domingo, 26 de octubre de 2014

HOMILIA DEL XXX DOMINGO ORDINARIO. CICLO A (Mt 22, 34-40)


Muy queridos hermanos y hermanas,
Seguimos acercándonos al final del año litúrgico. El evangelio de este domingo nos ubica en Jerusalén donde Jesús consumará su misión salvadora. El texto de hoy forma parte de una serie de polémicas suscitadas por los adversarios de Jesús con la finalidad de desacreditarlo ante el pueblo y justificar su enjuiciamiento.  El inicio del texto hace alusión a la trampa que le tendieron  los saduceos con una pregunta sobre la fe en la resurrección  y de la cual Jesús se libró con las armas de las Sagradas Escrituras.
Ahora son los fariseos los que lo ponen a prueba con la pregunta sobre cuál es el mayor de los mandamientos de la Ley. Los fariseos estudiaban a fondo las Escrituras, dedicaban buena parte de su tiempo a escrutarlas y a enseñarlas en sus escuelas y sinagogas. En  tiempo de Jesús, se habían ya acumulado muchos estudios sobre la materia y los judíos disponían de una cantidad enorme de normas, costumbres, leyes, grandes y pequeñas para regular la observancia de los Diez Mandamientos. Existían alrededor de 630. Por eso se debatía con ardor cuál era la relación y jerarquía entre tantos  mandamientos. Unos decían: “Todas las leyes tienen el mismo valor, tanto las grandes como las pequeñas, porque todo viene de Dios. No nos compete introducir distinciones en las cosas de Dios”. Otros decían: “Algunas leyes son más importantes que otras y por lo tanto más obligatorias”. Era tema de discusión entre especialistas, entre expertos y como estaban convencidos que Jesús no era ningún experto en la materia le hacen la pregunta para que su ignorancia lo ponga en ridículo ante el pueblo.
El Señor responde citando dos textos de la Sagrada Escritura. Primero el famoso “Shema Israel”, texto que los judíos piadosos recitaban varias veces al día, colocaban en su frente y en el dintel de sus puertas: “¡Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente!” (Cf. Dt 6,4-5). “¡Éste es el más grande o el primer mandamiento.” Pero sorpresivamente no se queda allí sino que cita otro texto clásico del Viejo Testamento: El primero y fundamental no es el único. Hay un segundo mandamiento que es semejante al primero: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lev 19,18). Y concluye: “De estos dos mandamientos penden toda la ley y los profetas”.
Dicho con otras palabras, ésta es la puerta para llegar a Dios y al prójimo. No existe otra. Entre los dos sintetizan los diez mandamientos. Los tres primeros están dirigidos directamente a Dios; los 7 restantes al prójimo.  La más grande tentación del ser humano es la de querer separar estos dos amores. Ocuparse solamente de Dios ignorando al prójimo es caer en un espiritualismo desencarnado o peor aún en un fundamentalismo inhumano y cruel. Colocar al hombre en lugar de Dios es la puerta para construir un mundo injusto y desigual, donde unos pocos viven bien a costilla de multitudes hambrientas y abandonadas a su suerte.
El Beato Paulo VI decía que pretender construir un mundo sin Dios lleva inexorablemente a la existencia de un mundo contra el mismo hombre. El camino para llegar a Dios es el hombre. El camino para llegar al hombre es Dios. Son dos caras de una misma moneda. Esta verdad nos la reveló el mismo Jesús en el misterio de su persona: el Hijo de Dios hecho hombre en el seno de María.  Así se nos presentó el Señor con estas palabras: “Yo soy el camino, la Verdad y la Vida”.  (Jn 14,6). El Verbo Encarnado es el camino de la Iglesia. Solo el amor al hombre concreto nos conduce a Dios y solo la fuerza del amor de Dios en nuestros corazones, derramado por el Espíritu Santo, (Cf Rm 8,5) nos capacita y nos impulsa a amar al prójimo, a cualquier prójimo, a todo prójimo como merece ser amado.  Es la lección de la parábola del Buen Samaritano (Cf Lc 10,25-37). “Nadie puede amar a Dios a quien no ve si no ama a su hermano a quien ve”, concluye el apóstol San Juan.
Este es el camino que nos mostró con el testimonio de su vida el Venerable José Gregorio Hernández, ilustre científico y médico venezolano y cristiano de gran envergadura, lustre y gloria del laicado católico de este país. Buscó afanosamente a Dios en el silencio de la Cartuja de la Farnetta, en la vida clerical, en los padres Sacramentinos. Y el Señor le mostró que si quería servirlo y darle gloria debía de hacerlo atendiendo a los jóvenes universitarios, a los campesinos de su tierra natal y a los pobres de Caracas en calidad de catedrático, de científico y de medico. Hoy a 150 años del nacimiento de tan ilustre compatriota, imploramos la misericordia divina para que, por su intercesión, se produzca el milagro tan esperado y pueda así ser llevado a los altares. José Gregorio es ya un modelo de santidad para muchos de nosotros. Su vida nos inspira y nos empuja a servir al Señor en nuestros hermanos con dedicación, entrega y alegría. Pero sería sin duda mucho más grande la dicha y mucho mayor el impacto de su ejemplo sobre nuestro pueblo y sobre la Iglesia entera si llegará a ser inscrito en el catálogo de los beatos y más adelante en el de los santos.
Mientras eso ocurre acordémonos que no le podemos rendir culto público, que no podemos colocar su imagen en nuestros templos, iglesias y capillas y no podemos introducir su nombre en letanías litúrgicas. Si mandamos a celebrar misas por favores concedidos la intención ha de ser siempre por su pronta beatificación. Solo la Iglesia a través del Santo Padre puede declarar oficialmente su santidad cuando considere que se han cumplido todos los requisitos para ello. Oremos pues con humildad y confianza para que muy pronto, cuando Dios lo tenga dispuesto, se produzca este feliz acontecimiento. Lo más importante de todo esto ha de ser que aprendamos todos a amar a Dios por encima de todo y a nuestro prójimo como nos amó Jesús. ¿Cuál es la medida del amor de Jesús? Llegar a amar hasta ser capaz de dar la vida por nuestro prójimo. Hacia allá debemos caminar. Que esta eucaristía nos impulse a todos en esa dirección.

Maracaibo 26 de octubre de 2014

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