DOMINGO
27 ORDINARIO. CICLO C
DIOS
MISMO ES NUESTRA RECOMPENSA
Las palabras de Jesús en
el evangelio de hoy nos llevan a descubrir un nuevo perfil de quien quiere
seguir a Jesús y transformarse en su discípulo.
En la segunda parte del
viaje que conduce a Jesús a Jerusalén, donde consumará su pasión y su regreso
al Padre, Jesús ha ido poniendo de manifiesto los rasgos que deben identificar
a sus seguidores y las comunidades en las que se agrupan. Seguirlo a él implica
enfrentar dificultades y renuncias (entrar por la puerta angosta), no dejarse
arrastrar por las corrientes de presión por más fuertes que sean; estar
dispuestos a regir su vida por la voluntad del Padre Dios y la fuerza de su
amor; darle siempre la primacía a la dignidad humana por encima de las leyes;
ser humildes, no correr tras honras y glorias terrenales; hacer el bien sin
esperar ninguna retribución; colocar la búsqueda del Reino de Dios por encima
de la familia y de otros afanes materiales; colocar el amor a Jesús por encima
del amor a su propia familia; cargar con el oprobio y el sufrimiento que puede
traer escoger a Jesús y colocarlo en el primer lugar; renunciar a posesiones o bienes que impidan
seguirlo y estar con él; no negociar nunca su condición de discípulo(ser sal de
la tierra); seguir el modelo de misericordia que el Padre Dios tiene para con
los humanos; ser incondicionalmente misericordiosos con todos como El.
En los evangelios de estos últimos domingos
Jesús ha centrado su enseñanza en el peligro que representa la codicia del
dinero. Hemos de hacer un sabio uso de los bienes de este mundo para que no nos
impidan alcanzar la salvación. Los bienes y las riquezas de esta tierra están
hechos para asegurar una digna y sobria existencia, eliminar la miseria del
planeta y hacer el bien particularmente a los más pobres.
Antes de llegar al texto
del evangelio de hoy Lucas registra una terrible advertencia de Jesús contra
aquellas personas que con su ejemplo, consejos, negocios o acciones arrastran a
otros al pecado, en particular aquellos que son más vulnerables e indefensos
por su edad, simplicidad o condición social.
Es tal el mal y tal el castigo que Jesús invita a su comunidad a estar
siempre atenta para prevenir oportunamente el abuso de los pequeños. Por eso la
Iglesia ha adoptado severas sanaciones a los que han abusado sexualmente de
menores de edad.
El evangelio de hoy el
Señor recalca que en las relaciones con Dios y con los hermanos en comunidad,
debe prevalecer siempre la gratuidad y no el interés. Jesús nos advierte que no
podemos transformar nuestra relación con Dios en una relación mercantilista. En
latín decimos una relación basada en el “do ut des”. Traducido al lenguaje popular:
te doy si tu me das o también ¿“cuanto hay pa’ eso?”.
La sociedad en que vivimos
está particularmente contaminada por lo que en Venezuela se ha venido en llamar
el comportamiento “bachaquero”: hay quienes quieren vivir a costillas de la
explotación de los demás; sacar abusivos y exagerados beneficios de la compra
de productos regulados, de un dato, de una palanca. Se ha instalado en muchos
estamentos de las organizaciones oficiales y privadas el cobro de la comisión.
Muchos funcionarios públicos viven de las
comisiones, cobros, vacunas que le sacan a cualquier transacción o negociación.
Se ha perdido el sentido de la honestidad. El robo se ha oficializado. Con
mayor razón hemos perdido el sentido de la gratuidad. La corrupción se ha
metido en todas las esferas sociales. Hoy Jesús nos interpela: ¡Alerta! Porque
ese vicio puede también contaminar
nuestra vida de fe y nuestros encargos pastorales.
Esta advertencia vale
tanto para nuestra relación con Dios, como para nuestra devoción a los santos y
actos de piedad. Muchas novenas, cadenas, oraciones, sacrificios y penitencias
están viciados porque están inspirados en el interés de tipo comercial. Esa misma actitud puede estar presente en los
servicios que prestamos en nuestras comunidades eclesiales. Entendemos así la
misión que nos confían en la parroquia como un “encargo” al que debemos de
sacar alguna ganancia o por el que nos tienen que estar agradecidos: darnos una
recompensa, subirnos de categoría, otorgarnos un título honorífico.
Nada más contrario a la
conducta de un creyente seguidor de Jesús. La vida con Jesús en esta tierra y
la eterna es un don, un regalo gratuito que Dios nos otorga y no un salario o
un vale que nos permite reclamar como un privilegio, el acceso al cielo.
Nosotros los discípulos de Jesús no tenemos derecho a exigir que Dios nos
conceda tal o cual don a cambio de una vela, de una novena, de una cadena, de
una oración, de un sacrificio o de una peregrinación. Hemos sido salvados
gratuitamente por la muerte y resurrección de Jesús, independientemente de
nuestras obras y méritos que nos queramos atribuir. Esta verdad la remacha San
Pablo por activo y por pasivo en todas sus cartas (Cf Rm 5,8; Ef 2,4-5). Lo que
recibimos de nuestro PADRE Dios no está en proporción alguna con lo que hacemos
o dejamos de hacer. Lo que recibimos de él proviene de su infinita y gratuita
bondad y es siempre mucho mejor que lo
que podemos anhelar.
Ante Dios sus discípulos
son siempre servidores que solo cumplen sus obligaciones y encuentran su gozo y
alegría en el mismo servicio que prestan sin esperar recompensa alguna. Lo que
del Señor proviene por la riqueza de misericordia y compasión no es en pago a
ningún tipo de mérito que hayamos acumulado por el deber cumplido. La
gratuidad, el desinterés es un rasgo fundamental que todos los cristianos
debemos cultivar en nuestras relaciones familiares, en nuestra comunidad de
amistad. El Papa Benedicto en su hermosa encíclica “Caritas in Veritate” afirma
que el principio de gratuidad ha de introducirse también en las relaciones
entre las naciones para alcanzar la verdadera paz. Por eso hace años atrás la Iglesia,
con motivo del advenimiento del nuevo milenio, la Iglesia abogó por la
condonación de la deuda a favor de los países pobres.
“Lo que han recibido gratis entréguenlo también gratis” (Mt 10,8).
Estemos siempre alegres y agradecidos por todo lo que hacemos para glorificar a
Dios y hacer más llevadera y digna la vida de los más necesitados. Nunca
llegaremos a ponernos a la altura de todo lo que hemos recibido de Dios, así
que debemos vivir en permanente y gozoso retorno agradecido. “Dios ama al que da con alegría” (2 Co
9,7). Tenemos mucho camino que recorrer en nuestra Iglesia para introducir esta
consigna de Jesús en nuestras comunidades, parroquias y diócesis y desterrar
todo lo que parezca que estamos comerciando con las cosas sagradas y con los
sacramentos.
La conciencia del servidor
de Jesús es la de una persona que, abandonada en la fe, con la vida centrada en
su Señor, se da sin reservas y con gratuidad en el servicio aspirando siempre
al cumplimiento cabal de su “deber”. ¡Cuánto repudió Jesús esa actitud de quien
sirve a Dios y a los hermanos con la expectativa de la recompensa! ¡Los hombres
no pueden pasarle facturas a Dios! ¡La relación con Dios no puede darse a
partir de reclamos!
No olvidemos que la
parábola está dirigida a los apóstoles, y como tal, nos pide a nosotros, los
líderes de la Iglesia, que revisemos nuestra actitud: el servicio a Dios y a
los hermanos –que tiene como fundamento la experiencia de la fe- no da ni
adjudica derechos para alguna paga. Tampoco nos autoriza para andar proclamando
a los cuatro vientos lo que hacemos. Ni
la pretensión ni la vanidad pertenecen al espíritu de Jesús.
El servidor de la
comunidad puede sentirse feliz por el hecho de haber cumplido bien su tarea. Es
aquí donde la fe –que se concreta en el vivir bajo el “Señorío” de Jesús- verdaderamente
“crece”, no por vías de cantidad sino por la ruta cualitativamente cierta, que
es la justa actitud con él, esto es, el abandono total y la confianza absoluta
en Dios en quien “somos nos movemos y existimos” (Cf Hech 17,38) y lo tenemos
todo. Es el reconocimiento humilde de que nuestra vida depende de él. Este es
el mínimo, el granito de mostaza, de dónde proviene una fuerza sorprendente que
nos hace aptos para animar la vida comunitaria y emprender la misión.
Maracaibo 2 de octubre de
2016
+Ubaldo R Santana Sequera FMI
Arzobispo de Maracaibo
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