sábado, 15 de agosto de 2020

DOMINGO XIX DEL T.O. CICLO A-HOMILIA

DOMINGO XIX DEL T.O. A

HOMILIA

Lecturas: 1 Re 19, 9ª.11-13ª; salmo 84, 9abc.10-14; Rm 9,1-5; Mt 14,22-33

ÁNIMO, ¡SOY YO, NO TENGAN MIEDO!


Mis amados hermanos y hermanas en Cristo Jesús,

Desde el domingo pasado, hemos ido descubriendo que el anuncio del Reino llevado a cabo por Jesús, no es exclusivamente un discurso, sino que incluye al mismo tiempo un actuar. Signos, milagros y enseñanzas se conjugan para manifestar que el Reino de Dios se hace presente y que, en última instancia, coincide con la misma persona de Jesús. Esta es la perspectiva desde la cual hemos de interpretar las acciones que Jesús lleva a cabo en esta sección narrativa del evangelio de Mateo.

El relato evangélico de hoy se sitúa inmediatamente después de la multiplicación de los panes y los peces, texto que escuchamos el domingo pasado. La portentosa manifestación de poder que allí Jesús puso de manifiesto, creó una situación muy particular. En la reseña de este episodio, San Juan acota que, “cuando la gente vio la señal que había hecho, quisieron llevárselo para declararlo rey” (Jn 6,15).

Ante esta peligrosa reacción de la multitud, el Señor toma tres inmediatas decisiones. Primero decide alejar a sus discípulos de ese lugar y les ordena subirse inmediatamente en la barca y zarpar hacia la otra orilla del lago. No quiere que se contaminen con ideas mesiánicas nacionalistas ajenas a las suyas, y con las cuales ya ocultamente simpatizan.  Segundo despide a la gente y las envía a sus aldeas, sin hacer caso a sus pretensiones políticas. Tercero, se queda solo y, como en tantos momentos decisivos de su ministerio, busca encontrarse íntimamente con su Padre, en una oración que abarcará, esta vez, toda la noche. 

La oración es el recurso preferido de Jesús para alejar la tentación que el demonio le vuelve a presentar, valiéndose del contaminante entusiasmo de la multitud. Necesita recordarse él mismo que no solo de pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de Dios. La oración es fundamental no solo para Jesús sino para todos los que tenemos que enfrentar las tentaciones, vencerlas y mantenernos fieles a los designios del Padre. En Getsemaní, después de haber apartado nuevamente de su camino al tentador, Jesús les recordará a sus discípulos: “Estén atentos y oren para no caer en tentación. El espíritu está dispuesto pero la carne es débil” (Mt 26,41).

Recuperadas todas sus fuerzas espirituales, Jesús decide salir en ayuda de sus discípulos. Los versículos que siguen son una de las más bellas páginas de este evangelio y constituyen una maravillosa catequesis de lo que ocurre cuando el hombre tiene la oportunidad de encontrarse con Dios. Forma un díptico luminoso con el encuentro del profeta Elías con el Señor en la cumbre del Horeb, (Cfr. primera lectura). Les invito a que se acomoden en algún rinconcito de la barca en la que navegan los discípulos para contemplar, asimilar y aplicar en sus vidas esta espléndida manifestación de Dios.  

Los discípulos navegan desesperados hacia la otra orilla. Un viento contrario le ha salido al paso, ha levantado un fuerte oleaje que zarandea la barca y le impide avanzar hacia la costa. ¡Qué bien ilustra esta imagen las tormentas que la Iglesia tiene que enfrentar en sus navegaciones históricas! Unas más fuertes que otras. Actualmente está sumergida en una grande. 

De repente, continúa el relato evangélico, en medio de aquella noche tempestuosa, de oleajes enfurecidos, que para los pescadores y lugareños representan los poderes del mal y de la muerte, aparece una sombra deslizándose sobre las aguas. En el colmo del terror, los apocados navegantes, al confundirla con un fantasma proveniente del sheol, empiezan a gritar. Cuando creen que van a perecer, resuena una voz familiar: “Anímense, Soy yo, no teman”. 

Jesús quiere exorcizar de la mente de sus discípulos toda ínfula de grandeza y superioridad que haya podido generar su participación en la multiplicación de los panes. Quiere que los suyos descubran su pequeñez, su nada y la gran necesidad que tienen ellos también de ser salvados. El primero que pasa por el crisol de esta purificación es Pedro, el piloto de la barca Iglesia.  Le va tocar experimentar en vivo y en directo su poca fe. Para poder más tarde confirmar a sus hermanos en la fe (Lc 22,32) 

En la seguridad con la que salta de la barca para ir donde está Jesús es puramente humana, hay muy poco de fe. Por ello, pronto pierde pie y se hunde en el piélago. Y no le queda otra que tender sus manos hacia Jesús y pedir un desesperado SOS: “¡Señor sálvame! Al momento Jesús extendió la mano, lo sostuvo y le dijo: ¡Hombre de poca fe! ¿Por qué dudaste?” 

Esta es la experiencia por la que tenemos que pasar todos, mis hermanos: caer en la cuenta de nuestras falsas seguridades, y cuando nos estamos hundiendo, gritar desesperados: “¡Señor, sálvame!” Nuestra vida toma otro rumbo cuando, habiendo tocado fondo, reconocemos la inmensa e imprescindible necesidad de ser salvados por Jesucristo. Una dicha indescriptible nos invade cuando, en el momento de una misa, de una confesión, de un llanto de arrepentimiento, sentimos que su mano se apodera de la nuestra y con fuerza nos arranca del abismo que nos está tragando (Cfr. Sal 93,4).

La figura de Jesús, caminando, en la penumbra de la alborada, sobre el mar impetuoso, invitando a los suyos a cobrar ánimo, a reconocerlo y a abandonar todo temor, rememora las escenas finales de Cristo resucitado.  Con su resurrección el crucificado venció el mal y la muerte que ejercían su dominio sobre los elementos primordiales de las aguas del mar. Ahora como Señor de la vida, camina triunfalmente sobre ellos (Cfr. Sal 77,20) y puede tender su mano salvadora a la humanidad entera para impedir que perezca para siempre.

Pedro sube a la barca de la mano de Jesús, la borrasca cesa y todos llegan a buen puerto. Esa es la gracia del sosiego, y de la paz que embarga los corazones de todos los hombres que viven por años sumidos en la oscuridad, la desesperación y el miedo, y en una de esas alboradas, el Señor con gran misericordia les tiende la mano, la salva de la muerte y colma sus corazones de alegría y perdón. (Is 43,1-5).

Los de la barca, con Jesús y su piloto ya dentro, dejado atrás el peligro que han corrido, se prosternan ante el Señor, reconociendo en él la presencia del Dios vivo y convencidos de que, así como los acaba de salvar a ellos, también tiene suficiente poder misericordioso para salvar el mundo.

La vocación de la Iglesia no estar anclada en mares de calma chicha, sino la de navegar con viento contrario, entre oleajes y mares tormentosos. No le pidamos al Señor que los elimine o los suavice, sino que nos entrene para mantenernos firmes y fuertes en la fe, sorteando los escollos en alta mar. Lo importante es que llevemos siempre nuestros corazones llenos de paz y confianza, y nuestras mentes habitadas por aquellas palabras del Señor: “En el mundo tendrán que sufrir, pero tengan valor: Yo he vencido al mundo” (Jn 16,30)

Hoy somos nosotros los montados en esa misma barca. Jesús está con nosotros y Pedro, en su sucesor Francisco, sigue siendo el piloto. Postrémonos, hermanos, y reconozcamos que ciertamente y, sin ningún género de duda, Jesucristo es el Hijo de Dios, es nuestro Señor y Salvador. No somos nosotros los que calmamos las aguas, ni dominamos los vientos. Es el Señor quien siempre se presentará en medio de nuestras noches, cuando creemos que ya zozobramos y nos dejará oír su voz, que todo lo cambia y lo hace nuevo: “Animo, Soy YO, no tengan miedo”. Amén

Carora 9 de julio de 2020


+Ubaldo R Santana Sequera FMI

Administrador apostólico sede vacante de Carora



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