jueves, 2 de abril de 2015

HOMILÍA DEL JUEVES SANTO 2015 - HAGAN ESTO EN MEMORIA MÍA

HOMILIA DEL JUEVES SANTO 2015
HAGAN ESTO EN MEMORIA MÍA

Muy queridos hermanos y hermanas,
Este jueves por la tarde concluye el tiempo de Cuaresma y se inicia el Sagrado Triduo Pascual de la muerte, sepultura y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Aunque celebremos cada uno de estos acontecimientos en días separados, todos forman parte de un único misterio de salvación: el Misterio Pascual. Nos encontramos en el corazón de nuestra fe cristiana. Los cuarenta días de oración, ayuno, penitencia, limosna y escucha de la Palabra de Dios no tenían otro objetivo que el de prepararnos a vivir en toda su plenitud las fiestas de la Pascua cristiana.
Esta noche  celebramos el preludio de todos esos acontecimientos: la Última Cena del Señor con sus discípulos. El evangelista San Juan, cuando nos narra esta parte de la historia de Jesús, quiere que caigamos en la cuenta de la importancia decisiva de las cosas que iban a suceder en esa Cena. Por eso enmarca su relato con esta solemne introducción: “Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1). 
¿Qué ocurrió aquella noche en el recinto del Cenáculo tan digno de semejante prólogo? Ocurrieron muchas cosas, de las cuales Juan nos cuenta sólo algunas. Entre ellas estas cuatro: Jesús instituyó la Eucaristía, constituyó el sacerdocio de la Nueva Alianza, entregó el mandato del Amor mutuo y consagró la vida de servicio como único camino válido para los que quieran seguirlo.
Sobre el pan pronunció las palabras: “Este es mi cuerpo entregado por ustedes. Hagan esto en memoria mía”; sobre la copa de vino: “Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; cuántas veces beban de él, háganlo en memoria mía” (1 Co 11,23-26). En plena cena, se quitó la túnica, se ciño una toalla y con gran escándalo de sus apóstoles, echó agua en una jofaina y se puso a lavar los pies a cada uno de ellos. Al concluir les dijo: “¿Comprenden lo que he hecho con ustedes? Ustedes me llaman el Maestro y el Señor y dicen bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies unos a otros; les he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con ustedes, ustedes también los hagan” (Jn 13,12-15). Finalmente, en el coloquio de la sobremesa, les entregó un mandamiento y les recalcó que sería el mandamiento distintivo de los suyos: “Les doy un mandamiento nuevo: Ámense los unos a los otros. Como yo los he amado, así también ámense los unos a los otros. Por el amor que se tengan los unos a los otros reconocerán todos que son mis discípulos” (Jn 13,34).
Eucaristía, sacerdocio, mandamiento del amor y ejemplo de servicio: cuatro momentos intensos y recapituladores de la vida y del mensaje de Jesús. Los entregó juntos, en el mismo lugar, en un solo momento. Le pidió a sus discípulos que no solamente no los olvidaran sino que los practicaran siempre en su nombre, “en memoria suya”,  porque eran indispensables para que  pudieran ser reconocidos como discípulos suyos y su Iglesia pudiera subsistir los embates del demonio.  Les pedía velar para mantenerlos siempre unidos, tanto en la predicación, como en la celebración y  en la vida.  No les estaba permitido separarlos sino entregarlos en un solo bloque existencial.  Solamente así podían producir su verdadera eficacia salvadora.
Los gestos y palabras del Cenáculo se aplican a todos los cristianos, discípulos misioneros de Jesús, pero hoy, jueves santo, cobran particular fuerza en los ministros ordenados, es decir los obispos, presbíteros y diáconos. Todos los sacerdotes del mundo nacieron esa noche en el Cenáculo. Nuestra acta de nacimiento como sacerdotes está fechada en un solo lugar: el Cenáculo de Jerusalén. Nacimos junto con la Eucaristía y para la Eucaristía; en el servicio  y para el servicio; en el amor extremo y para el amor hasta el extremo. Nacimos en el  lavatorio para hacer presente que la historia de la salvación del mundo se llevó a cabo en el anonadamiento, la humildad,  la obediencia hasta la muerte y muerte de cruz (cf Fil 2,5-8). Hemos sido sellados con el mandato del amor  para ser, como sacerdotes de la nueva alianza,  memorias vivas de la fuerza incontenible y transformadora que tiene la práctica constante de este mandamiento tal como Jesús lo practicó.
 No hay eucaristía sin sacerdocio ni sacerdocio sin eucaristía. Tenemos que recordar al mundo que la humildad de Jesús es la única fuerza capaz de  decapitar el pecado de la arrogancia,  del orgullo y de las ansias de poder  que desde Adán y Eva, envenenan la mente y el corazón de todos los seres humanos, llevan a los que detentan autoridad y gobierno a volverse opresores de sus pueblos y transformar así el mundo en un infierno.  El mandamiento del amor mutuo nos revela que “Dios es amor” (1 Jn 4,7) a la vez que nos enseña que la ley fundamental de la perfección humana y por tanto de la transformación del mundo es el mandamiento nuevo que nos dejó Jesús (cf GS 38),  “la noche en que iba a ser entregado”.
El Cenáculo se consumó el día siguiente en el Calvario.  Los acontecimientos del jueves fueron un adelanto sacramental de lo que le tocaría vivir a Jesús el viernes santo y la noche de la Resurrección (1 Co 11, 23). Al día siguiente, el Señor entregó efectivamente su cuerpo en la cruz, derramó realmente su sangre por el costado abierto, por las heridas de la flagelación, las punzadas de la corona de espinas y las desgarraduras de sus manos y de sus pies. Nos lavó con su sangre preciosa, no solamente los pies como a Pedro y a los apóstoles,  sino todo nuestro ser,  limpiándonos de nuestros pecados; nos dio muestras de lo que significa amar hasta el colmo, hasta  la locura, dejándose crucificar, él, el justo inocente, el cordero sin mancha, como un vil criminal, entre dos ladrones. Todo ¡por nosotros y por nuestra salvación!
Cuando Jesús llegó a Jerusalén con sus discípulos, éstos les preguntaron: “¿Dónde quieres que te preparemos la Pascua?”. El les contestó: “Sigan a un hombre que lleva un cántaro de agua y díganle: el maestro quiere celebrar la Pascua en tu casa”. El lugar escogido se transformó en el Cenáculo donde ocurrieron todos los hechos que acabamos de comentar. Si nosotros le hacemos ahora al Señor la misma pregunta: “Señor, ¿dónde quieres que celebremos la Pascua este año? Seguramente nos dará la misma respuesta: “Quiero celebrar la Pascua en tu casa”. “Mira, que estoy junto a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3,20).
 ¿Estamos dispuestos a abrirle la puerta al Señor  y poner nuestra casa a su disposición  para que celebre su Pascua? Si el entra, la transformará en Cenáculo y nos hará descubrir la maravilla de su Eucaristía; nos  lavará los pies y nos enseñará a lavárselo a los demás y encontrar nuestra máxima felicidad en servir a los demás; nos entregará su mandato de amor y nos enseñará a dar la vida por nuestros amigos.
No dudemos, mis hermanos, en dejar entrar al Señor. Entremos, junto con él, en este santo Triduo Pascual. Que no haya un solo Cenáculo. Que haya miles, millones de Cenáculos donde el Señor siga entregando su cuerpo y derramando su sangre; donde los sacerdotes celebren la Eucaristía; donde los seres humanos aprendan la dicha de vivir sirviendo a los demás; donde se haga práctica cotidiana el mandamiento del amor mutuo.  Así se hará realidad lo que el Señor le pidió a los suyos aquella noche: “Hagan esto en memoria mía”. Si lo hacen el mundo reconocerá que son discípulos míos. Amén.
Maracaibo 2 de abril de 2015
+Ubaldo R Santana Sequera FMI
Arzobispo de Maracaibo


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