domingo, 25 de agosto de 2019

DOMINGO XXI ORDINARIO CICLO C 2019 - CAMINO CON CRISTO A JERUSALEN, CAMINO DE SALVACIÓN


DOMINGO XXI ORDINARIO CICLO C 2019
CAMINO CON CRISTO A JERUSALEN, CAMINO DE SALVACIÓN


Muy queridos hermanos,
El inicio del evangelio de hoy nos recuerda por segunda vez que Jesús va camino a Jerusalén para cumplir su misión mesiánica. Va acompañado de sus discípulos y aprovecha el largo trayecto para formarlos mejor y enseñar por las ciudades y pueblos por donde va pasando. Inscrito en esta dinámica, el texto nos revela cuán importante es darle una meta a nuestra vida y que la mayor felicidad que nos puede ocurrir es llegar a conocer la meta hacia la cual camina Jesús y formar parte de ella como un discípulo suyo.
La pregunta que le hace una persona anónima: “Señor, ¿son pocos los que se van a salvar? “. Jesús no la contesta directamente. La aprovecha más bien para recalcar algunos rasgos fundamentales que distinguen al discípulo suyo y la comunidad conformada por ellos.  
En primer lugar, el discípulo debe entrar por la puerta estrecha. Es decir, estar dispuesto a renunciar a llevar la vida por “la puerta ancha” de la comodidad, del placer y del goce egoísta de los bienes terrenales y espirituales. La puerta estrecha que desemboca en el Reino simboliza la lucha espiritual para mantenerse en el camino de Jesús, y, con su ayuda, vencer los obstáculos que se interpongan para alcanzar cada día la meta correspondiente.
Esta decisión hay que tomarla en el momento oportuno. Y el momento oportuno es ahora, hoy, antes que el dueño de la casa cierre la puerta no la abra más. No posterguemos indefinidamente nuestra conversión, nos recomienda el sabio, pensando que Dios es paciente y su misericordia infinita (Si 5,6-7). No nos refugiemos tampoco en la ilusión de que tenemos el cielo ganado porque leemos la Biblia, hacemos Lectio divina, vamos regularmente a misa o pertenecemos a alguna sociedad religiosa importante. Si no tengo amor, insisten San Pablo y San Juan, nada soy y de nada me sirve. Todas estas acciones son muy buenas sin duda, pero si nos llevan a un cambio de vida concreta, a un abandono de la vida pecaminosa y a la práctica del mandamiento del amor mutuo, en nada adelantamos.
La salvación que Dios nos ofrece en Jesucristo es un don gratuito de su pura misericordia, no el fruto de nuestros esfuerzos ni un premio por los méritos que hayamos acumulado por nuestras buenas acciones.  Esa gracia salvadora no queda confinada en nuestras parroquias ni en nuestras organizaciones. El Señor quiere, dice San Pablo, que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad ( 1 Tim 2,4). Él se vale, sin duda, del servicio de la Iglesia. Ella es su sacramento de salvación universal. Pero también ofrece su gracia salvadora por otros caminos que nosotros desconocemos. El hecho que es que vendrá gente del este y del oeste, del norte y del sur y se sentará en el banquete del Reino de Dios.   
Seguir a Jesús y estar con él es el bien más preciado de la vida. No hay nada que se pueda equiparar a ese tesoro. Es la perla escondida por la que vale la pena venderlo todo para adquirirla. Esto no quiere decir que él Reino de Dios se adquiera, se compre o sea producto de cualquier tipo de intercambio o de negociación. El seguimiento efectivo del Señor nos lleva a ser servidores humildes de nuestros hermanos, pero siervos inútiles, al fin y al cabo, dispuestos a recibir nuestra participación en el Reino de Dios como un don, una gracia inmerecida. No hay novenarios, rezos, penitencias, privaciones, ayunos ni acciones caritativas que nos hagan merecedores del premio celestial. No somos nosotros los que conquistamos a Cristo. Es Cristo quien nos conquista y nos adquiere con su preciosísima sangre (Fil 3,12-14)
El camino de Jesús hacia la ciudad santa no es solamente un itinerario geográfico sino también un programa espiritual. Este recorrido nos compromete también a nosotros a estar siempre en viaje con Jesús, a configurarnos como itinerantes, peregrinos en pos de la Jerusalén celeste.
¿Cuántos son los que se salvan? Eso no es lo más importante. Lo importante es si yo quiero participar de la salvación que Jesús ofrece y si estoy dispuesto a dejarme configurar por el amor de Cristo Jesús para reflejar algo de la belleza de esa salvación desde ahora en mi vida diaria, en mis relaciones fraternas, y a aceptar para ello todas las renuncias y desprendimientos que esta opción supone. Vistas las cosas así, y colocando primero y por encima de todo, esta gracia, cobran valor auténtico la pertenencia activa a una comunidad de fe, la escucha fiel de la Palabra, la participación en la eucaristía, la oración, nuestros servicios solidarios de amor y misericordia, de justicia, de paz.
La imagen de la puerta estrecha es el símbolo de la obra de transformación que el Señor quiere llevar a cabo en nosotros. Sólo él puede hacer de nosotros hombres salvados, creyentes que se someten a su gracia en un lento y progresivo trabajo hasta que brote la personalidad plasmada por su evangelio y en nuestra vida vaya apareciendo su imagen y semejanza. Quien esté dispuesto a ganar su vida para sí mismo la perderá. Quién esté dispuesto a perder su vida por Cristo y sus hermanos la ganará. La lógica del evangelio no es la que rige este mundo: para que gane yo es menester que pierdan los demás; no es ni siquiera es ganar-ganar. Es la perder, perder por Cristo y con Cristo-para que mis hermanos y el mundo ganen y alcancen su plenitud. Quien pueda entender que entienda.
Maracaibo 25 de agosto de 2019
+ Ubaldo R Santana Sequera fmi
Arzobispo emérito de Maracaibo

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