sábado, 19 de diciembre de 2015

ORDENACIÓN PRESBITERAL DE LOS DIACONOS ANDRY SANCHEZ Y JORGE PEREZ - HOMILIA

ORDENACIÓN PRESBITERAL
DE LOS DIACONOS ANDRY SANCHEZ  Y JORGE PEREZ
HOMILIA
Muy queridos hermanos y hermanas
EL SACERDOCIO UN DON DE DIOS
El pasado domingo tuvimos la gracia de iniciar en nuestra Iglesia local el Año Jubilar extraordinario de la Misericordia, con la apertura de la Puerta Santa. Y apenas traspasado el umbral, hoy recogemos uno de sus primeros frutos: el don de dos nuevos presbíteros para nuestra Iglesia arquidiocesana. ¡Bendito y Alabado sea el Señor!
Los diáconos Andry y Jorge han hecho un largo recorrido formativo para llegar a este importante momento de sus vidas. Pero no vayamos a pensar ninguno de nosotros que su ordenación es un premio a sus méritos o un galardón por su perseverancia. No. Su ordenación sacerdotal es ante todo y por encima de todo un don de Dios. En el texto de la segunda lectura escuchamos al autor de la Carta a los Hebreos afirmar: “Nadie asume por sí mismo este honor sino es llamado por Dios” (He 5,4). El sacramento del Orden, por el que se confiere el sacerdocio ministerial, como todos los sacramentos, es un don amoroso y gratuito del Señor. Los dones se agradecen. ¡Gracias, Señor!
Así como sucedió con los primeros discípulos, Jesús llama a quién él quiere (Cf Mc 3,13). Hoy llama a estos dos hermanos nuestros. Si aceptan este llamado, los elegidos, como la Virgen María, de manera libre y responsable, han de responder con una total disponibilidad: “Hágase. Fiat” (Lc 1,38). El diálogo permanente con Dios, a través de la oración, la recitación del breviario, la lectura de los dos Libros: el de la realidad y la Biblia,  la dirección espiritual y otras mediaciones eclesiales, les permitirá mantenerse en sintonía con su santa voluntad y llevarla a cabo. Todo ha de reflejarse en una entrega incondicional, alegre, fiel y desinteresada al pueblo que Dios que les toque servir y amar hasta la muerte.,
Como todos los seres humanos, ustedes han sido hechos a imagen y semejanza de Dios (Cf Gen 1,26) para la comunión en el amor mutuo y trinitario, primero en la tierra y en el cielo. En el bautismo han sido llamados, como todos sus hermanos, a ejercer el sacerdocio real para contribuir a la dilatación del Reino de Dios en este mundo.  Hoy en cambio van a recibir un sacerdocio totalmente distinto: el sacerdocio ministerial, nacido del corazón amoroso y misericordioso del Señor Jesús, en la noche del Cenáculo.
Esa noche, en que iba a ser entregado, el Señor Jesús, deseoso de quedarse para siempre con nosotros, instituyó primero  el sacramento de la Eucaristía. Seguidamente instituyó los ministros encargados de realizar ese gran misterio de fe,  de amor y de salvación. Sus palabras fueron: “Esto es mi cuerpo que entrego por ustedes. ¡Hagan esto en memoria mía! Después de cenar hizo lo mismo con la copa diciendo: Esta copa es la nueva alianza sellada con mi sangre. Cada vez que la beban, ¡háganlo en memoria mía!” (1 Co 11, 23-25).
Todos los sacerdotes nacimos esa noche y fuimos llamados, en la Iglesia y en la historia de este mundo, a hacer presente a Jesús por medio de la Eucaristía “hasta que él vuelva”. Pero como la eucaristía es la síntesis de la vida de Jesús, la realización sacramental de la redención y el culmen de la historia de la salvación, la vida entera del sacerdote ha de volverse eucarística. Se vuelven hombres eucarísticos. Así los reconocen comúnmente los feligreses: somos los hombres de Dios, los hombres de la misa. Su vocación entonces es ser desde la eucaristía diariamente celebrada, presencia y memoria viva y encarnada de Jesús, desde su encarnación hasta su resurrección. “Quien me ve a mi ve a mi Padre” (Jn 14,9), le dijo el Señor al apóstol Felipe. Igualmente, mis queridos hijos,  no olviden nunca que como sacerdotes de Cristo,  eso mismo han de decir de ustedes: quien los vea a ustedes ha de ver siempre a Cristo Jesús.
Queridos hermanos y hermanas los invito a estar atentos para a vivir esta mañana, cada uno de los pasos de este bello rito sacramental, principalmente los de la imposición de las manos y la plegaria consecratoria, por medio de los cuales estos dos diáconos quedarán definitivamente configurados con el Señor. La ordenación los incorpora también a un presbiterio donde han de dar testimonio de  comunión fraterna. A partir de hoy, como pastores y próvidos colaboradores del obispo, en esta Iglesia local, han de continuar con mayor celo y entusiasmo al servicio de la porción del rebaño que su Pastor les confíe, con especial dedicación a los más pobres.
No trabajarán solos o aislados, sino estrechamente unidos a su Obispo y al gran cuerpo de agentes pastorales conformados por los diáconos permanentes, los laicos y los consagrados. Nuestra Iglesia Arquidiocesana cuenta, gracias a Dios, con un proyecto de renovación pastoral, que nos va permitir contribuir con el Espíritu Santo, convocar a todos los bautizados a vivir intensamente la pertenencia al Pueblo de Dios y a construir, desde la diversidad de sus dones, talentos y carismas, una sola Iglesia, bien ensamblada y articulada, que sea casa, escuela y taller de comunión y solidaridad para la misión. 
Todo esto será posible, mis queridos hijos, si se proponen desde hoy mismo desplegar, con la ayuda de la gracia divina, de su obispo, de sus hermanos sacerdotes, diáconos y de sus hermanos laicos y consagrados, todas las potencialidades presentes en el sacramento que reciben. Dejen a Dios actuar con libertad en ustedes para que el pueda sacar la figura de Cristo que quiere reproducir en cada uno. 
Para ello es menester que se acerquen, como los invita el texto de la carta a los Hebreos, con plena confianza a Cristo Jesús, el verdadero trono de la gracia, para obtener su misericordia y hacerse misericordiosos como él. Claven su mirada en Cristo Jesús, el iniciador y consumador de su fe (Cf He 12,2), y la razón de ser de su vida y ministerio, para descubrir la bienaventuranza de la misericordia. Búsquenlo, síganlo y quédense con él, como lo hicieron Juan y Andrés (Cf Jn 1,35-39). Solo así se podrán  impregnar de los sentimientos, de la mentalidad y de los rasgos  sobresalientes de su  eterno y supremo sacerdocio. Lleguen a ser ustedes también sacerdotes según el orden de Melquisedec.
Jesús es un Sumo Sacerdote digno de fe y lleno de compasión y misericordia. Es digno de fe porque desarrolla su vida en perfecta fidelidad al Padre, siempre dispuesto a cumplir todos sus designios (Cf Jn 15,9). Jesús es también un sacerdote impregnado  en todo de la misericordia divina, puesto que su amor solidario y compasivo con la humanidad llegó hasta el extremo de hacerse uno de nosotros y vivir radicalmente todas las condiciones del ser humano excepto en el pecado. En él se da perfectamente la parábola que él mismo contó: la del pastor que deja sus ovejas del cielo y baja a la tierra a buscar la oveja adámica que se le ha extraviado y se interna por los montes, valles y barrancos de la humanidad pecadora hasta dar con ella (Cf Lc 15,3-4).
Buscando esa oveja rebelde, supo, en carne propia, lo qué significa el pecado del mundo y todos los horrores y dolores que causa el imperio del mal en la carne, en el corazón, la mente y la cultura humana. Experimentó en su propio cuerpo llagado, taladrado, torturado, crucificado, abandonado hasta donde llega  el poder del mal, el sufrimiento de los inocentes, el aniquilamiento de los más vulnerables, la muerte injusta y cruel de los más débiles. No hay pecado que no haya llagado el cuerpo de Jesús. En sus cinco llagas están todos.
El profeta Ezequiel, tuvo la visión del nuevo Templo, de donde brotan las aguas sanadoras de Dios (Cf Ez 47, 1-12). Es una profecía de lo que ocurrió en el Calvario. Todas las horrendas atrocidades de la condición humana, sometida al yugo del pecado, quedaron bañadas por el torrente misericordioso que brotó del costado abierto de Jesús (Cf Jn 19,33-34). Sangre y agua se volvieron  una fuente infinita de amor, de ternura, de compasión y de perdón que se derrama sobre la humanidad y la creación entera a través de los sacramentos.
En el horror de la cruz y en el crucificado desfigurado, quedó patente, “que donde abundó el pecado sobreabundó la gracia” (Cf Rm 5,20). La misericordia de Dios siempre será mayor que cualquier pecado que cometan los hombres. No hay mal que pueda desfigurar definitivamente la belleza del amor y de la misericordia divina encarnada en la persona del Hijo de Dios hecho hombre ni tampoco la imagen de Dios impresa en el ser humano. Eso es lo que quiere dar a entender Jesús en  la parábola de la mujer que ha perdido una moneda y barre y barre toda la casa hasta encontrarla (Lc 15,8-10). Esa moneda lleva impresa, dicen los Padres de la Iglesia, la imagen borrosa de Dios y Jesús le devuelve todo su esplendor.
Ustedes mis queridos hijos, en este año jubilar extraordinario de la misericordia, han de ser testigos excepcionales de esa misericordia que Cristo nos ha mostrado. Traigan a esta fuente a todos sus hermanos para que se bañen en ella y queden purificados. Sean sacerdotes misericordiosos como Jesús. Salgan a buscar la oveja extraviada y tráiganla sobre sus hombres para pasar por la puerta del redil y devolverla al rebaño, restauren en sus hermanos la belleza de su semejanza divina, a través del bautismo y de la confesión. No den por perdido ningún hijo pródigo. Desde que el Hijo de Dios vino a este mundo y se encarnó en el seno de un ser humano, María de Nazaret, y dio su vida por todos, no hay ningún ser humano que no pueda volver a él.
Den de comer al hambriento, en su hambre física, y con la eucaristía, pan de vida eterna. Den de beber al sediento, sumergiéndolos en las aguas bautismales, ofreciéndole un vaso de agua a quien se lo pida, saciando la sed de conocer y vivir de la Palabra de Dios. Ofrezcan posada al necesitado, formando comunidades parroquiales y sectoriales de puertas abiertas,  hospitalarias y acogedoras de todos los que como José y María en Belén buscan posada y no encuentran. Vistan al desnudo, a través de la confesión y de la caridad compartiendo su manto como la Verónica y San Martín.  Visiten a los enfermos para llevarles consuelo, paz, la unción sacramental y el viático para emprender el viaje a la casa del Padre. Socorran a los presos, detenidos, procesados, sentenciados, personalmente y formando voluntarios que participen en la pastoral penitenciaria. Estén cerca de sus hermanos gravemente enfermos, ayúdenlos a bien morir, ayuden a la familia a despedirse de sus seres queridos. Transformen la pastoral de exequias en una pastoral de la compasión, la cercanía y la resurrección en Cristo Señor.
Enseñen al que no sabe a través de la evangelización, el Kerygma, la Catequesis, la formación bíblica, haciéndose presente en escuelas, liceos y universidades. Den buen consejo al que lo necesita en la dirección espiritual, la consejería familiar, el encuentro con los novios con motivo de la confección del expediente. Corrijan a los hermanos sacerdotes, diáconos y laicos que están descaminados y déjense corregir, agradecidos, por su hermanos, con humildad. Pidan perdón y ejerzan con gozo el gran ministerio del perdón a través de la Confesión sacramental. Consuelen a los afligidos, animen a los decaídos, levanten a los encorvados, alegren a los tristes, lloren con los que lloran, rían con los que ríen. Háganse todo con todos para ganarlos a todos a Cristo Jesús.  Sean pacientes, tolerantes y aguanten los defectos ajenos como desean  que los demás aguanten sus deficiencias y debilidades. Oren constantemente por los vivos y por los difuntos.
Sean, mis queridos hijos Andry y Jorge, el rostro vivo de la Misericordia divina. Que todo su ministerio, por la intercesión de nuestra Madre la Virgen de Coromoto, que Mons. Olegario Villalobos, sacerdote ejemplar, nos enseño a venerar y en cuyo honor construyó este templo, quede profundamente marcado por la experiencia viva de haber sido alcanzados por la misericordia divina y haber recibido el encargo de comunicarla a sus hermanos. Amén.
Maracaibo 19 de diciembre de 2015

+Ubaldo R Santana Sequera FMI
Arzobispo de Maracaibo

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