domingo, 27 de agosto de 2017

DOMINGO XXI ORDINARIO CICLO A 2017 ¿Y TU QUIEN DICES QUE SOY YO?

Muy queridos hermanas y hermanos,
La pregunta sobre quién es Jesús ya la habían formulado anteriormente otros interlocutores. Cuando EL Señor calmó la tempestad en el lago, sus discípulos se preguntaron: “¿Quién es éste que hasta los vientos y el mar le obedecen?” (Mt 8,27). Cuando desde la cárcel Juan el Bautista se entera de las actuaciones de Jesús, le manda a preguntar con sus discípulos: “¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?” (11,2) y los testigos de la expulsión de un demonio se preguntan: “¿No será este el Hijo de David?” (12, 23). La pregunta sobre la identidad de Jesús está pues en el aire a lo largo de toda la narración de Mateo y mantiene, aún hoy, su permanente actualidad.
En el evangelio que acabamos de escuchar, es Jesús quien toma la iniciativa de formular la pregunta sobre su identidad. Lo hace cuando se encuentra con sus discípulos en una región muy agreste y apartada del norte de su país, en la frontera con Siria, donde están las fuentes del río Jordán y se practican, desde tiempos ancestrales, actos idolátricos. Ya lleva Jesús bastante tiempo con los suyos, ya lo han visto actuar, han escuchado sus enseñanzas. Dentro de poco va a iniciar la larga caminata que lo va a llevar a Jerusalén, la etapa culminante de su misión. Necesita empezar a cohesionar más a los suyos y fortalecerlos en la fe para prepararlos a su pasión y muerte.
Primero les pregunta sobre quién dice la gente que es él. Las respuestas son variadas. Lo confunden con Juan el Bautista que acaba de ser decapitado, con Elías, con Jeremías o con algún personaje relevante del Antiguo Testamento. Todas las respuestas encierran un aspecto verdadero: Jesús es un profeta que viene en nombre de Dios. Pero todas denotan la confusión que tiene la gente sobre su verdadera identidad y lo difícil que les resulta comprender su misión.
Luego pregunta directamente a sus discípulos: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”. La pregunta va dirigida a todos. Pedro es el que contesta en nombre de todos sus compañeros. “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Sorprende que, ante opiniones tan variadas como confusas, Pedro responda inmediatamente con claridad y contundencia. Jesús se va a centrar en su respuesta para extraer importantes afirmaciones que conviene recoger.
Se trata de una profesión de fe, completamente distinta a las opiniones emitidas por el entorno popular. Reconoce a Jesús como Mesías e Hijo de Dios vivo. No es Hijo de cualquier dios sino del Dios vivo. Queda claro que los demás dioses no son, no tienen vida ni comunican vida. El Dios de la Biblia, desde que se presentó a Moisés en la zarza ardiente (Cf Ex 3,1-14), se manifiesta siempre como un Dios que camina con su pueblo, que lo acompaña en todo momento y en todas partes, que se mantiene fiel a su alianza, a pesar de las prevaricaciones de Israel, y que no olvida nunca sus promesas. El Dios que Jesús hace visible no es un Dios de muertos sino de vivos (Cf. Mt 22,32).
Jesús felicita a Pedro y lo declara dichoso porque lo que ha dicho no es algo que lo sacó de su cabeza o de sus razonamientos, sino una revelación que proviene directamente de su Padre Dios. Ya Jesús lo había proclamado anteriormente: “Mi Padre me entregó todas las cosas y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y a quien el Hijo se lo quiera revelar” (11,27). Pedro es dichoso porque pertenece a esos pobres y sencillos a quien el Padre tiene predilección en revelarle sus designios. La búsqueda racional de Dios es posible, pero para entrar en una relación personal e íntima con El, hace falta la gracia divina que Dios da a quien Él quiere.
Es dentro de esta relación que Jesús está invitando a Pedro a entrar de ahora en adelante. No quiere tener seguidores fríos y cerebrales sino hombres profundamente tocados, en lo más íntimo de su ser, por la gracia del encuentro con el misterio de Dios presente en él. Para llevar a cabo este seguimiento va a ser menester que cambie completamente el rumbo de su vida y asuma otra misión. Jesús se lo da a entender cambiándole el nombre, de Simón a Pedro, que significa piedra, roca.
“Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. La profesión de fe Pedro se transforma en el basamento sólido sobre el cual el Señor quiere realizar la convocatoria del pueblo de la nueva alianza, la Iglesia. Es decir, aquella comunidad integrada por quienes lo reconocen como Mesías e Hijo de Dios. Pedro será la primera piedra de ese nuevo edificio, sobre él y sobre todos los que profesan su fe en Cristo Jesús como Señor y Salvador, levantará su Iglesia. Esa Iglesia se sostiene contra todos los embates porque es Jesús quien la edifica, la convoca, la consolida en torno a él. Él es la única piedra angular (Cf. Ef 2,20).
Como primera piedra de esta nueva realidad, Jesús le entrega las llaves del Reino de los cielos. La imagen de las llaves no se refiere tanto a la idea del portero ni a la del iniciador espiritual que comunica a otros adeptos secretos de vida religiosa, sino a la entrega de una autoridad que habrá de ejercer con responsabilidad. En este sentido “atar y desatar” significa sobre todo la responsabilidad que recae, sobre él y sobre todos los demás dirigentes y pastores, de facilitar al pueblo creyente el acceso a Dios como Padre y al encuentro directo y personal con Jesús y sus hermanos. En ese sentido no se han de comportar como aquellos fariseos y letrados a quienes Jesús les reprocha precisamente que ni dejan entrar al pueblo sencillo al Reino ni tampoco entran ellos (Mt 23,13).
Hermanos hermanas, queda claro que para san Mateo el encuentro personal con Jesús es vital para la salvación, pero se trata de un asunto que solo se consigue con el don la gracia divina. Una gracia que hay que pedir constantemente porque no la recibimos de una vez por todas. El mismo Pedro es un vivo ejemplo de la necesidad de crecer constantemente en la fe. En el episodio que sigue al que estamos comentando, Pedro trata de apartar a Jesús de su misión mesiánica a través de la cruz y se gana un terrible regaño (16,23). Y en las puertas de la pasión, sabiendo Jesús que Pedro lo va a negar, le dice: “¡Simón, Simón! (ya no lo llama Pedro sino usa su viejo nombre) Mira que Satanás ha pedido permiso para sacudirlos, así como se hace con el trigo cuando se le separa de la paja. Pero yo he rogado por ti para que no pierdas tu fe y tú, una vez convertido, fortalece a tus hermanos” (Lc 22,31-32).
   A cada uno de nosotros nos toca seguir avanzando por el camino de la fe, ansiando llegar al perfecto conocimiento de Jesús y estar en condiciones en cada situación en que nos coloque la vida de responder personalmente a la pregunta de Jesús: “¿Quién dices tú que soy yo?”. Una respuesta que nos tocará, con la gracia del Espíritu Santo y la ayuda de nuestros hermanos, ir renovando en cada una de las etapas importantes de nuestra vida. La tendremos que responder, no desde la razón o el cerebro, sino desde el corazón y la vida.
Igual que Pedro no podemos inventar la respuesta. Tenemos que esperar que el Padre nos haga el don de su Espíritu para que podamos profesar rectamente desde nuestro modo de vivir, desde nuestros comportamientos, desde la calidad de nuestras relaciones, llenas de misericordia y compasión, quién es Jesús para nosotros. Solo a partir de una respuesta acertada y personal a esta pregunta, traducida en vida y entrega en el amor al hermano empezamos a ser cristianos y construimos Iglesia. Nunca olvidemos que es en el crisol del sufrimiento y de la cruz que nos toca llevar si queremos seguir al Señor, donde la fe se fragua y alcanza su verdadero temple.

Hoy también es una buena oportunidad para manifestar nuestro deseo de transformarnos nosotros también en pequeñas piedras vivas para la construcción del Reino. Como lo pide San Pedro en su 1a carta, pensando quizá en el inicio de su nueva misión: “Al acercarse a él, piedra viva, desechada por los hombres, pero elegida y preciosa para Dios, también ustedes participan como piedras vivas en la construcción de un templo espiritual para ejercer un sacerdocio santo que, por mediación de Jesucristo, ofrezca sacrificios espirituales agradables a Dios” (1 Pe 2,4-5).
En esta eucaristía, demos gracias a Dios porque nos ha introducido como sujetos constructores de su Reino de justicia, de paz y de vida. De algún modo también compartimos el don de las llaves, en la medida que tenemos cada uno de nosotros, como miembros de la comunidad del Dios vivo, la gran responsabilidad de contribuir con nuestro servicio humilde y sencillo a abrir las puertas del Reino de Dios a tantos hermanos que sufren toda clase de abandono y esperan ansiosamente quien les ayude a darle un verdadero sentido a sus vidas.
Maracaibo 27 de agosto de 2017
+Ubaldo R Santana Sequera FMI
Arzobispo de Maracaibo

No hay comentarios:

Publicar un comentario