sábado, 27 de enero de 2018

CUARTO DOMINGO ORDINARIO CICLO B - HOMILIA


Muy amados hermanos,
Nos encontramos en los inicios del evangelio de S. Marcos, el evangelista de este año. El domingo pasado asistimos a su primera proclama inaugural anunciando el inicio de los últimos tiempos con la presencia, en su misma persona, del Reino de Dios y de la necesidad imperiosa de convertirse a esa nueva realidad y de aceptar su mensaje. El primer impacto de este anuncio se produjo en la vida de cuatro pescadores del lago de Galilea, que quedaron tan subyugados por su mirada y su apremiante invitación que, en ese mismo momento, sin dilación alguna, decidieron abandonar su trabajo y su familia para hacerse discípulos suyos.
Inmediatamente después Jesús se dirige a Cafarnaúm, puesto fronterizo de importancia por la vía romana que lo atravesaba y que comunicaba el oriente del país con el mar mediterráneo. Era un día sábado. Entra en una sinagoga para orar con su pueblo y se pone a enseñar. El evangelista reseña el impacto de esta enseñanza en los presentes, pero no explicita contenido de esa enseñanza. En cambio, se detiene en la narración del primer milagro de Jesús y del impacto que causa en los asistentes.
Conviene aquí señalar que los cuatro evangelistas no narran los primeros episodios de la actuación de Jesús de la misma manera. Suelen partir de las necesidades concretas de cada una de las comunidades a las que se dirigen, y eso los lleva a acentuar un aspecto u otro de la vida, enseñanzas y milagros del Señor que más pudiesen ayudar a sus destinatarios. Los lectores de S. Mateo eran judeocristianos residenciados en el norte de la Palestina y Siria; los lectores de S. Lucas se encontraban en cambio en Grecia. Los de S. Juan en Asia menor y los de Marcos presumiblemente en Italia.
Cada una de esas comunidades tenían sus propios desafíos e interrogantes y los evangelios buscaban dar respuesta a esas situaciones manteniéndose fieles a la esencia del mensaje evangélico. Eso hace que el primer milagro narrado por Mateo sea el de la curación de un gran número de enfermos, entre ellos un endemoniado. En el evangelio de Juan, el primer milagro sucede en las bodas de Caná. Lucas en cambio lo sitúa en Nazaret, cuando el Señor se escapa majestuosamente del asedio de sus paisanos. Para el evangelista de este año, Marcos, el primer milagro de Jesús es la expulsión de un endemoniado y el fuerte impacto que causa en los presentes en la sinagoga.
Ese hombre estaba allí en la sinagoga, escuchando las lecturas y los comentarios de la Ley, pero seguía en poder del demonio. Ahora llega Jesús; se hace presente en ese lugar religioso emblemático de la organización religiosa del pueblo judío, surgido a raíz del retorno del destierro, y precisamente allí dentro, expulsa al demonio de ese pobre hombre, hasta ese momento bajo el poder del maligno. La Ley no pudo expulsar definitivamente al demonio, pero Jesús, el Mesías de Dios, que viene a perfeccionar la Ley y llevarla a su plenitud (Cfr Mt 5,17), es el que tiene la autoridad para poder liberar del mal y abrir las puertas para que el hombre entre definitivamente en comunión con Dios.
El texto no dice cuál fue la reacción de aquel hombre, si alabó al Señor, si se convirtió. Señala más bien dos aspectos distintos. El primero: los demonios se someten al poder de Jesús. Porque resulta que no era uno. Eran varios. Tienen que salir, pero no sin antes reconocer que, en ese Jesús de Nazaret, está presente el mismo Santo de Dios. Eso es lo que Jesús desea que los auditores suyos descubran y proclamen, que Dios se ha hecho presente, pero en esta oportunidad el primero en hacerlo es el mismo demonio y sus huestes a los cual no les queda más remedio que irse porque han llegado el enviado de Dios, el más fuerte (Cfr. Lc 11,22), el Santo de Dios para establecer el Reino de Dios su Padre.
El segundo efecto se produce en los fieles presentes en la sinagoga. Todos se asombran ante la revelación de una nueva autoridad.  Se dan cuenta que es una autoridad completamente distinta a la de los maestros de la Ley. Estos enseñan, pero su enseñanza ni tiene efecto ni sobre ellos mismos. Jesús mismo recalcará esa gran diferencia entre su enseñanza y la de los doctores de la Ley. Ellos enseñan, pero no ponen en práctica ellos mismos su doctrina. Dicen una cosa y hacen otra. (Cfr Mt 23, 1-12). Jesús en cambio, no solo enseña, sino que respalda su mensaje con acciones liberadoras, sanadoras, reconciliadoras: “Jesús manda a los espíritus inmundos y le obedecen” (v. 27).
Pero el texto no dice que creen en Jesús. Quedan solamente asombrados y regarán por toda Galilea la fama taumatúrgica de Jesús, pero no por eso se difundirá la fe en su propuesta, su persona y su misión. Podemos decir que este es el gran drama que presenta el evangelio de Marcos. Podemos llamar este evangelio, el evangelio de la incredulidad o de la poca fe.
Los doctores de la Ley, escribas y fariseos se bloquean y llegan incluso a tratarlo de endemoniado. Sus familiares lo buscan para recogerlo porque creen que está loco; sus coterráneos de Nazaret y Cafarnaúm lo escuchan escépticos (6,5). Los suyos, a lo largo del evangelio se ganan los amargos reproches de su Maestro y reciben duras invectivas por la dureza de su corazón, su corta inteligencia, su poca fe (4,40) y en el momento álgido de su pasión lo abandonarán, lo renegarán, lo traicionarán. Solo lo acogen y creen en él una mujer siro-fenicia, un oficial romano, un ciego de nacimiento y algunos leprosos. Y el evangelio termina con unas mujeres que al no encontrar el cuerpo de Jesús en el sepulcro y a pesar del anuncio de un ángel de luz que les dice que ha resucitado, salen huyendo de allí, asustadas y desconcertadas (Mc 16,8). Para compensar ese final tan amargo un redactor anónimo añadirá algunas de las apariciones de Jesús resucitado.
Se podría decir que Marcos escribe este evangelio con el propósito de que sus lectores acepten su propia profesión de fe, que coloca como un frontispicio, al inicio del evangelio (1,1) y hagan suya la proclamación de fe del centurión, al final de evangelio, al pie de la cruz, al ver expirar a Jesús: “Realmente este hombre era Hijo de Dios”. (15,39).  O que por lo menos digan como el angustiado papá de un niño poseído por el mal: “¡Creo, pero ayúdame a tener más fe! “(Mc 9,24).
Este ha de ser el propósito de todos nosotros, mis queridos hermanos, al iniciar con la Madre Iglesia, la lectura dominical de este evangelio. Que no nos quedemos en el mero asombro, el impacto, o pidiendo señales y más señales para creer. Que ese asombro ante las palabras, las acciones y la vida de Jesús, nos introduzcan en una profunda experiencia de fe en Jesucristo, el Mesías, el Hijo de Dios hecho hombre, como portador de nuestra salvación definitiva. Que este evangelio sea para nosotros una Buena Noticia que le dé un vuelco total a nuestra vida, que lo asumamos como nuestra brújula de vida y tomemos la firme y gozosa decisión de los primeros cuatro discípulos de dejar nuestras viejas redes a las que tanto estamos apegados y pongamos nuestros pasos tras los pasos de Jesús, nuestro Señor.
¡Cuánto necesita esta calidad de fe nuestro atribulado país para vencer nuestros desánimos, superar nuestras desesperanzas y vernos liberados de los demonios que nos tienen sometidos! Esta es la hora, nos dijo Jesús, en el evangelio del domingo pasado. ¡Despierta, reacciona, es el momento!, dijimos los obispos en nuestra reciente exhortación. Que esta santa eucaristía nos insufle la luz y la fuerza necesarias para convertirnos y creer en el Señor Jesús.

+Ubaldo R Santana Sequera FMI
Maracaibo, 28-01-18

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