SOLEMNIDAD
DE JESÚS NAZARENO 2015
Muy queridos hermanos y hermanas,
Se ha hecho tradicional en
muchas partes de Venezuela celebrar el miércoles santo mirando hacia Jesús
llevando su cruz a cuestas hacia el Calvario, bajo la popular imagen de El
Nazareno. El Nazareno de San Pablo en Caracas y el de Achaguas en el Edo Apure, hermosas imágenes de
abolengo y tradición, atraen multitud de fieles que acuden llenos de fe, en
búsqueda de consuelo, de fortaleza, de paz, de
favores para sí, para sus seres queridos y para su patria.
Me alegro mucho al ver cómo,
año tras año, va creciendo la devoción de esta parroquia por su Santo Patrono y
cómo se desbordan en las calles de fieles caminando tras su imagen con cánticos
y plegarias. En Semana Santa caminamos tras muchas imágenes, por devoción, para
pagar promesas, para compartir la fe tradicional de la familia.
Pero lo más importante que
no debemos olvidar nunca es que a través de las procesiones, La Semana Santa
nos ofrece la maravillosa oportunidad de buscar a Jesús, de acercarnos a él, de
poner nuestras pisadas en las suyas y de compartir la fe con nuestra familia y
con nuestra comunidad parroquial. Durante su ministerio público Jesús insistió
para que sus oyentes y seguidores aprovecharan la oportunidad de su presencia,
de su predicación y se convirtieran, le dieran la espalda a los vicios y
pasiones desordenadas, salieran de las tinieblas del pecado y buscaran la luz y
la misericordia que él les estaba ofreciendo.
Hermanos y hermanas, todos
somos pecadores, todos necesitamos convertirnos. Por eso no debemos dejar caer
en saco roto la invitación que Jesús nos hace nuevamente este año para
abandonar los caminos del mal y ponernos a caminar con él. El Señor dijo en una
oportunidad: “Vengan a mí todos los que
están fatigados y agobiados y yo los aliviaré” (Mt 11,28). No hay nada que
nos agobie más que vivir en el odio, en el rencor, en los vicios y en las
tinieblas de la droga o del alcohol. El pecado nunca viene solo. Siempre nos
arrastra a cometer otros pecados. El pecador vive no solamente de espaldas a
Dios sino también de espaldas a su verdadera vocación y felicidad. El salmista
en el salmo 69 describe cómo se ve el pecador cuando se da cuenta el daño que
le está causando: “Sálvame, Oh Dios, que
estoy con el agua hasta el cuello. Estoy hundido en un pantano sin fondo, no
puedo hacer pie, estoy metido en aguas profundas. Me arrastra la corriente”
(v 1-2). El ser humano sin Dios no vale nada, perjudica su vida y la vida de los demás.
El pecado es poderoso; nos
hace mucho daño. Arrastró a Judas a la traición de su Maestro; a Pedro a
negarlo por tres veces; a los demás apóstoles a huir, llenos de miedo, cuando
arrestaron a Jesús. El pecado quiere apoderarse de nuestras vidas, imponer sus
leyes, suprimir las virtudes e implantar los vicios como estilo normal de vida.
Es una verdadera epidemia de muerte. Afortunadamente ni el pecado ni el
príncipe del pecado tienen la última palabra sobre nosotros, sobre la historia
y sobre el mundo. La última palabra la tiene Dios. Es una palabra de amor, de
reconciliación, de perdón, de salvación. La última palabra Dios la pronunció,
en su infinita misericordia, en la venida a este mundo de la persona de su Hijo
Jesús.
San Pablo en su carta a los
Romanos describe con toda crudeza la vida pecaminosa del hombre sin Dios, pero
luego afirma con gozo que “donde abundó
el pecado sobreabundó la gracia”. Que Dios no nos ha dejado tirados en el
estercolero de nuestros pecados sino que nos ha tendido la mano y nos ha sacado
a flote por la gracia salvadora de Cristo Jesús. “Nosotros estábamos incapacitados para salvarnos pero Cristo murió por
los impíos”. Dio la vida por nosotros pecadores y nos abrió grandes las
puertas del perdón, de la reconciliación y de la vida (cf Rm 5, 6-11).
Desde que llegó a esta
tierra Cristo nos demostró, de muchas maneras, cuán grande era su amor por nosotros.
Devolvió la vista a ciegos; puso en pie a paralíticos; curó leprosos; expulsó
demonios; revivió a muertos. Pero todo eso no favoreció sino a aquellos que
fueron objeto en ese momento de su intervención sanadora. Pero donde realmente
quedó patente la inmensidad sin límites de su amor fue al final de su
vida, en los trágicos acontecimientos de
su pasión y de su muerte en cruz, cuando dio su vida no por un ciego, o por un
sordo o por un paralítico sino por todos los ciegos, los cojos, los paralíticos
y muertos y del mundo, hombres y mujeres del mundo de ayer, hoy y mañana que
esperaban con ansias su salvación.
Él lo predijo en varias
oportunidades: “Y yo una vez que haya
sido elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mi” (Jn 12,32). Y en
otra oportunidad dijo: “No he venido a
ser servido sino a servir y a dar la vida en rescate por todos” (Mc 10,45).
Y en el coloquio después de la última cena con sus discípulos les dijo: “Nadie tiene
amor más grande que quien da la vida por sus amigos” (Jn 15,13). Si
queremos saber cuánto nos ama Jesús, hemos de mirarlo llevando humilde y
calladamente su cruz hacia el Calvario; contemplarlo crucificado en el Calvario
perdonando a los que lo ejecutan, admitiendo al buen ladrón en el paraíso,
abandonándose en los brazos de su Padre, entregando su madre María a su
discípulo Juan. Así lo describe la impresionante profecía de Isaías: “Sufrió el castigo para nuestro bien y con
sus heridas nos sanó. Andábamos todos errantes como ovejas, cada uno por su
camino y el Señor cargó sobre él todas nuestras culpas…Mi siervo, el justo,
traerá a muchos la salvación” (Is 53,5-11).
Con el Papa Francisco, los
invito, mis queridos hermanos y hermanas, en cualquier situación en que se
encuentren, a salir en busca de Jesús, a renovar con motivo de esta fiesta su
encuentro personal con él o por lo menos tomar la decisión de dejarse encontrar
por él. Que nadie piense que está excluido de esta invitación. El Señor Jesús
ha venido a buscar a los extraviados, a sanar a los enfermos, a salvarnos a
todos. Demos un paso hacia Jesús, aunque sea pequeño y entonces nos daremos cuenta
que Jesús nos está esperando con los brazos abiertos. Mientras caminamos al lado del Nazareno
digámosle esa hermosa oración que nos propone el Papa: “Señor, me he dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor, pero
aquí estoy otra vez para renovar mi alianza contigo. Te necesito, Rescátame de
nuevo, Señor, acéptame una vez más entre tu brazos redentores” (EG 3). Nos
hace tanto bien volver a él cuando nos hemos extraviado. Acordémonos siempre
que Dios nunca se cansa de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de
acudir a su misericordia (cf EG 3).
Vengamos dónde Cristo. El nos
cargará nuevamente sobre sus hombros, nos devolverá nuestra dignidad perdida y
llenará nuestro corazón de alegría. Ojalá salgamos de esta fiesta esta noche,
con la cabeza alta, el corazón en paz, con el firme propósito de ir sembrando
el bien en torno a nosotros, en nuestra casa, en nuestro trabajo. Ese es el
camino para estar preparados para las próximas fiestas de Pascua. Que nadie nos
prive de esta alegría y de las ganas de contagiar a otros con ella. Que esta
santa eucaristía nos de la fe y la fuerza necesarias para dar nosotros también
mucha vida, mucho amor, mucho perdón. Si Cristo dio su vida por nosotros, también nosotros debemos dar la vida
por los hermanos (1 Jn 3,16), amándonos mutuamente como él nos amó.
Maracaibo 1 de abril de 2015
+Ubaldo R Santana Sequera FMI
Arzobispo de Maracaibo
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