sábado, 12 de septiembre de 2020

DOMINGO XXIV DEL TIEMPO ORDINARIO A/2020 HOMILIA

 


 

 DIÓCESIS DE CARORA

ADMINISTRADOR APOSTÓLICO SEDE VACANTE

 

DOMINGO XXIV DEL TIEMPO ORDINARIO A/2020

HOMILIA

Lecturas: Si 27,33-28,9; Sal 102; Rm 14,7-9; Mt 18,21-35

 

Muy amados hermanos y hermanas en Cristo Jesús,

El evangelio de este domingo está centrado en el tema de la práctica del perdón por parte de los discípulos de Jesús. El Señor quiere seguir conformando su comunidad, su Iglesia, con seguidores que reproduzcan, del modo más concreto posible, la imagen de su Padre Dios (Mt 5,48). ¿Y cómo es ese Padre Dios? En el Discurso de la Montaña, Jesús ya nos lo ha presentado.

Es un Padre que “hace salir su sol sobre malos y buenos y hace llover sobre justos e injustos” (5,45). Un Padre a quien hemos de pedirle nos enseñe a perdonar las ofensas como él perdona las nuestras. Aprender a perdonar e introducir esta espiritualidad en nuestra vida es condición “sine qua non” para beneficiarnos del perdón de Dios (6,12-15). Esto es posible porque Jesús les ha revelado a los suyos que él ha recibido de su Padre el poder de perdonar los pecados (9,6) y de transmitir ese poder a los suyos (Cfr. Jn 20,23; Col 3,12-14). Tanto a Pedro como a los demás apóstoles los envía a evangelizar y les dice: “Lo que aten en la tierra quedará atado en el cielo, lo que desaten en la tierra quedará desatado en el cielo” (16,19;18,18).

En el evangelio de hoy descubrimos que esa gracia, junto con el amor y la misericordia, constituyen una de las notas identitarias de las comunidades que se reúnan en su nombre y se reclamen de él. Sí, en la vida y en la muerte queremos ser del Señor, esta es una actitud distintiva de la que nos tenemos que apropiar (Cfr. Segunda lectura). Acerquémonos pues a este texto con el intenso deseo de ser receptores y practicantes de este supremo don de Jesús: el per-don.

Todo arranca con una pregunta de Pedro que desea demostrarle al Señor que ha comprendido la enseñanza que acaba de darles sobre la necesidad de conformar comunidades reconciliadas y reconciliadoras, y de orar juntos por esta expresa intención. “Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarle? ¿Hasta siete veces?” Una pregunta numérica que lleva también una respuesta aritmética. Siete es un número bíblico que indica perfección, plenitud. Perdonar siete veces significa entonces empeñarse en perdonar siempre. La respuesta de Jesús se mantiene en su misma tónica, pero va mucho más allá: “No te digo hasta siete veces sino hasta setenta veces siete”. Es decir, setenta veces siempre, sin límite alguno”. Con Jesús siempre es posible ir más allá; lo que es imposible solos, es posible con él.

La respuesta de Jesús alude al anti-evangelio de la venganza proclamado por Lamec, descendiente de Caín: “Escúchenme, mujeres de Lamec, pongan atención a mis palabras: mataré a un hombre por herirme, a un joven por golpearme. Si la venganza de Caín valía por siete, la de Lamec valdrá por setenta y siete” (Gen 4,23-24). La contrapartida de este principio pagano de la venganza sin límite, es el perdón ilimitado de Dios que se hizo presente en la vida y en la muerte de Jesús (Cfr. Rm 5,12-21).  Es el antídoto para romper la espiral de violencia, odio y resentimiento introducida en el mundo por el pecado de desobediencia y orgullo de Adán y Eva y reproducido por el fratricida Caín.

La parábola de los dos deudores narrada en el evangelio de hoy quiere romper con la idea de que lo normal es vengarse y perdonar es humillante e indigno de un ser humano que se respeta. La parábola se presenta en dos actos. Un hombre debía a su rey 10.000 talentos, una deuda astronómica, algo así como 164 toneladas de oro. El deudor suplica condonación y paciencia, que la pagará toda. La respuesta del rey ante su súplica es sorprendente. Le condona de una vez toda la deuda. El rey es Dios. Nunca seremos capaces de pagar la deuda que tenemos con él. Pero él nos perdona todo (Cfr. Rm 5,20).

Al retirarse de la presencia del rey, el deudor condonado se convierte en prestamista despiadado con un compañero suyo, que le debe la mísera suma de cien denarios, algo así como 30 gramos de oro. El siervo perdonado, olvidándose totalmente del comportamiento del rey para con él y su familia, se niega en redondo a perdonarlo y toma inmediata venganza en contra de su compañero y de su familia. Dios nos perdona por pura gracia la cantidad exorbitante de ofensas e infidelidades que hemos cometido, cometemos y seguiremos cometiendo en el decurso de nuestra vida. Al lado de tan inmensa misericordia, lo que nos tenemos que perdonarnos unos a otros, los seres humanos, es poco menos que nada. Es como querer comparar una montaña con un grano de arena.

Aprendamos lo más pronto que podamos a perdonar las ofensas que recibamos de nuestros prójimos. No dejemos para mañana lo que podemos hacer hoy. No abusemos de la paciencia de Dios porque, si no lo hacemos, esos minúsculos granos de arena, que nuestro orgullo mira por una lupa telescópica como si fueran montañas venusianas para no dispensar el perdón, terminarán pesando en desfavor nuestro en la balanza final cuando comparezcamos en la presencia del Señor. El único límite a la gratuidad de la misericordia de Dios, que nos perdona siempre, es nuestro rechazo a perdonar al hermano (Mt 18,34; 6,12.15; Lc 23,34). ¿Cómo se puede llenar de agua limpia una botella de agua contaminada? Hay que vaciarla primero para que Dios la pueda re-llenar.

Todos los que hayamos experimentado en algún momento el perdón de Dios, entendemos rápidamente que no podemos andar haciendo cálculos humanos a la hora de ejercer ese hermoso y espléndido ministerio que nos asemeja a Dios.  Pero ¿Qué es entonces perdonar? Es un don gratuito de Dios por el cual el hombre participa de un poder divino. Es participar con Dios Padre en la disolución de las espirales de odio y venganza que envenenan la mayor parte de las relaciones humanas en todos los niveles.

No se trata de un acto meramente puntual. Se trata ante todo de una postura en la vida, un talante cristiano: es vernos asociados a Jesús en el modo perdonante y militante de vivir inaugurado por él. Vivir según Lamec es asociarnos a los productores de guerras, genocidios, destrucciones, acciones terroristas incendiarias. Vivir según Jesús es ir pasando por la vida abriendo surcos de comprensión, tolerancia, paciencia, comprensión y fraternidad.

Perdonar no es “by-passear” la verdad y la justicia, no es justificar los errores. Hace pocos días se hizo justicia y se condenó a 133 años de cárcel al autor intelectual de la masacre de los padres jesuitas en el Salvador. Sus hermanos jesuitas y los familiares de los laicos que murieron con ellos están ahora en mejores condiciones para perdonar al asesino de sus hermanos.  El perdón no está reñido con la verdad. Al contrario, la supone, la busca, la asume, pero por más cruel y dolorosa que sea, no permite que sea la última palabra. Jesús nos enseñó que ningún mal, por más horrible que sea, tiene la última palabra.

Los seres humanos tenemos la capacidad de transformar el mundo, porque precisamente, no somos prisioneros del mal y del odio, sino que, con la sabiduría, la sensatez, la visión del final de las cosas y sobre todo el ejemplo y la gracia de Jesús, siempre podemos ir más allá. Donde esté un cristiano, siempre el mal, el odio, la guerra y la venganza solo tendrán la penúltima palabra. La última será el perdón.  Perdonar, compadecerse, misericordiar: son los gestos más hermosos y nobles que puedan brotan del corazón humano y ennoblecer la estirpe de Abel, de Jesús que no vaciló en derramar su sangre para liquidar para siempre el imperio del odio y del mal. Desde lo alto de la cruz lo gritó: “No siete veces, Sino setenta veces siempre”.

Carora, 13 de septiembre de 2020

+Ubaldo R Santana Sequera FMI

Administrador apostólico sede vacante de Carora

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                                                                                 

No hay comentarios:

Publicar un comentario