SEGUNDO DOMINGO DE PASCUA B-2018
LA VIDA EN COMUNIÓN, FORMA CRISTIANA
DE VIVIR
Y DAR TESTIMONIO DE CRISTO RESUCITADO
Amaneció el primer día, En el jardín de la vida. ¡Cristo ha resucitado y con su
claridad ilumina al pueblo rescatado con su sangre!
Muy amados hermanos.
El domingo de hoy lleva varios
nombres. Es conocido, en primer lugar, como domingo. Es el único día de la
semana que lleva un nombre cristiano, en honor a Jesús el Señor, (“dominus” en
latín). Este día, primer día de la semana, fue escogido desde el principio, en
vez del sábado judío, por los seguidores de Jesús, para reunirse en su nombre y
celebrar la eucaristía, ya que fue ese día que él resucitó de entre los
muertos.
Desde la antigüedad cristiana
se le conoce también como domingo “in
albis”. Los bautizados en la vigilia pascual, después de ser introducidos
en los sagrados misterios a lo largo de la semana, mediante unas catequesis
llamadas mistagógicas, son admitidos solemnemente el domingo siguiente -este
domingo- en la comunidad eclesial. Entran con sus vestiduras blancas de
neófitos (recién bautizados), comparten con sus hermanos por primera vez toda
la liturgia eucarística dominical y, al salir, se despojan de sus túnicas
blancas y se visten con la ropa de la vida ordinaria, para asumir su misión
testimonial en la vida ordinaria.
Más recientemente, San Juan
Pablo II, quiso distinguirlo también con el título de Domingo de la
Misericordia, acogiendo así un deseo expresado por el Señor, en una revelación
privada, a la santa religiosa polaca Faustina Kowalska, en plena segunda guerra
mundial.
Las lecturas de este domingo y
de todo el tiempo de pascua, quieren ayudarnos a asumir nuestra condición de
bautizados y transformarnos en testigos convencidos de Cristo resucitado. El Señor murió y resucitó, no para unas
cuantas personas o un grupito de privilegiados, sino para renovar el mundo y la
humanidad entera. Pero Jesús quiere que su evangelio de vida nueva se trasmita
por medio de hombres y mujeres transformados en testigos suyos, no aisladamente
sino unidos en la Iglesia. La Iglesia nace y crece por la comunicación de la experiencia
vivida y celebrada de la pascua.
Por ese motivo, los textos de
hoy están centrados en la vida en comunidad, como una de las notas fundamentales
de la vida de los discípulos de Jesús. La primera lectura, describe, de forma
resumida e ideal, el perfil de la comunidad primitiva de Jerusalén. La carta de
S. Juan nos presenta la fe, como el principio activo y la herramienta
fundamental de los hijos de Dios, para inyectar en el mundo el dinamismo de la
vida nueva en el Espíritu. Finalmente, el evangelio describe la transformación
que se produce en un grupo humano encerrado y miedoso, cuando Jesús resucitado
se hace presente en medio de él. Vivir en comunidades testimoniales y
misioneras, vivir en Iglesia, es por consiguiente una de las notas
fundamentales de la nueva realidad iniciada por Cristo Jesús en este mundo con
su muerte y resurrección. Les invito a leer todos los textos bíblicos de hoy en
esta perspectiva.
San Lucas, en el libro de los
Hechos, resume con la palabra comunión, koinonia
en griego, la forma de vida de los primeros creyentes en Cristo. Esta comunión
se entiende primero como comunión espiritual; “La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma”.
Como comunión formativa: “acudían con perseverancia a la enseñanza de
los apóstoles (2, 42)”. Finalmente, como comunión material: “lo poseían todo en común” (v. 32). Los
versículos siguientes resaltan la consecuencia “social de esta comunión de
bienes: “Entre ellos no había necesitados”.
Es pues con esta manera
concreta de vivir, “en comunión”, que los primeros cristianos dan testimonio,
hacia afuera, de la resurrección del Señor. Hacia adentro asientan una forma
resucitada de vivir. El anuncio del Señor no se hace solo con palabras. Se hace
simultáneamente con palabras y hechos de vida. Así anunció Jesús el
advenimiento del Reino: con hechos, actitudes y palabras.
Este modo de anunciar y
testimoniar a Cristo Jesús ha de ser también el nuestro. Todos los bautizados,
sin excepción, estamos llamados a vivir así. La vida cristiana se contrapone a
los modelos civilizatorios que promueven el individualismo, la lucha entre
hermanos, la libertad sin conciencia ni límites morales, el narcisismo a
ultranza, la indiferencia e insensibilidad hacia el prójimo que sufre. Tampoco es compatible con la uniformidad, la
imposición de un único modelo, el avasallamiento de la libertad y de las
conciencias, para imponer un falso igualitarismo populista. La comunión es el
fruto del Espíritu Santo y sólo se alcanza cuando se busca la unidad en el
respeto de la diversidad de dones que el Espíritu reparte libremente.
El primer testimonio que los
cristianos debemos dar de la veracidad de la resurrección del Señor es, por
consiguiente, nuestra vida comunitaria y fraterna. Ese es el gran mensaje de
Cristo vivo que el cristianismo debe transmitir al mundo. Es tan importante este testimonio, que San
Juan, en su evangelio, lo presenta como una condición indispensable para que el
mundo crea. “Que todos sean uno como tú,
Padre, estás en mí y yo en ti; que también ellos estén en nosotros para que el
mundo crea que tú me enviaste” (Jn 17,21). Si el cristianismo no hace eso, traiciona
su vocación fundamental y se vuelve como la sal que no sala, la luz que no
alumbra, el fermento incapaz de levantar la harina para hacer pan (Mt 5,13;
15-16; 13,33).
La comunión fue asumida como
categoría fundamental en el Concilio Vaticano II, para definir el modelo de
Iglesia requerido por la evangelización de los tiempos actuales. Esta vida en
comunión tiene que verificarse en todos los niveles y expresiones estructurales
de la Iglesia. La familia está llamada a vivir esta comunión, constituyéndose
en pequeña iglesia doméstica. Las parroquias han de llegar a ser el pueblo de
Dios organizado en una gran comunidad formada por pequeñas comunidades
sectoriales, serviciales y misioneras. La diócesis ha de ser y aparecer como una
gran familia de los hijos de Dios unida por lazos fraternos.
Hacia afuera, la vida en comunión, exige a los
cristianos presentar modelos concretos de vida comunitaria fraterna y solidaria,
así como proyectos sociales y políticos que se basen en la dignidad de la
persona humana; favorezcan la conformación de núcleos humanos, fraternos,
solidarios; que privilegien el bien común y el principio de la subsidiariedad
por encima del centralismo y de los intereses individuales. En el nivel
internacional, promover la comunión se traduce en un empeño permanente, junto
con todas las demás organizaciones humanitarias, para favorecer iniciativas que
promuevan la integración, la convivencia entre los pueblos; la
interculturalidad, el diálogo interreligioso, el ecumenismo. Las guerras, los
nacionalismos, las segregaciones, la industria armamentista, los militarismos
nacionalistas, deben quedar definitivamente atrás, como trastes viejos y
dañinos.
Este es también el mensaje
contenido en el evangelio de San Juan. Una comunidad sin Jesús resucitado, es
una comunidad que se encierra en sí misma, paralizada por el miedo. Una
comunidad con Jesús, el llagado resucitado en medio de ella, es una comunidad
que se llena de paz y serenidad interior, descubre la alegría de la fe, sale de
sí misma y se proyecta con entusiasmo desbordante hacia los desheredados, los
olvidados, los no tomados en cuenta. Es una comunidad impulsada por el Espíritu
Santo, que aprende a vivir de fe, a dar testimonio de la fuerza que tiene la
misericordia, el perdón y la reconciliación, para reconstruir este mundo desde
sus cimientos.
No nos quedemos encerrados.
Salgamos hacia los más alejados. No basta recibir la misericordia divina.
Seamos transmisores y portadores de la misericordia que brota constantemente
del costado abierto y de las llagas gloriosas del resucitado. Rompamos, a
fuerza de perdón y amor, los cercos que el demonio ha colocado sobre nuestra
patria y nuestras comunidades políticas, económicas, culturales, religiosas y
sociales. Pero hagámoslo juntos. No sirve actuar y vivir como Tomás, solos,
desgajados de la comunidad eclesial, pidiendo pruebas caprichosas. Nuestra
fuerza, para lograr profundos cambios en nosotros, en nuestra Iglesia y en el
mundo, reside en nuestra comunión, en nuestra unidad real. Solo si somos y
actuamos como hermanos, comunitariamente, seremos los testigos que el Señor
está esperando que aparezcan en Maracaibo y en toda Venezuela, para que su
gracia empiece a fluir con fuerza, trayendo nuevamente vida y esperanza para todos.
Maracaibo 8 de abril de 2018,
en el domingo “in albis” y de la Divina Misericordia.
Arzobispo de Maracaibo
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