sábado, 18 de octubre de 2014

Homilía pronunciada en la Misa de Acción de Gracias por la Beatificación de Don Álvaro del Portillo, Obispo y Prelado del Opus Dei.

Homilía pronunciada en la Misa de Acción de Gracias
por la Beatificación de Don Álvaro del Portillo,
Obispo y Prelado del Opus Dei.


Muy queridos hermanos y hermanas,
Fidelis servus et prudens quem constituit Dominus super familiam suam: Siervo fiel y prudente a quien ha puesto el Señor al frente de su familia. 
El pasado 27 de Septiembre, en la vasta esplanada de Valdebebas, en las afueras de Madrid, la procesión de entrada de la Solemne Misa de Beatificación de Don Álvaro del Portillo, avanzaba acompañada por este canto litúrgico tomado del libro de los Proverbios, que subraya la fidelidad del hombre prudente a quien Dios pone al frente de su casa.
La Fidelidad, virtud emblemática del nuevo Beato, era cantada por el coro y la solemne armonía de aquel canto llenaba el ambiente de un alegre recogimiento. Además, la multitudinaria asamblea, en sí misma, reflejaba maravillosamente la universalidad de la Iglesia. Y también, de alguna forma,  la universalidad de esa partecita de la Iglesia que es la Prelatura del Opus Dei.
El Señor me concedió la dicha de estar entre los concelebrantes. Desde la inmensa tarima donde quedé ubicado, delante del portentoso ensamble coral, pude abrazar con la mirada y el corazón la hermosa asamblea de fieles y contemplar de algún modo la belleza del Pueblo de Dios, “reino de sacerdotes y nación santa, pueblo adquirido en posesión para anunciar las grandezas del que los llamó de la oscuridad a su luz admirable” (1Pe 2,9). Desde el presbiterio, también bajo numerosas mitras, nos sentíamos gozosos parte de ese pueblo bendito; allí también se encontraban todos los colores, blancos, amarillos, cobrizos, negros, marrones, todas las combinaciones que, como afirmaba San Josemaría, el amor humano es capaz de lograr.
En la multiforme nave de aquella singular iglesia, reunión de convocados al aire libre, decenas de miles de personas compartían el gozo y la paz que brota de los corazones que quieren vivir la alegría del evangelio. Todos reunidos en la asamblea litúrgica, el pueblo fiel, aquella inmensa muchedumbre de laicos, la presencia de múltiples carismas que adornan la iglesia con la vida religiosa, y los tres órdenes del ministerio sagrado, presididos por el Cardenal Ángelo Amato, representante del Papa Francisco, quien en definitiva había dispuesto para ese día la Beatificación de Don Álvaro. Allí estaba la Iglesia que alaba a Dios en sus Santos y Beatos, y que sigue proclamando el amor de Dios en un mundo lleno de odios, rencores y violencias. Todo lo que allí estaba aconteciendo nos llevaba a proclamar: “Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios que es Padre de todos, que está sobre todos y habita en todos” (Ef 4,5)
Vir fidelis multum laudabitur. El varón fiel será muy alabado. ¡Que realidad más hermosa es la fidelidad!  La fidelidad a lo largo del tiempo es el nombre del amor, decía Benedicto XVI, y es una gran verdad. Todos necesitamos permanecer en el amor, como dice San Juan, si queremos saber que significa amar en Dios, ser amados por El y amar en su nombre (Jn 15,9-10). 
La gran tragedia que nos amenaza hoy es “la globalización de la indiferencia” como la llama el Papa Francisco; radica en vivir tan encapsulados en nuestra propia autorreferencialidad que pasamos de largo, como el sacerdote y el levita, sin fijarnos siquiera en el que yace tirado herido y abandonado a la orilla del camino (Cf  Lc 31-32).  “Los cristianos insistimos en nuestra propuesta de reconocer el otro, de sanar las heridas, de construir puentes, de estrechar lazos y de ayudarnos mutuamente” (EG 54 7 67). La fidelidad en el amor es el antídoto que nos propone el beato Álvaro del Portillo.
Dios no es un ser estático, digno de amor pero indiferente hacia nosotros. Dios, que sabe que necesitamos amarle, sale a nuestro encuentro y nos facilita el camino. A veces usa circunstancias, o cosas o personas que nos ayudan a encontrarlo y seguirlo. En el caso de Don Álvaro esa persona fue San Josemaría Escrivá.
Decía el Papa Francisco en la cariñosa carta que le dirigió a Mons. Echevarría, Prelado del Opus Dei, con ocasión de esta Beatificación, en Madrid “tuvo lugar sobre todo el acontecimiento que selló definitivamente el rumbo de la vida del joven Álvaro: el encuentro con San Josemaría Escrivá, de quien aprendió a enamorarse cada día más de Cristo”.
Desde el comienzo, aquel joven estudiante de ingeniería de caminos canales y puertos, comprendió que su seguimiento del Señor se materializaba en un seguimiento fidelísimo al Fundador del Opus Dei. La providencia de Dios movió sus hilos y, salvo un tiempo durante la Guerra Civil española, Don Álvaro estuvo siempre junto a San Josemaría. Una vez ordenado sacerdote, fue su confesor y, a su muerte, fue elegido para sucederle como Padre y Pastor de esa porción del pueblo de Dios que es la Prelatura.
Son conmovedoras algunas anécdotas que manifiestan esa unidad fortísima que sostuvo siempre con San Josemaría. La siguiente la narra Encarnación Ortega. Ocurrió después de una operación de apendicitis que se realizó el 26 de febrero de 1950, y que resultó mucho más complicada de lo previsto y en la que se hizo necesario aumentar la dosis de anestesia. «Después de llevarlo del quirófano a su habitación, el cirujano, acercándose a la cabecera de la cama, empezó a llamarlo para despertarle: — ¡Don Álvaro! ¡Don Álvaro! Pero él permanecía sin dar señal de haber oído. Entonces el Padre, desde los pies de la cama, dijo a media voz: — ¡Álvaro, hijo mío! Y don Álvaro abrió los ojos. Al contárnoslo, decía el Padre con orgullo: —Don Álvaro hasta anestesiado obedece».
 El suceso se completa con el episodio que nos ha dejado escrito Joan Masià. «Algún día después de la intervención quirúrgica, nuestro Padre me pidió que le acompañara a visitar al enfermo. En la habitación estábamos los tres solos y don Álvaro estaba delirando todavía (...). No hacía más que repetir esta frase: “Yo quiero trabajar junto al Padre, con todas mis fuerzas, hasta el fin de mi vida”. Como solo decía estas palabras, una y otra vez, nuestro Padre y yo, muy emocionados, casi con lágrimas en los ojos, tuvimos que abandonar la habitación».
 Hasta ese punto tan profundo iba la decisión de Don Álvaro, quien, como alguna vez se le escucho decir al nuevo Beato, veía en San Josemaría “el conducto reglamentario” para identificarse con Jesucristo.
Y, precisamente porque lo aprendió de San Josemaría, el Beato Álvaro tuvo siempre su corazón abierto a toda la Iglesia. Cuidando como es lógico, en primer lugar, de su pusilux grex, de su pequeño rebaño. Y al mismo tiempo, manteniendo una notable sensibilidad por  las necesidades de la Iglesia universal.
 Don Álvaro, simultaneando sus trabajos internos en el Opus Dei, trabajo mucho en asuntos de la Santa Sede, ya desde los años 50.  Luego, durante el Concilio Vaticano II, laboro arduamente en la etapa preparatoria y después durante el desarrollo del Concilio. Y más adelante continuo colaborando.  A la muerte de San Josemaría,  además de Secretario General del Opus Dei, era Consultor de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, de la Congregación para el Clero y de la Pontificia Comisión para la revisión del Código de Derecho Canónico. Y una vez al frente de la Obra continuó su callada y eficaz colaboración con la Sede Apostólica.
 Son múltiples y unánimes los testimonios de hermanos suyos en el episcopado de cómo Don Álvaro vivió, siempre, una unidad efectiva y afectiva con el Santo Padre y la conciencia de pertenecer al colegio de los obispos, con una profunda humildad y sentido de responsabilidad.
Fue un Pastor a la medida del Corazón de Jesús. Para todos es una gracia del Señor contar con un nuevo intercesor en el Cielo, ahora que nos hace tanta falta la ayuda y la fuerza del Señor para seguir adelante en este mundo nuestro, en esta Patria nuestra, sumida en tantas calamidades y hambrienta y sedienta de ser amada y servida con honestidad y desinterés.
Le pido a Dios, a través del Beato Álvaro del Portillo, que nos conceda la serenidad, la alegría y la fortaleza que requerimos para llenar de esperanza nuestro corazón y los corazones de las familias, de nuestra gente, ante el reto de ir adelante en estas circunstancias llenas de incertidumbre y dificultades.
Que la conciencia de la filiación divina, el sabernos y sentirnos hijos de Dios, fundamente nuestro buen ánimo para perseverar en el cumplimiento ordinario de los deberes de cada día, esa santificación del trabajo cotidiano que fue el quicio de la identificación con Cristo en el Beato Álvaro.
No puedo terminar sin referirme a la Santísima Virgen María. Y lo hago como un niño pequeño con la oración que le enseño a Don Álvaro su mamá y que el nuevo Beato recito durante toda su vida: «Dulce Madre, no te alejes / tu vista de mí no apartes / ven conmigo a todas partes / y solo nunca me dejes. / Ya que me proteges tanto / como verdadera Madre / haz que nos bendiga el Padre, / el Hijo y el Espíritu Santo». Amen.

Catedral de Maracaibo, 18 de octubre de 2014

+Ubaldo R Santana Sequera FMI

Arzobispo de Maracaibo

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