domingo, 24 de noviembre de 2019

SOLEMNIDAD DE CRISTO REY 2019 - HOMILÍA


SOLEMNIDAD DE CRISTO REY 2019
HOMILÍA
Lecturas: 2 Sam 5,1-3; Sal 121; Col 1, 12-20; Lc 23, 35-43

Muy queridos hermanos,
Llegamos al fin del año litúrgico y la Iglesia nos invita a fijar nuestra mirada en Nuestro Señor Jesucristo. Con él iniciamos nuestro recorrido de fe hace un año, de la mano del evangelio de S. Lucas y con él lo queremos concluir. El es el iniciador y el consumador de nuestra fe (He 12,1).
Así como el pueblo de Israel, con sus ancianos a la cabeza, se congregó para proclamar rey a David, nosotros también nos congregamos hoy, como pueblo de Dios, como asamblea santa, para proclamar a Jesucristo Señor de señores y Rey de reyes. Esta fiesta fue instituida por el Papa Pío XI en 1925 con la intención de motivar a los católicos a llevar la vivencia de su fe, con fuerza testimonial, a todas las dimensiones de la vida política, económica, social y cultural. Por eso esta fiesta está estrechamente asociada con el compromiso de los laicos por trabajar, a través de todas sus redes asociativas organizadas, y en particular a través de la Acción Católica, en la expansión del reino de Dios en el mundo.
Pero hemos de estar muy atentos para entender en su recto sentido el reinado de Cristo. ¿Qué significa que Jesucristo es Rey del Universo? Detrás de estas palabras grandiosas se esconde una realidad que necesitamos asimilar bien y darle su debida aplicación en nuestra vida privada y social.
El Cristo que proclamamos rey inició su reinado al nacer, en un movimiento migratorio de sus padres, fuera de su pueblo, en un pesebre de una gruta de Belén; fue reconocido como rey mesías por los magos;  lo fraguó en silencio en la vida sencilla de un humilde carpintero durante 30 años con su familia en Nazaret; lo hizo su programa de vida evangelizando a los pobres, abriendo los ojos de los ciegos, haciendo oír a los sordos, caminar los paralíticos, revivir a los muertos, en una palabra haciendo el bien; lo llevó a término entregándose por nosotros en el patíbulo de la cruz.
Treinta años después de su muerte y resurrección el apóstol Pablo nos dejó una profunda descripción de cómo el Señor se ganó ese reinado: “Ese Cristo que no se aferró a su igualdad con Dios, sino que renunció a lo que era suyo y tomó naturaleza de esclavo, haciéndose como todos los hombres y presentándose como un hombre cualquiera, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, hasta la muerte de cruz”. A ese Jesús, que pasó por todos esos despojos, fue al que Dios Padre “le dio el más alto honor, y el más excelente de todos los nombres, para que, ante ese nombre, toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y debajo de la tierra y todos reconozcan que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre” (Fil 2,5-11).
La suprema revelación de su reinado ocurre en el Gólgota. Concluimos la lectura del evangelio de S. Lucas con esta narración. Al ser clavado en la cruz, colocaron un letrero sobre su cabeza que decía: “Este es el Rey de los judíos”. Uno de los dos bandidos que han sido sometidos a la misma condena que él, le pide que se acuerde de él cuando esté en su reino. A lo que Jesús le contesta: “Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso”. Queda así claro, que este rey tiene como trono una cruz, como corona una corona de espinas, como cetro tres clavos, como corte dos bandidos, un apóstol, su madre y tres discípulas más.  
Poco antes de su pasión, ya el Señor había anunciado cómo pretendía llevar a cabo su reinado: “Cuando yo sea levantado en lo alto de la cruz atraeré a todos hacia mí”. Se cumple así las palabras del Salmo 2: «Yo mismo he establecido a mi Rey en Sión, mi monte santo El trono de Jesús tiene un imán y ese imán es su amor vivido hasta el colmo, hasta el extremo. No es pues un rey que se impone por la opresión, el dominio despótico, la aniquilación de sus adversarios, la sumisión idolátrica de sus súbditos.
Es un rey-pastor que ha venido a buscar a las ovejas extraviadas de su rebaño. Es un rey-servidor que no he venido para ser servido sino para servir. Es un rey-médico que ha venido a curar, y dar vida, a incendiar el mundo con el fuego de la misericordia, del perdón y de la paz. Es un rey-pescador que no cansa de lanzar sus redes de paciente misericordia para ver si en una de esas nos termina atrayendo hacia él.   
El modelo de civilización propuesto por la globalización económica y la cultura post-moderna es totalmente contrario al modelo que Cristo propone a los suyos. Vivimos en una civilización que ha declarado que todo individuo es su propio rey, su propia norma y que tiene derecho a realizar lo que se le venga en gana, piense, sienta y quiera sin que nadie le ponga cortapisa y sin importar a quien tenga que llevarse por delante, pues lo importante es que alcance su propia felicidad así sea a costillas de los demás.
Es el imperio del individualismo llevado a su máxima expresión. Nada se debe interponer a lo que yo merezco, yo necesito, yo aspiro. Es decir, estamos totalmente de espaldas a la forma en que Cristo entendió y vivió su propia existencia y nos la quiso entregar. En vez del endiosamiento de sí mismo, para Jesús reinar es servir, darse, entregarse por el bien de sus hermanos. Ese es el rey nuestro. Este es el rey que hoy estamos llamados a contemplar y a imitar. Y así es también el reino que quiere instaurar con su vida y con la presencia de sus discípulos y de la Iglesia en este mundo y en la sociedad.
Hoy proclamamos por consiguiente el reinado de un Dios que se hizo hombre entre los hombres, que se hizo hermanos de sus semejantes, que nos dejó su palabra y su enseñanza para iluminar nuevos senderos de vida, para hacernos crecer en dignidad, en servicio mutuo, en nuevos estilos de relacionamiento, nuevos tratos profundamente humanos hacia todas las categorías de seres humanos sin distinciones, sin discriminaciones, sin exclusiones.
El Reino que quiere instaurar lo describe magníficamente el prefacio de la misa de hoy: reino de la verdad y de la vida, reino de la santidad y la gracia, reino de la justicia, el amor y la paz. Proclamar a Jesús como Rey requiere que descontaminemos ese término de toda significación triunfalista y egoísta. Nada de lujos, de gastos superfluos, de vanidades fatuas. Que promovamos la fraternidad entre pueblos, religiones, parcialidades políticas democráticas, entre culturas y estilos de vida que humanicen y nos hagan crecer en respeto y acogida de los más necesitados. 
¡Cuánto tenemos que aprender de nuestro rey! Cuanto necesitamos asimilar esos criterios suyos de que los primeros serán los últimos y los últimos los primeros, lo importante es servir y no ser servidos, hay mayor alegría en dar que en recibir, el mal se destruye a fuerza de bien, no vence el que más sabe, más tiene o más puede sino el que más ama. Es todo esto que debemos desear, hermanos, cuando recitamos el Padrenuestro y decimos: Venga a nosotros tu reino. Si tal es el rey, tales han de ser sus súbditos.
Hermanos, a aquel que nos ama, que nos ha lavado de nuestros pecados con su sangre, que ha hecho de nosotros un reino y sacerdotes para Dios, su Padre: A él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén.

+Ubaldo R Santana Sequera FMI
  Arzobispo emérito de Maracaibo
Administrador apostólico sede plena de Carora


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