martes, 11 de abril de 2017

Misa Crismal 2017 Homilía

Misa Crismal 2017
Homilía


“El Espíritu del Señor está sobre mí. Me ha ungido y me ha enviado para dar la Buena Noticia a los pobres…” (Is. 61, 1)

Muy querido Mons. Ángel Caraballo,
Muy queridos hermanos sacerdotes  y diáconos permanentes;
Muy queridos consagrados y consagradas;
Muy queridos seminaristas, formandos y formandas.  
Muy queridos hermanos y hermanas unidos a nosotros a través de los Medios de Comunicación y Redes Sociales,
Amados hermanas y hermanos todos en Cristo Jesús,

El corazón de nuestro Padre Dios rebosa sin duda de alegría al ver a sus hijos e hijas de esta amada Iglesia Marabina, congregados en este templo catedralicio esta mañana, para celebrar la Misa Crismal. Es el mismo gozo que me envuelve ante la presencia de tan gran número de sacerdotes, seculares y religiosos, que, fieles a los compromisos que adquirieron el día de su ordenación sacerdotal, han venido, llenos de fe y entusiasmo, a renovar sus promesas sacerdotales y a recibir la gracia de Dios necesaria para perseverar en su santo servicio. Que se cumpla plenamente en cada uno de ustedes el mensaje del salmo que ha sido cantado: “Mi fidelidad y misericordia lo acompañarán; por mi nombre crecerá su poder”.

Permítanme hacer mención especial de tres sacerdotes, que trabajaron tenazmente por sembrar los valores del Reino en los habitantes de nuestra iglesia, y han sido llamado este año a la casa paterna: el presbítero José Isauro Molero y los Reverendos Padres Carlos Alfonso Magasaga, agustino recoleto, y Williams González, sacerdote jesuita así como al número significativo de hermanos sacerdotes de las diócesis venezolanas que han migrado a la casa del Padre. Además quiero traer aquí el nombre del padre Arnaldo Sarabia, el más joven sacerdote del clero de Guarenas, con poco tiempo de ordenado, que viajaba en un transporte público que perdió los frenos. Allí perdió la vida.  Agradecemos el buen Pastor por el gran ejemplo que todos ellos nos dieron, y confiamos que el Padre celestial los haya hecho entrar en el banquete eterno preparado para los que le aman y han servido al pueblo creyente con alegría.
Damos nuestra más cordial bienvenida a nuestra familia presbiteral al Padre Eduardo Daboin, del clero diocesano, quien recibió la ordenación sacerdotal el pasado 7 de enero. Y a los padres, cuyas congregaciones los han enviado a esta arquidiócesis: Fray Ever José García Pérez, de la Orden de S. Agustín, al padre John Jaime Zuluaga de la Sociedad del Verbo Divino;  a los presbíteros Rafael Albornoz y Marcos Pantín, de la Prelatura del Opus Dei. Ellos se unen a nosotros para seguir construyendo esta Iglesia, casa y taller de comunión.
Felicitamos anticipadamente al presbítero José Ángel Severeyn, quien, Dios mediante, el próximo 27 de agosto, celebrará sus bodas de oro sacerdotales. Le agradecemos su servicio, jovialidad y disponibilidad, que son las características que lo han identificado en su dilatado ministerio sacerdotal. Que su vida y servicio pastoral sigan siendo estupendos. Oraremos por su perseverancia final. 
Tenemos también presentes a nuestros hermanos sacerdotes que se encuentran sirviendo a la Iglesia fuera del país: Freddy González, Gerald Cadieres, Eudo Rivera, Richard Colmenares, José Gregorio Villalobos, Jesús Colina, José Antonio Barboza, Rhonald Rivero, Valentín Rodríguez y Richard Aular.
Además de la renovación de las promesas sacerdotales, las diferentes comunidades eclesiales, asociaciones y escuelas arquidiocesanas consignarán la Campaña Compartir, fruto de las practicas penitenciales de cuaresma, que serán puestas al servicio de lo más pobres a través de nuestras Cáritas Nacional,  Arquidiocesana y Parroquiales. Y, por último, se bendecirán los Santos Oleos y se consagrará el Santo Crisma, los cuales servirán para la administración de los sacramentos del bautismo, confirmación, unción de los enfermos y orden sacerdotal.
En esta Misa Crismal, nuestra asamblea expresa en forma solemne y significativa, la unidad de la Iglesia Arquidiocesana. En efecto, el Señor nos ha reunido, “como raza elegida, reino de sacerdotes, nación consagrada, pueblo que Dios hizo suyo para proclamar sus maravillas, pues él nos ha llamado de las tinieblas a su luz admirable” (1Pe. 2,9). En estos días santos, tendremos la bendición de celebrar la Pascua, que el Señor hizo de una vez y para siempre y selló con su Preciosísima Sangre en la Cruz del Calvario y con su Gloriosa Resurrección. Reflexionaremos, a través de los oficios litúrgicos, la entrega incondicional de Jesús que nos amó hasta el extremo (Cf Jn 13,1); que quiso quedarse bajo las especies del pan y del vino para ser nuestro alimento de vida eterna; en un acto de misericordia hacia nosotros nos entregó a su madre como madre nuestra (Jn 19,27);  nos prometió su Espíritu y nos aseguró que estaría con nosotros hasta el final del mundo (Cf Mt 28,20).

Nos ha tocado celebrar esta misa crismal, en un momento incierto y oscuro de nuestra madre patria, que reclama del pueblo de Dios, especialmente de los presbíteros, firmeza y valentía para no dejar que naufrague definitivamente el Estado de Derecho y Justicia por el que se rige nuestro país; abnegación para compartir con nuestro pueblo las penurias que padece; esperanza, porque sabemos que en Cristo muerto y Resucitado el mal y la muerte no tendrán la última palabra. Como nos lo recuerda el Papa Francisco: “Verdad que muchas veces parece que Dios no existiera: vemos injusticias, maldades, indiferencias, crueldades que no ceden. Pero también es cierto que en medio de la oscuridad comienza a brotar nuevo, que tarde o temprano produce fruto” (EG, 276).




Nuestro pueblo sufre hambre, desnutrición, y miseria. Para los que seguimos a Jesús es un deber sagrado ser la voz de los que no tienen voz y atender con abnegación a  los pequeños del Señor, a los más desvalidos y abandonados. En esta Cuaresma, a través de múltiples y variadas iniciativas, particularmente del Programa de las Ollas comunitarias,  nuestras comunidades cristianas parroquiales, a lo largo y ancho del territorio arquidiocesano,  han descubierto el verdadero y milagroso poder que cambia el mundo: compartir y servir desinteresadamente a los hermanos.
No se trata solamente de la Obra de Misericordia de dar de comer a los hambrientos sino, también y sobre todo, de ser creativos para no replicar el modelo asistencialista que anula su capacidad de participación protagónica, y hacerles descubrir, a través de estos gestos, su dignidad sagrada y la vocación y capacidad que tienen de transformarse en actores y sujetos de su propia liberación, sin tener que esperar dádivas y limosnas de nadie, sea de particulares, sea de los poderes populistas de cualquier signo que sean.
Las lecturas que han sido proclamadas son muy propicias para reflexionar sobre nuestro ser y quehacer sacerdotal, especialmente sobre el consejo evangélico de la pobreza y nuestro trabajo misionero con los pobres en este momento tan difícil que estamos viviendo en Venezuela.
El episodio del evangelio recoge el esquema del culto sinagogal sabatino, que se desarrolló después del destierro, y fue en el que creció y se educó Jesús. Ese día, de descanso y oración, los judíos se reunían en torno a la escucha de la Sagrada Escritura: “Shemá Israel” (Dt 6,4), resumen de los preceptos del Señor.  Se leía un pasaje del Pentateuco y otro de los profetas. Seguidamente el presidente invitaba a alguien de los allí presentes a dirigir la palabra y dar una enseñanza. Fue en una de esas ocasiones que Jesús intervino.
Ese día abrió el rollo del profeta Isaías en  el pasaje que hemos proclamado en la primera lectura, donde el profeta anuncia la llegada del Ungido de Dios que librará al pueblo de todas sus aflicciones. Al terminar la lectura, las primeras palabras de Jesús fueron las siguientes: “Esta lectura que acaban de oír se ha cumplido hoy” (Lc 4,21). En efecto, en Jesús se cumplen no solamente esa lectura sino todas las promesas mesiánicas contenidas en el Antiguo Testamento.  
En el Jordán fue ungido por su Padre, no por los hombres. La unción no se hizo con óleo, o ungüento material, sino con el óleo de la alegría (Cf Sal 45,8), es decir con el Espíritu Santo (Cf Mt 3,16-17). Y su misión es llevar la Buena Noticia a los pobres, destruyendo la causa de todas las injusticias, que es el pecado y su fatal consecuencia: la muerte.
Nosotros también, queridos hijos sacerdotes, hemos sido consagrados para cumplir esta misma misión. Podemos hacer nuestras las palabras de Jesús en la Sinagoga de Nazaret: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido, me ha enviado para dar la Buena Nueva a los Pobres”. Ésta siempre ha sido la opción de la Iglesia, porque forma parte de la esencia de nuestra profesión de fe en Cristo Jesús.
La Iglesia Latinoamericana nos lo ha recordado en las grandes conferencias que se han celebrado en los últimos años, y el Papa Francisco, en su exhortación apostólica, “El gozo del Evangelio” (EG), la tiene como criterio fundamental en la evangelización: “¿A quiénes debemos privilegiar? Cuando uno lee el Evangelio, se encuentra con una orientación contundente: no tanto a los amigos y vecinos ricos sino sobre todo a los pobres y enfermos, a esos que suelen ser despreciados y olvidados, a aquellos “que no tienen con qué recompensarte” (Lc 14, 14). No deben quedar dudas ni caben explicaciones que debiliten este mensaje tan claro. Hoy y siempre, los pobres son los destinatarios privilegiados del Evangelio, y la evangelización dirigida gratuitamente a ellos es signo del Reino que Jesús vino a traer” (EG, 48)
Para amar a los pobres, hay que hacerse pobre. El Señor exige a los sacerdotes la pobreza como estilo de vida, la cual no significa despreciar los bienes, que Dios puso a disposición del hombre para su vida y su colaboración en el plan de la creación, sino desprendimiento y uso correcto de ellos, evitando acumulaciones superfluas y apegos esclavizantes.
Jesús es el modelo del desprendimiento de los bienes terrenos para el presbítero que quiere conformarse con la exigencia de la pobreza evangélica. En efecto, Jesús nació,  vivió y murió en pobreza. Amonestaba San Pablo: “Siendo rico, por ustedes se hizo pobre” (2 Cor. 8, 9). A una persona que quería seguirlo, Jesús le dijo de sí mismo: “Las zorras tienen guaridas y las aves del cielo nido, pero el hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza” (Lc. 9,58) Esas palabras manifiestan un desasimiento completo de todas las comodidades terrenas.
La pobreza en la vida del sacerdote se traducirá en desinterés y desprendimiento del dinero, en la renuncia a toda avidez de posesión de bienes terrenos, en un estilo de vida sencillo, en la elección de una morada modesta, en el rechazo de todo lo que es o, incluso, a lo que solo parece lujoso, en una tendencia creciente a la gratuidad de la entrega al servicio de Dios y de los fieles y en el amor a los necesitados, en un abandono filial y confiado en las manos del padre Providente.
Siendo pobre, según el estilo de Jesús, debemos buscar los medios para socorrer en las necesidades más básicas a los que padecen enormes privaciones y llevarles la inmensa misericordia de Dios para mitigar sus penurias. Es poner por obra la palabra del Señor, mirar las miserias de los hermanos, tocarlas, hacernos cargo de ellas, trabajar juntos con todos los que buscan erradicar las raíces causales de la pobreza y de la miseria en el mundo.
La miseria en nuestra patria ha crecido desproporcionadamente en estos últimos años. Hemos llegado hasta el deprimente espectáculo de personas que se ven obligadas a hurgar en la basura en busca del necesario sustento, y son cada vez más los que  fallecen a causa de la desnutrición y de la falta de atención adecuada en los hospitales.
 La miseria material, que habitualmente llamamos pobreza, afecta a gran parte de la población, pues se encuentra privada de sus derechos fundamentales y de los bienes de primera necesidad. Se traduce en pobreza crítica. En terrible calamidad. Nuestro pueblo está pasando hambre, el crecimiento y el desarrollo de nuestros niños está gravemente afectado por la falta de una alimentación balanceada, los niños sufren de  carencias que se traducirán en negativas consecuencias en su desarrollo intelectual. Daños irreversibles por mucho que se alimenten a posteriori. Los enfermos crónicos (diabetes, hipertensión, renales, oncológicos…) y los ancianos mueren por falta de tratamiento.
Hay otra miseria, la miseria moral, que consiste en convertirse en esclavos del vicio y del pecado. ¡Cuántas familias viven angustiadas porque alguno de sus miembros —a menudo joven— tiene dependencia del alcohol, las drogas, el juego o la pornografía! ¡Qué triste ver nuestras urbanizaciones y barrios plagados de depósitos, licorerías y centros de apuestas “parley”! Mientras muchas de nuestras instituciones educativas públicas se encuentran carentes de las instalaciones y servicios más elementales.
La plaga del Bachaqueo, deplorable consecuencia de la corrupción y de la falta de moralidad de muchos gobernantes, ha traído consigo una cadena de males: el acaparamiento, el sobreprecio, la mentira, la falta de piedad y la codicia. En definitiva, la explotación del pobre por el mismo pobre. Y todo esto degrada a la persona humana y la hunde en la más espantosa soledad. La deserción escolar, fruto de la miseria material, ha llevado a los jóvenes a la delincuencia y a la lucha entre bandas, no pocas veces induce a la prostitución en todas sus formas y al envilecimiento de la vida diaria.
No menos deplorable y terrible es la miseria espiritual, el alejamiento del Dios, tantas veces denunciadas por el Señor Jesús y que ha crecido desmesuradamente en estos últimos años con la presencia de sectas, de grupos idolatras, de la santería, de los brujos inescrupulosos, de los paleros, de  los babalaos, muchos de ellos amparados y financiados desde algunas instancias oficiales. Estos grupos son totalmente opuestos al cristianismo, de manera que no se puede ser católico y santero, católico y babalao. No se puede, como dice la palabra de Dios, “servir a dos señores” (Mt 6,24).
Como verán, queridos sacerdotes, el trabajo es vasto y la responsabilidad que se nos encomienda supera nuestras fuerzas, pero no las de aquel que nos llamó y nos da su Espíritu de Verdad y Gloria. Ahora más que nunca, nosotros, ministros sagrados, debemos estar muy unidos al Señor, a través de los sacramentos, la oración personal y la lectura meditada de la Palabra, para ver la realidad con los ojos de la fe, como la mira Jesús y obrar en consecuencia. Sabemos en quien hemos puesto nuestra confianza (Cf 1 Tim 1,12), y él no defrauda. Con la fuerza del amor de Cristo saldremos más que vencedores (Rm 8,37). Y las circunstancias adversas que atravesamos lejos de ser  obstáculos infranqueables, se transformarán en oportunidades para expresar mejor, con una fe purificada, nuestro amor a Dios y al pueblo al cual nos debemos.
Queridas hermanas y hermanos, les pido encarecidamente que oren por sus sacerdotes. Dentro de algunos minutos, ellos renovarán delante de mí, sus compromisos sacerdotales. Sé que cuento con un ejército de sacerdotes abnegados, enamorados de su vocación, identificados con su pueblo y dispuestos a dar la vida. Me he sentido orgulloso y contento de trabajar con ellos durante estos dieciséis años de pastoreo en Maracaibo. Pero también soy consciente que el demonio “no cansa ni descansa” y quiere desfigurar el rostro de Cristo que está impreso en cada uno de ellos, en sus corazones. De ahí, que tenemos que acompañarlos, ayudarlos, levantarlos cuando caigan y animarlos a continuar adelante, a pesar de las dificultades.
Que María Santísima, Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá, nos acompañe, como hizo con su hijo, estos días para celebrar solemnemente la resurrección de su hijo Jesucristo, a él la gloria y el honor por los siglos de los siglos. Amén.

Maracaibo 11 de abril de 2017

+Ubaldo Ramón Santana Sequera
Arzobispo de Maracaibo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario