domingo, 6 de agosto de 2017

LA TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR 2017 - HOMILÍA

LA TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR 2017
HOMILÍA
EL CAMINO HACIA LA GLORIA CON CRISTO PASA POR LA CRUZ. NO HAY OTRO

Muy queridos hermanos y hermanas,
El relato de la transfiguración del Señor se sitúa en el inicio de la tercera parte del evangelio de Mateo. En esta última etapa Jesús enfila decididamente sus pasos hacia Jerusalén y se concentra en la formación de sus discípulos para que estén en condiciones de compartir su pasión y su muerte en cruz. Luego de la profesión de fe formulada por Pedro, Jesús empieza a mostrar, de manera abierta, cual es la figura de mesías que él está llamado a realizar. Los discípulos necesitan ir asimilando poco a poco el camino doloroso que su Maestro les propone y lo que significa para ellos y para todos los que quieran hacerse discípulos de Jesús. Van a ir descubriendo que el camino doloroso que Jesús quiere recorrer es necesario para la salvación de la humanidad y la glorificación de Jesús. Ese mismo camino les tocará recorrer a ellos y a los seguidores del mañana, si quieren ser fieles al seguimiento de su Señor.
Este anuncio trastorna la cabeza de Pedro y la de sus compañeros. Ellos caminan con Jesús en medio de los pobres, pero en su mente cultivan proyectos de grandeza. Sueñan con un Mesías político que va a expulsar a los invasores romanos e re-instaurar gloriosamente el Reino de Israel. Esperaban un rey glorioso. Por eso se escandalizan al oír los anuncios que, por tres veces, Jesús hace de su pasión y muerte. Jesús recrimina fuertemente a Pedro por su falta de comprensión y aceptación de los designios de su Padre y lo invita a él y a los demás discípulos a una profunda conversión para estar en capacidad de seguirlo, renunciando a sí mismos, cargando con su cruz y colocando sus pasos detrás de los suyos.
El pasaje de la Transfiguración, acontecimiento de la vida de Jesús que hoy celebramos, y en el que Jesús aparece glorioso en lo alto de un monte, era una ayuda para que ellos pudiesen superar el trauma de la cruz y estar así en condiciones de descubrir el verdadero mesianismo de Jesús y el sentido profundo de sus vidas. Pero, aun así, muchos años después, cuando ya estaba difundido el cristianismo en Asia menor y Grecia, la cruz seguía siendo un gran impedimento para las comunidades procedentes del judaísmo y del paganismo.
En su primera carta a los Corintios el apóstol Pablo se ve en la necesidad de abordar este tema. Para los de cultura judía la cruz es una locura; para los que provienen del paganismo, es un escándalo. Uno de los mayores esfuerzos de los escritores y pastores de los primeros siglos consistió a ayudar a los miembros de la comunidad a situar con claridad el tema de la cruz y del sufrimiento como camino hacia la gloria. La cruz no es ni una locura ni un escándalo sino la expresión más preciosa de la sabiduría de Dios (Cf 1 Co 1,22-31). Es en esta perspectiva que yo los invito, queridos hermanos, a leer, meditar y aplicar el texto del evangelio de la Transfiguración. La cruz es el camino hacia la gloria para Jesús y para sus seguidores y no hay otro. No hay atajo. No hay plan B.
Jesús mismo nos lo dice claramente en el texto que viene inmediatamente después del primer anuncio de su pasión: “Si alguno quiere venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue su cruz y me siga. Porque el que quiere salvar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí la encontrará. ¿De qué le servirá a uno ganar el mundo entero si ´pierde su vida?” (Mt 16,24-26). Todo lo que el evangelista nos narra sobre la transfiguración tiene por finalidad dejar bien claro que ese es el camino ya señalado para el Mesías en las Escrituras y el que corresponde a los designios del Padre para salvar la humanidad.
En la cima de la montaña, Jesús manifiesta el esplendor de su gloria, escondida en su humilde humanidad, ante tres de sus discípulos. La montaña evoca el monte Sinaí donde en el pasado, Dios había manifestado su voluntad a su pueblo recién liberado por medio de Moisés. Los vestidos blancos recuerdan el resplandor que cubrió a Moisés cuando bajó de la montaña con las tablas de la Ley. Junto a Jesús transfigurado, aparecen Moisés y Elías, las dos mayores autoridades del Antiguo Testamento. Moisés representa la Ley. Elías la profecía. Con su aparición a los lados de Jesús, concuerdan para reconocer que Jesús es el Mesías que recoge en su persona toda la Escritura y todas las promesas mesiánicas. Lucas, por su parte, informa que conversaban con él sobre su próximo éxodo, es decir su muerte en Jerusalén. Queda así claro que tanto la Ley como los Profetas enseñaban que ese era y no otro el camino que asumiría el Mesías para redimir la humanidad del pecado.
Pedro, en medio de su temor, se siente bien y quiere quedarse de una vez en ese éxtasis de gloria en la montaña. Y con razón pues ese es nuestro destino final. Los otros dos quedan como embotados ante la revelación divina.  En eso resuena la voz del Padre desde la nube: “Este es mi hijo amado en quien me complazco. Escúchenlo”. La expresión “Hijo amado” evoca la figura del Mesías Siervo, anunciado por el profeta Isaías (cf. Is 42,1). La expresión “Escúchenlo” evoca la profecía que prometía la llegada de un nuevo Moisés (cf. Dt 18,15).
Jesús es realmente el Mesías glorioso y el camino para la gloria pasa por la cruz, según había sido anunciado en la profecía del Mesías Siervo (Is 53,3-9). La gloria de la Transfiguración lo comprueba. Moisés y Elías lo confirman. El Padre lo garantiza. Jesús lo acepta. Los discípulos están llamados a convertirse para acoger al Mesías servidor sufriente sin reticencia. A él debemos escuchar y seguir fielmente sin desfallecer. Solo al final, después de haber recorrido todo el camino de la vida incluyendo la muerte, se manifestará la gloria.
La Cruz de Jesús es la prueba de que la vida es más fuerte que la muerte. Estamos ante la piedra de escándalo del cristianismo, la parte más dura de asimilar, de aceptar y de vivir.  La comprensión total del seguimiento de Jesús no se obtiene por medio de la instrucción teórica, pero sí por el compromiso práctico, caminando con él por el camino del servicio, desde Galilea hasta Jerusalén.
La civilización actual también rechaza el sufrimiento y la cruz. Por eso busca inventar todo tipo de evasiones para ignorarlos. Por otro lado, cada día vemos con mayor consternación cómo grandes masas de seres humanos son explotados inmisericordemente por sus semejantes en la esclavitud sexual, la trata de blancas, el comercio de órganos, la industria del aborto, trayendo consigo la miseria y la degradación humana. Es claro que debemos aplaudir todos los progresos de la ciencia médica para enfrentar y curar enfermedades que causan tanto dolor y superar en cuanto sea posible el sufrimiento humano. Pero estos avances no suprimen la existencia de la enfermedad, de la finitud y del sufrimiento que la humanidad lleva dentro de sí. Tenemos pues que aprender a vivir con esa realidad dolorosa y difícil.
En esta situación se encuentra hoy el pueblo venezolano. Gran parte de su angustia y de su sufrimiento es causado por aquellos que debieran servirles para hacerles la vida más llevadera y humana. Hermanos venezolanos derraman sangre de otros hermanos venezolanos. Eso no está bien. Como esa realidad está allí delante de nosotros, tenemos que aprender a reconocerla para poder, con la fuerza que nos comunica el hombre de la cruz y del amor, Cristo Jesús, impedir que nos aniquile moral y espiritualmente.
El camino de la cruz que transfigura a los seres humanos en hermanos pasa por una permanente actitud de servicio, de fraternidad y de reconciliación. ¿No será mejor entonces aprender a recorrerlas, a asumirlas con Cristo, de la manera más humana y solidaria posible, para transformarlas en caminos de fraternidad solidaria, en crecimiento de convivencia humana y en aceptación de unos y otros para poder adelantar la construcción de un mundo mejor?
Jesús nos enseña que la cruz forma parte del camino humano, pero no es la meta. Quedarse en ella es inhumano y puro masoquismo. Dios no quiere el dolor por el dolor, como condición humana permanente. El dolor y el sufrimiento no son castigos de Dios. Hay que superarlos. Hay que ir más allá. Pero no ignorándolo o combatiéndolo artificialmente sino transformándolos como Jesús y con Jesús en camino hacia la gloria y la transfiguración. Con la esperanza de alcanzar esa tierra nueva y ese cielo nuevo desde ahora, desde nuestras condiciones terrestres limitadas, y más tarde en toda su plenitud. Ese es el reto que el Señor nos propone. Esa es su apuesta. Y nos invita como a los tres discípulos de la montaña a no tener miedo en recorrerla con fe. El hizo el camino completo y nos garantiza que es el único que tiene salida.
Que el mismo Dios que dijo: «Brille la luz del seno de las tinieblas», haga hecho brillar la luz en nuestros corazones, para que demos a conocer la gloria de Dios que resplandece en el rostro de Cristo. El himno litúrgico siguiente recoge toda la enseñanza de esta hermosa fiesta:
Para la cruz y la crucifixión,
para la agonía debajo de los olivos,
nada mejor
que el monte Tabor.
Para los largos días de pena y dolor,
cuando se arrastra la vida inútilmente,
nada mejor
que el monte Tabor.
Para el fracaso, la soledad, la incomprensión,
cuando es gris el horizonte y el camino,
nada mejor
que el monte Tabor.
Para el triunfo gozoso de la resurrección,
cuando todo resplandece de cantos,
nada mejor
que el monte Tabor. Amén.
Maracaibo 6 de agosto de 2017

+Ubaldo R Santana Sequera fmi
Arzobispo de Maracaibo


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