domingo, 2 de agosto de 2015

JESÚS PAN DE DIOS BAJADO DEL CIELO QUE DA VIDA AL MUNDO.

HOMILÍA DEL DOMINGO XVIII. CICLO B

Lecturas: Éxodo 16,2-4.12-15; Salmo 77: El Señor les dio pan del cielo; Ef 4, 1.7.20-24; Jn 6,24-35

JESÚS PAN DE DIOS BAJADO DEL CIELO QUE DA VIDA AL MUNDO

Estamos leyendo estos domingos, el capítulo 6 del evangelio de San Juan. Este texto es una especie de paréntesis que interrumpe la lectura continuada del evangelio de San Marcos. La lectura se inicio el domingo pasado con el texto de la multiplicación de los cinco panes y dos peces. Hoy, después de dejar de lado, la narración de la aparición de Jesús en plena travesía nocturna del lago, escuchamos el diálogo entre Jesús y la gente que lo busca y que pone en evidencia que el signo realizado por Jesús no fue bien comprendido ni por la gente ni por sus discípulos.

 La gente lo interpretó de modo muy material. Vieron en Jesús un benefactor prodigioso que les da de comer y quisieron proclamarlo de una vez  rey. El Señor tuvo que escapar a la montaña. Pero al día siguiente se pusieron a buscarlo hasta que dieron con él. Jesús puso al desnudo la intención profunda de esta búsqueda: “Les aseguro que ustedes me buscan no porque vieron signos, sino porque comieron pan hasta saciarse” (v26).  

Jesús les invitará a superar la tentación de organizar la vida en torno a la mera obtención de bienes materiales y les ofrecerá otra clase de pan, el pan de la fe, alimento de amplio espectro que no tiene fecha de caducidad.  Jesús no quiere que los creyentes reduzcamos nuestra relación con su Padre Dios y con él  a una especie de intercambio comercial, a un “do ut des”. Le pide a los suyos que traspasen  ese umbral y entren sin vacilación en la dimensión del don de si mismo gratuito y desinteresado.  Acordémonos de aquella famosa poesía anónima que expresa portentosamente esta postura:

No me mueve, mi Dios, para quererte 
el cielo que me tienes prometido, 
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor, muéveme el verte 
clavado en una cruz y escarnecido, 
muéveme ver tu cuerpo tan herido, 
muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera, 
que aunque no hubiera cielo, yo te amara, 
y aunque no hubiera infierno, te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera, 
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.

 

Los discípulos, por su parte, vieron el signo; ayudaron incluso al Señor a repartir el pan y los peces; pero no entendieron tampoco su significado.  La secuencia del capítulo 6 de San Juan nos va introducir en el misterio del pan multiplicado y repartido.  Jesús trae un alimento muy distinto al que Dios repartió al pueblo de Israel en el desierto. Primero les aclara que aquel alimento no se los proporcionó Moisés sino Dios por medio de Moisés.  En segundo lugar aquel alimento solo alcanzó  para el pueblo en ese momento y solo para ellos. Después desapareció cuando entraron en la tierra prometida.

En cambio el alimento que Jesús viene a ofrecer es un pan que desea repartir a todos los pueblos del mundo. Un pan que no sacia el hambre fisiológica sino el hambre de vida plena y eterna. Es un pan que da vida eterna para el mundo siempre. Finalmente Jesús les revela que ese nuevo pan lo trae él mismo en nombre de su Padre; más aún que ese pan es el mismo en persona. Que por consiguiente no se trata de un don material, externo, que se acaba, que solo alcanza para un grupito nada más.  Ese pan, ese alimento, es él mismo que viene en persona a este mundo a ofrecerse a sí mismo, a dar su propia vida como alimento supremo que cambia radicalmente la vida terrenal y la proyecta más allá de la muerte. A los que le piden: “¡Señor, danos siempre de ese pan!”, Jesús les responde: “Yo soy el pan de vida. El que viene a mi nunca tendrá hambre, y el que cree en mí nunca tendrá sed” (v34-35).

Muchas veces nosotros nos presentamos ante Dios Padre, ante Jesús, buscando cosas materiales, bienes perecederos y pocos nos acordamos del Señor mismo, que es el supremo don que criatura alguna pueda aspirar recibir. Bien inalcanzable que solo podemos aspirar si él mismo se nos da.  Nuestra suprema riqueza no es ningún bien creado. Nuestro supremo tesoro, son las tres personas mismas de la Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo.  No nos contentemos con menos. San Pablo lo expresó maravillosamente con estas palabras: “Todo eso que era para mí una ganancia lo sigo estimando pérdida a causa de Cristo. Más aún, incluso estimo que todo es pérdida comparado con el bien supremo de conocer a Cristo Jesús, mi Señor. Por él doy todo por perdido y lo estimo basura con tal de ganar a Cristo y de encontrarme unido a él” (Fil 3, 7-8).

Jesús, es el nuevo pan que Dios manda, desde arriba, para alimentar no a un solo pueblo sino a las personas de todos los pueblos  del mundo,  de todas las épocas, que tengan fe en él. Por eso la respuesta que le dio Jesús a sus oyentes y discípulos en aquel momento sigue siendo la sola válida para nosotros. Ellos le preguntaron: “¿Qué tenemos que hacer para llevar a cabo la obra de Dios?”. Jesús les respondió: “Esta es la obra de Dios, que crean en aquel que él ha enviado” (vv 28-29).  Solo entrando por el camino de la fe podremos acceder al misterio del pan misterioso que Jesús ha venido a ofrecernos. El único pan que puede saciar todas nuestras hambres, la de cada día y la eterna.

Solo quien busca el alimento que perdura sabe compartir el pan de cada día. Quien tiene hambre de Dios, no pasará indiferente ante un hermano que esté pasando hambre y luchará junto a todos aquellos que buscan erradicar las hambrunas de esta tierra. Quien esté convencido del destino universal de los bienes de la creación, sabrá cómo compartir más que las migajas que caen de su mesa, o los sobrantes de sus utilidades. Con Jesús, pan partido y compartido aprenderemos, como dice Mons. Pedro Casaldáliga, obispo,  “a unir en el pan los muchos granos, iremos aprendiendo a ser la unida Ciudad de Dios, ciudad de los humanos, comiéndote sabremos ser comida”. Amén.

Maracaibo 2 de agosto de 2015

+Ubaldo Santana Sequera FMI
Arzobispo de Maracaibo

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