sábado, 15 de agosto de 2020

DOMINGO XX DEL TIEMPO ORDINARIO CICLO A

DOMINGO XX DEL TIEMPO ORDINARIO CICLO A

Lecturas: Is 56,1.6-7; Sal 66,2-3.5-6.8; Rm 11,13-15.29-32; Mt 15,21-28

HOMILIA


Muy queridos hermanas y hermanos en Cristo Jesús,

El evangelio de hoy nos lleva de viaje a los confines del norte de Israel, en tierras de Tiro y Sidón. La Canaán del Antiguo Testamento, donde llegó Abrahán cuando salió de Ur en Caldea (Gen 12,1-6).  El Líbano actual, sumido como sabemos, en una indescriptible tragedia de dolor y muerte. Es una de las pocas incursiones de Jesús fuera de Palestina. El mismo afirma en el evangelio de hoy “que ha sido enviado solamente a las ovejas perdidas de la Casa de Israel”. Pero el encuentro con una mujer pagana va a revelarle la otra dimensión de la voluntad salvífica de su Padre Dios: “que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2,4).

Ya se había encontrado antes con el caso de un pagano, un centurión romano, que había conseguido la curación a distancia de su servidor, con una extraordinaria manifestación de fe, que Jesús mismo ponderó (Mt 8,5-13) y puso como ejemplo. Mateo relata el encuentro de Jesús con la mujer pagana, y por consiguiente impura y excluida, inmediatamente después de una intensa controversia con los fariseos sobre el tema de la pureza legal (Mt 15,1-20). En esta discusión el Señor había rebatido sus argumentos y había dejado en claro que es lo que vuelve impura a una persona ante Dios. 

El episodio se presenta como una intensa confrontación entre la mujer cananea y Jesús. La música de fondo es el grito insistente de la madre desesperada, dispuesta a lo que sea para conseguir que Jesús cure a su hija poseída. “Señor, hijo de David, ¡Ten compasión de mí! Mi hija es atormentada por un demonio”. Pero Jesús, relata Mateo, permanece indiferente. La razón de su silencio, aparece en un segundo momento, cuando los discípulos, fastidiados por aquellos gritos y temerosos de quedar impuros por el trato con una mujer pagana, le piden a Jesús que la atienda. Ya sabemos la respuesta de Jesús: su Padre Dios no lo ha enviado a recoger ovejas perdidas fuera de Israel sino dentro. 

No siempre logramos entender los comportamientos de Jesús. ¿Cómo podía permanecer insensible al grito de ayuda de aquella mujer angustiada, él cuyas entrañas se estremecieron ante el abandono de la multitud que andaba como ovejas sin pastor? (Cfr. Mt 9,36). La intervención de los discípulos no tiene resultado. Pero miren, hermanos, lo que sucede. 

La mujer que, hasta ese momento, venía detrás de todos ellos, pegando gritos de ayuda, de repente se adelanta, le cierra el paso a Jesús, se postra delante de él, y le suplica por tercera vez: “¡Señor, ayúdame!” La respuesta de Jesús es tajante y dura, como si quisiera ver hasta dónde es capaz de llegar esta madre pagana para conseguir la curación: “No está bien quitar el pan a los hijos para echárselo a los perritos”. Los hijos sentados a la mesa, son los israelitas, el pueblo elegido; los perritos los paganos. 

La objeción de Jesús para rechazar una vez más la angustiosa plegaria de aquella mujer, refleja el conflicto que se presentó en la comunidad judeo-cristiana pastoreada por Mateo a finales del siglo primero, ante el dilema de si debía aceptar en su seno o no a paganos convertidos. Para Mateo era necesario tumbar, de una vez por todas, esa barrera y abrirse al mundo pagano. Será la admirable respuesta de la invencible mujer cananea la que le dará el último empujón al muro puesto por Jesús para terminar de derrumbarlo: “Es verdad, Señor; pero también los perritos comen las migajas que caen de la mesa de sus dueños”. 

¡Qué importante que haya gente, como esta humilde mujer anónima, antepasada de los hoy sufridos libaneses, que estén allí donde hay que estar! Y no tengan miedo de dar el empujón que haya que dar, para caigan los muros que impiden la fraternidad y la convivencia humana. Cristo mismo se quedó admirado, como le pasó con el centurión romano pagano. “¡Mujer, ¡qué grande es tu fe! ¡Que se cumplan tus deseos!”

La mujer habla de unas migajas. No pretende quitarle el pan a los hijos para que su hija se vea libre del demonio. Bastan unas migajas de la gracia salvadora de Jesús, caídas de la mesa del pueblo judío para que el milagro acontezca. ¿Y bastan! Como basta una sola gota de la sangre de Cristo para redimirnos a todos. La paz y la fraternidad no vendrán con ojivas nucleares, ni bacteriológicas. ¡No, hermanos! Vendrá de un empujoncito, justo donde hay que darlo. Así cayó el muro de Berlín. Y así caerán todos los muros, empujados por los pequeños, los débiles de esta tierra. El de Venezuela caerá así, no de otra manera.  

Ayer, solemnidad de la Asunción, fue la fiesta de otra gran mujer, la de la Virgen María, la madre de Dios. Y oímos una vez más el canto de su Magnificat: “ el Señor derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes”. Esa es también la evangélica lección que nos dejó, Don Pedro Casaldáliga, obispo prelado de S. Félix de Araguia, en Brasil, que vivió, sirvió, amó y murió hace pocos días, entre los pobres y sencillos. No pongamos esperanza en los poderosos, ni en los déspotas, ni en los dictadores, mis hermanos. De ellos no vendrá nunca la salvación. 

En la segunda lectura de estos domingos S. Pablo hace él también una lectura de esta extensión de la gracia justificadora de Dios en Cristo Jesús a los paganos. Pablo habla de un injerto en el viejo árbol de olivo del pueblo judío (Cfr. Rm 11,1-24). Y en la carta a los Efesios hablará de cómo Jesús es nuestra paz, al demoler, con su cuerpo, el muro divisorio de hostilidad entre los seres humanos (Cfr Ef 2,11-22). 

Ese es el poder de la fe. Jesús no la encontró en la gente de su pueblo (Lc 4,24-26), ni en los doctos fariseos y escribas de Jerusalén (Mc 7,1-13), ni en las ciudades comerciales de Galilea (Mt 11,20-24), ni siquiera en un primer momento en sus discípulos. Ya vimos como los llamaba “los-de-poquita-fe” (Mt 6,30. 8,26. 14,31). Pero entre los paganos, entre las mujeres cananeas, como el mismo se lo hizo ver a sus coterráneos, encontró “gente-de-mucha-fe”, esa fe que derrumba ostracismos étnicos, discriminaciones racistas, religiosas, y hace surgir la convivencia y la vida donde había desaparecido. 

Esa fe de la mujer pagana, esa es la que tenemos que venir a buscar mis hermanos, en cada encuentro con Jesús en la eucaristía. Esa es la fe que necesitamos. La fe en migajas. La fe grano de mostaza. La fe que pide, la fe que grita, la fe que busca, la fe que toca a la puerta desesperadamente. La fe que no se cansa, que se atraviesa, que se arrodilla y llora, que levanta los ojos suplicantes, se agarra del borde de un manto, se cobija debajo de una sombra, porque cree que lo que pide se le dará, lo que busca lo encontrará, la puerta a la que llama se le abrirá, el muro se caerá y del otro lado, una vida nueva florecerá. 

Carora, 16 de agosto de 2020


+Ubaldo R Santana Sequera FMI

Administrador apostólico sede vacante de Carora

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