pasión y Muerte de Jesús? ¿Por qué tuvo que morir tan joven? ¿Por qué de manera tan horrorosa? Esta pregunta se la ha hecho siempre la humanidad, nos la hacemos nosotros, no solo ante la muerte de una persona como Jesús sino ante los millones de seres humanos asesinados en el vientre de sus madres, asfixiados en las cámaras de gas de los nazis,  ejecutados por millares en genocidios provocados por gobernantes locos, muertos en los bombardeos de ciudades y campos en las dos guerras mundiales, ametrallados por grupos terroristas, decapitados por fundamentalistas, tiroteados por bandas criminales, masacrados por narcotraficantes, descuartizados por comerciantes de órganos.

 ¡Cuántos verbos tenemos para decir matar! Cada día alcanzamos mayor grado de refinamiento en el arte de aniquilarnos los unos a los otros, de infectarnos con virus mortales, de envenenarnos químicamente, de reducirnos a meros vegetales, de exterminarnos, de desecharnos y volvernos chatarras humanas.  ¿Qué sentido tiene todo eso? ¿Por qué la muerte y el sufrimiento de los inocentes? Preguntas que vuelven insistentemente a nuestra mente, asaltan  nuestra conciencia y se quedan sin respuesta. Ninguna religión las puede contestar satisfactoriamente. Tampoco el cristianismo.

Ante tanta atrocidad, la Iglesia nos invita hoy a mirar en silencio al crucificado. A todos esos “Job” del mundo Dios no les contesta sino con el envío de su hijo a este mundo. El que impidió que Abraham ejecutara a su hijo Isaac (cf Gen 22, 10-12), que estableció el mandamiento “No matarás”  (Ex 20,13), no impidió que arremetieran contra su Hijo Jesús. A tanto salvajismo solo opuso la fuerza divina de su amor infinito,  el torrente incontenible de su solidaridad compasiva, la irresistible revolución de su ternura. La respuesta de Dios no fue una palabra bonita de consolación, una promesa hueca sino el don de sí mismo en la persona de su hijo Jesús. De ese modo nos quiso decir: “No les puedo explicar el sufrimiento, el mal y la muerte. Pero me vengo a vivirlos con ustedes, vengo a ayudarles a enfrentar el mal, a asumir el peso del sufrimiento, a confrontarse con el vértigo de la muerte. Vengo a enseñarles como salir de semejante laberinto a fuerza de perdón, de compasión, de ternura y de amor. Ahí les mando a mi Hijo único. Fíjense en él, mi Predilecto, en quien he puesto toda mi complacencia (cf Mt 3,17; 17,5). Tomen su cruz y síganlo. Vayan adonde el vaya. Vayan hasta donde él vaya. Aunque pasen por valles tenebrosos, nada teman porque él estará con ustedes; su vara y su cayado les darán seguridad” (cf Sal 23,4; Is 43,1-7)).

Esa es la respuesta del Padre.  La carta a los Hebreos empieza con este texto: “Muchas veces y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros antepasados por medio de los profetas, ahora en este momento final nos ha hablado por medio del Hijo” (He 1,1). Lo sabemos todos, cuando una persona atraviesa por un gran dolor, porque sicarios han matado a su hijo, porque un avión quedó en manos de un desequilibrado mental, porque unos matones irrumpieron en una casa de familia, lo importante no son las palabras que digamos sino que estemos allí, al lado de los seres afectados por la tragedia y los acompañemos en su aflicción. Eso fue lo que hicieron Juan Evangelista y María Magdalena y María de Salómé con la Virgen María al pie de la cruz (cf Jn 19,25-27). Muchos siglos antes, el salmista  lo expresó hermosamente con estas palabras: “Lo libraré porque se aferró a mí, lo protegeré pues conoce mi nombre; me llamará y le responderé, estaré a su lado en la desgracia” (Salmo 92, 14-15). Así está Jesús hoy a nuestro lado.

Son grandes los sufrimientos que está pasando nuestro pueblo, por la inseguridad reinante, por la carencia de los bienes básicos, por las insuficiencias hospitalarias, por la entronización de la corrupción como  forma vergonzosa de ganarse la vida. No le falta ninguna estación al viacrucis venezolano. Tampoco le faltará la de la Resurrección. Una vez más ante la disyuntiva planteada por Poncio Pilatos: “¿a quién quieren que les suelte: a Jesús Nazareno, rey de los judíos, o al ladrón Barrabas? (cf Jn 18,38-40), igual que los habitantes de Jerusalén,  todos preferimos que suelte al ladrón y encarcele al inocente.

La enfermedad de Venezuela es que hemos liberado al Barrabás que llevamos por dentro, hemos optado por ser Barrabás los unos para los otros y no Jesús de Nazaret, acaparando los productos regulados para “bachaquearlos”, explotando con precios exorbitantes a nuestros propios hermanos, transformando en objetos de presa y de codicia a nuestra propia familia. Por ese camino, será muy difícil que encontremos los caminos de la paz, de la justicia y de la sana y fraterna convivencia. La sentencia de Jesús es dura y lapidaria: “Si ustedes no se convierten, todos perecerán igualmente” (Lc 13,5).

Así no actuó Jesús. Ese no fue su camino. El no dio ningún motivo “revolucionario” para que le matasen. No fue un agitador social, ni un líder político, ni un guerrillero. No lo mataron por eso, aunque le acusaron de eso, levantándole calumnias ante los romanos para que lo condenaran a muerte. Hubiera sido un pobre líder, rápidamente olvidado y reemplazado, si hubiera avalado la muerte y la violencia como caminos válidos de liberación. 

Lo mataron por ser un revolucionario de mucha mayor envergadura: por creer en un Dios distinto, Padre de todos sin distinción ni discriminación alguna, por devolverle su plena dignidad a los pobres, por poner a su alcance la Palabra de Dios, por convivir con ellos, por denunciar y condenar las idolatrías del poder, del placer y del dinero.  Ese fue el camino seguido por ejemplo por Mons. Oscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador, que pronto será beatificado  y por eso lo asesinaron. Todos estamos sometidos a la tentación de adorar falsos dioses, de claudicar ante desigualdades y  discriminaciones, colocarnos a la sombra de los ricos y olvidarnos de los pequeños, de prosternarnos ante los poderosos y los potentados de este mundo.  

El camino de Jesús es otro muy distinto. Se hizo realmente nuestro hermano. Prefirió dejarse matar antes que utilizar la violencia para defenderse. “Guarda tu espada, le increpó a Pedro que quiso defenderlo con un arma. Que todo el que pelea con espada a espada morirá. O ¿crees que no puedo acudir a mi Padre, que pondría en seguida a mi disposición más de doce legiones de ángeles? (Mt 26,52-53). Jesús pudo esconderse en Galilea, bajar de la cruz, alejar de si el cáliz del sufrimiento pero prefirió dar la cara,  ir hasta el final del escándalo de la cruz. Pasó sed, aguantó golpes, escarnios, flagelos, vilipendios, traiciones, negaciones y  abandonos. Soportó todo calladamente cuando, por fin, pudo clamar, en los estertores de su agonía: “Todo está cumplido”. (Jn 19,30). Ya podía por fin entregarse tranquilo y apaciguado en los brazos de su Padre: “Padre, en tus manos encomiendo mi  espíritu” (cf Lc 23,46). Había llevado a cabo su misión en esta tierra.

Hermanos y hermanas, la violencia, las ideologías que enarbolan la bandera de la lucha de clases no son respuestas válidas para sacar a la humanidad de los laberintos de la muerte, de las injusticias sociales ni de las guerras. La respuesta está en la cruz y solo en la cruz de Jesucristo. Solo en ella, como Pablo, hemos de gloriarnos porque en ella se concentra la energía indispensable para doblegar las fuerzas demoníacas de este mundo. (cf Gal 6,14). No busquemos otra luz que nos saque de nuestras tinieblas porque “El es la luz del mundo” (Jn 8,12). No busquemos otra agua con la cual saciar nuestra sed (cf Jer 2,13), porque la que brota de su costado, junto con su sangre, es la fuente de agua viva que convierte a quien bebe de ella “en manantial que brota hasta la vida eterna” (Jn 4,13-14). No busquemos otro maestro que nos enseñe a amar porque no hay mejor escuela que el Cenáculo y más prestigiosa  cátedra que la cruz del Gólgota para aprenderlo. Sólo este tipo de amor, que llega hasta la locura extrema de perder para ganar, hasta el colmo de dar la vida por sus enemigos, tiene poder para transformarlos en amigos, hermanos e hijos de Dios (cf Jn 15,13).

San Pablo saca la conclusión práctica de este camino cristiano y a través de su exhortación a sus hermanos de la comunidad de Roma nos invita a recorrerlo: “A nadie devuelvan mal por mal; procuren hacer el bien ante todos los hombres. Hagan lo posible, en cuanto de ustedes dependa, por vivir en paz con todos. No hagan justicia por sus propias manos, queridos míos, sino dejen que Dios castigue…Por tanto si tu enemigo tiene hambre dale de comer; si tiene sed, dale de beber. Actuando así, harás que enrojezca de vergüenza. No te dejes vencer por el mal; por el contrario, vence al mal a fuerza de bien” (Rm 12, 17-21).  

TE ADORAMOS, O CRISTO Y TE BENDECIMOS PORQUE POR TU SANTA CRUZ HAS REDIMIDO EL MUNDO. REDIMENOS A NOSOTROS TAMBIÉN, CON EL PODER DE LA SANGRE GLORIOSA QUE BROTA DE TU COSTADO ABIERTO.  QUE EN COMPAÑÍA DE MARIA NO TENGAMOS MIEDO DE ACOMPAÑARTE HASTA EL PIE DE TU CRUZ Y DE CADA UNA DE LAS CRUCES DE NUESTRA VIDA PARA  QUE HEREDEMOS EL DON DE TU ESPIRITU DE AMOR, SEAMOS LAVADOS DE NUESTROS PECADOS Y ENVIADOS A SER PORTADORES DE TU PERDON Y DE TU RECONCILIACION HASTA LOS CONFINES DEL MUNDO. AMEN.

Maracaibo 3 de abril de 2015


+Ubaldo R Santana Sequera FMI
Arzobispo de Maracaibo






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