domingo, 15 de noviembre de 2020

DOMINGO XXXIII DEL TIEMPO ORDINARIO A 2020 - HOMILÍA

 


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DIÓCESIS DE CARORA

ADMINISTRADOR APOSTÓLICO SEDE VACANTE


DOMINGO XXXIII DEL TIEMPO ORDINARIO A 2020

HOMILIA

Lecturas: Prov 31,10-13. 19-20. 30-31; Sal 127; 1 Tess 5,1-6; Mt 25,14-30

EN SERVIR A DIOS EN LOS HERMANOS ESTÁ LA VERDADERA ALEGRIA

Muy queridos hermanos y hermanas en Cristo, 

En este penúltimo domingo del tiempo ordinario la Liturgia de la Palabra ofrece a nuestra meditación la parábola de los talentos. Está incluida en el quinto de los cinco discursos en torno a los cuales Mateo, como buen catequista, ha reunido las principales enseñanzas de Jesús para sus discípulos. En este discurso encontramos tres grandes parábolas: la de las diez doncellas, que meditamos el domingo pasado; la de los talentos, que corresponde a la Liturgia de hoy y la del Juicio final (Mt 25,31-46) que escucharemos el próximo domingo, fiesta de Cristo Rey del Universo.

Los tres relatos nos trasladan a los últimos tiempos, cuando ocurrirá el advenimiento final del Reino de Dios y todo llegue a su consumación. El de las diez doncellas se enfoca en la imprevisibilidad de esa llegada y la consiguiente necesidad de estar siempre preparados. El de hoy aclara la actitud que debemos asumir en la gestión de los bienes del Reino que se nos han confiado. El del Juicio Final nos devela la clave para tomar posesión de ese Reino del cual Dios en su infinita bondad nos ha invitado a formar parte. En los tres se nos recuerda que, de una manera u otra, hemos de rendir cuentas ante Dios de nuestros comportamientos, actitudes y acciones realizados en esta vida.  

La parábola de hoy cuenta la historia de un hombre que antes de salir para un largo viaje confía sus bienes a tres servidores suyos de confianza; al primero le entregó cinco talentos de oro, al segundo dos y al tercero uno. A cada uno, precisa el narrador, según su capacidad. Se trata pues de bienes ajenos entregados a servidores en cantidades distintas, pero que no da lugar a envidias ni comparaciones porque a cada uno se le confía la parte que está a su alcance administrar. 

El primero invierte inmediatamente, sin miedo, los cinco talentos que ha recibido y produce cinco más. El segundo hace otro tanto con los dos suyos y produce también dos más. En cambio, el tercero, que ha recibido uno, no quiere correr riesgo de perder el talento recibido y decide enterrarlo en un hoyo hasta el regreso de su señor. A su regreso, el señor los llama a los tres para que rindan cuenta de su administración. Los dos primeros le entregan cada uno el doble de lo que recibieron; el dueño de la hacienda los felicita por su fiel y productiva gestión y los invita a participar de bienes mayores. Al tercero en cambio, que le devuelve el mismo talento que le entregó, le dirige severos reproches y lo llama siervo malo y perezoso. Le recrimina la mediocridad de su decisión. Si tenía miedo de operar con ese talento por miedo a perderlo ¿Por qué no lo coloco por lo menos en el banco para que produjera intereses? Por ser tan precavido, temeroso y flojo lo poco que tiene lo va a perder.

La parábola se desarrolla pues en cuatro tiempos: el de la entrega de los bienes, el de la producción, el de la rendición de cuentas y la evaluación que el dueño hace de cada uno de sus servidores. A través de ella Jesús les dirige a sus discípulos una clara enseñanza para que entiendan que mientras están en este mundo, han de empeñarse en valerse de los dones, gracias y carismas que han recibido e invertirlos sin miedo para acrecentarlos. Solo su utilización hará crecer el Reino de Dios en este mundo. 

Los demás textos bíblicos de la Liturgia de la Palabra de este domingo tienen el mismo enfoque. La primera lectura, del Libro de los Proverbios, hace una magnífica descripción de todo lo que es capaz de llevar adelante una mujer emprendedora y hacendosa en favor de su esposo, hijos y personal de la casa. El salmo responsorial elogia al hombre que teme al Señor y sostiene su hogar con el fruto de su trabajo. San Pablo les recuerda a los tesalonicenses que al no saber cuándo tendrá lugar el retorno de Jesús, han de empeñarse en ser hijos de la luz y del día, luz que corresponde, dice Jesús, a las buenas obras que llevan a los que las ven a glorificar a Dios (Mt 5,16). 

La parábola nos ofrece la visión de un Dios generoso que confía en la criatura humana, le encomienda sus dones. Desde el Antiguo Testamento se viene vinculando la verdadera religión a la praxis de la misericordia. Tanto Jeremías como Isaías insisten en que no basta decir Señor, Señor para salvarse, sino que es menester ser misericordiosos con el huérfano, la viuda y el forastero y realizar obras de misericordia. Jesús retomará esta enseñanza: “No todo el que me diga: “¿Señor, Señor! entrará en el Reino de los cielos sino el que haga la voluntad de mi Padre del cielo” (Mt 7,21). 

Estamos bien lejos pues de la religión opio del pueblo que Marx le quiso achacar al cristianismo. O desconocía esta parábola, o no la leyó o si la leyó no la entendió. Nuestra mirada transcendente al más allá no es para cruzarnos de brazos aquí. El Concilio Vaticano II nos recalca que nuestra pertenencia a una patria celestial no ha de aminorar sino por lo contrario avivar nuestra participación, aquí y ahora, junto a los demás hombres y mujeres de buena voluntad, en la construcción de la ciudad terrena. Nada de escapismos espiritualistas ni de quedarnos sentados al margen de la historia a ver qué pasa. El Señor Jesús ha querido que en la realización de la salvación de la humanidad participen también sus discípulo con la misma astucia y creatividad que los hijos de las tinieblas (Cfr. Lc 16,1-8).

A los miembros de la Iglesia se nos ha encomendado fecundar con la savia del Evangelio toda la realidad humana en sus más diversas vertientes. Los estados de vida, las oportunidades que se nos brindan, las responsabilidades que asumimos, las tareas y cargos que nos piden, todo ha de ser llevado adelante con creativa laboriosidad. La única manera de que el Señor, a su retorno definitivo, nos encuentre despiertos es que ofrezcamos cada día nuestra mano de obra en la edificación del Reino de Dios sin caer en el frenesí del hiper-activismo; ni dejarnos intoxicar por la falsa idea de que somos nosotros los que hacemos avanzar el Reino, pues eso solo lo puede hacer el Señor: “Si el Señor no construye la casa, en vano trabajan los albañiles” (Sal 126,1). “Sin mí, no pueden hacer nada” (Jn 15,5) 

Nunca debemos perder la perspectiva de que no somos más que unos servidores del Dueño de todo (Lc 17,10).  La gestión de los bienes del Reino presentes en esta tierra es de gran importancia para poner a prueba nuestra lealtad y fidelidad al Señor. Si somos fieles en el cumplimiento de estas tareas, él nos llamará a participar en bienes de mayor envergadura: de su alegría, de su gozo, de su compañía, de su amor. ¡Qué dicha tan grande si, al final de todo, nos es dado oír de la boca misma de nuestro Señor las palabras que dirigió a los dos primeros servidores!: “Muy bien, sirviente honrado y cumplidor: has sido fiel en lo poco, te pondré al frente de lo importante. Entra en la fiesta de tu Señor”.

Carora 15 de noviembre de 2020


Ubaldo Ramón Santana Sequera FMI

Administrador Apostólico “sede vacante” de Carora


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