HOMILÍA DE LA MISA CRISMAL 2015
Muy querido Mons.
Ángel Caraballo, obispo auxiliar; Muy querido Mons. Jesús E Hernández, Vicario
General.
Muy queridos
hermanos sacerdotes concelebrantes presentes particularmente los que participan
como sacerdotes, por primera vez, en la Misa crismal; muy queridos hermanos
sacerdotes ausentes por causa de enfermedad o por vivir fuera del país.
Muy queridos
hermanos y hermanas religiosas y religiosos y miembros de los distintos
Institutos de Vida consagrada.
Muy queridos miembros
de Movimientos, Asociaciones apostólicas y nuevas realidades eclesiales
Queridos hermanos
comunicadores y todos los que gracias a ellos
nos siguen por TV, Radio, Internet y Redes sociales.
Hermanos y hermanas
de otras confesiones cristianas
Muy queridos
hermanos y hermanas en el Señor,
Esta mañana, como
todos los días, muchos de los aquí presentes iniciamos nuestra jornada con
estas palabras del salmo 50: “Señor, abre mis labios y mi boca proclamará
tu alabanza”. Los invito a todos ustedes, miembros de este hermoso pueblo
de Dios que se congrega en esta Iglesia local desde hace 118 años, a pedirle a
Dios que abra sus labios y sus corazones para alabar y bendecir su santo Nombre
con gratitud y alegría.
Esta gran y hermosa
asamblea está constituida por cristianos y cristianas provenientes de todos los
rincones de la geografía arquidiocesana. Formamos un gran mosaico compuesto por
personas de toda raza, lengua, pueblo y nación (cf Ap 5,9); por niños,
jóvenes, adultos, matrimonios, novios, ministros ordenados, religiosos y
religiosas de diversos institutos religiosos. Todos ostentamos la dicha de
haber sido sumergidos en Cristo (cf Rm 6,4), en el momento de nuestro bautismo
y de
participar, desde entonces, de su único sacerdocio.
Formamos un solo cuerpo; somos un solo pueblo. El
Señor no quiso salvarnos aisladamente, “sin
conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le
confesara en verdad y le sirviera santamente.” (LG 9). Nos ha dispensado la
gracia de ser “un linaje escogido,
sacerdocio regio, nación santa, pueblo de su adquisición, que en un tiempo no
era pueblo y ahora es pueblo de Dios”. (cf. 1 Pe 2,9-10).
Todos revestidos del
sacerdocio bautismal; todos capitaneados por Cristo, nuestra cabeza; todos sellados con la dignidad y la
libertad de los hijos de Dios (cf Gal 5,1); todos habitados por el mismo
Espíritu Santo (cf 1 Co 6,19); todos llamados a ser santos como Dios es santo;
todos llamados a poner en práctica la ley del
mandato de amar al prójimo como Cristo nos amó (cf Jn 13,34); todos
enviados a predicar el evangelio y a dilatar el Reino de Dios hasta los últimos
confines de la tierra (Mt 28,20). Cristo nos instituyó como pueblo mesiánico “para ser comunión de vida, de caridad y de
verdad, se sirve de él como instrumento de redención universal y lo envía por
todo el universo como luz del mundo y sal de la tierra (cf Mt 5,13-16)”
(Ibid).
Hermanos y hermanas,
esta misa crismal es, en primer lugar, la celebración del sacerdocio bautismal
que une a todos los cristianos; así lo subraya la antífona de entrada y la
segunda lectura del libro del Apocalipsis: “Jesucristo
nos ha convertido en un Reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre. A Él la
gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén”. Es una celebración
única en todo el año litúrgico. Siempre la preside el obispo diocesano y la concelebran todos los presbíteros de esta
Iglesia local.
La concelebración,
en esta oportunidad, no es algo accidental, como ocurre en las demás misas,
sino propio y constitutivo de esta eucaristía. No hay otra como ella. Es en este
sentido muy especial. En ella vivimos la máxima manifestación de la comunión de
los presbíteros con su obispo y con el
pueblo fiel en el único sacerdocio de Cristo. Aparece así en toda su belleza la Iglesia como casa, escuela y
taller de comunión y solidaridad. Cada signo, cada gesto de esta solemnidad
expresa esta comunión.
La Iglesia de Cristo
es bella aunque integrada por pecadores;
sin mancha ni arruga aunque permanentemente llamada a convertirse (cf Ef 5,27);
una Iglesia alimentada directamente por Cristo en la eucaristía (cf Jn
6,53-58). Es pues justo y necesario
dar gracias al Padre por esta Iglesia
particular marabina; por la vida y la
salvación que Cristo nos comunica a través de su existencia, de los
sacramentos, de los ministerios ordenados y de la práctica incesante de la
caridad. Dentro de pocos momentos bendeciremos los óleos y consagraremos el
santo crisma. Y se hará realidad para nosotros el salmo 133: “¡Qué agradable y delicioso es que los
hermanos vivan unidos! Es como ungüento perfumado derramado en la cabeza”.
Desde el siglo XIII
hasta 1955 la misa, en la que se bendecían los óleos, se fusionaba con la del
jueves santo. En 1955 el Papa Pio XII
restituyó la celebración del Triduo Pascual en horas vespertinas, y de ese modo
la Misa crismal comenzó a tener su espacio propio el Jueves Santo en la mañana.
Años más tarde, la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II permitió
que, por razones pastorales, esta misa se
pudiera celebrar unos días antes, siempre cercanos a la Pascua. Nos hemos
valido de estas razones para colocarla el martes santo.
Hace ya sesenta años
que nuestra Iglesia local tiene la oportunidad de celebrar esta misa crismal
tal como la restituyó el beato Paulo VI.
Ya son 15 años que tengo la dicha de presidirla y de beber junto con ustedes de
los raudales de agua viva que brotan del costado abierto de Cristo (cf Ez 47,
1-12). Alabemos y bendigamos al Señor por todos los pastores que el Señor
colocó, desde su creación, al frente de esta grey, gracias a cuya presencia se
ha hecho viva y patente la comunión entre los zulianos y con la Iglesia
Universal.
Este año quiero
recordar de modo especial al insigne arzobispo Mons. Domingo Roa Pérez, con
motivo del centenario de su nacimiento (El Cobre, 21-02-1915- Maracaibo, 1 de
enero del 2000), quien rigió esta Iglesia por 31 años. Amó esta tierra y su
gente hasta consumirse por ella; dio vigoroso testimonio de Cristo Jesús, su
Señor; sembró por doquier el evangelio de la familia, de la educación y de la
vida; ejerció a manos llenas la caridad a favor de los pobres, defendió con ardor la dignidad humana y se
irguió sin miedo como insigne paladín de los derechos fundamentales del hombre.
En cuanto a mi me toca, le doy las gracias por haber sido uno de los
consagrantes de mi ordenación episcopal, hace 25 años, y haberme impuesto las
manos ese día.
Su feliz memoria, me
hace recordar otro gran pastor latinoamericano, que pronto será inscrito en el
catálogo de los beatos y que honra el gentilicio cristiano de este continente:
me refiero al mártir Mons. Oscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador. Voz
de los sin voz, defensor de los pobres, que tronó, como los antiguos profetas de
Israel, como los frailes dominicos Pedro
Montesinos y Bartolomé de las Casas en la Isla de la Española, en nombre del
Dios de la justicia y de la paz, contra los poderes opresores y los llamó
valientemente a la conversión. ¡Bendito
y alabado sea el Señor por estos dignos sucesores de Cristo Jesús, pastores con
olor a ovejas!
Estos pastores no
hicieron otra cosa que correr tras la fragancia de Cristo. Y ese ha de ser el
rastro que han de seguir sus discípulos y, entre ellos, de modo particular sus
ministros. Jesús no vino a este mundo a condenar al mundo sino a salvarlo (cf
Jn 3,17). No tuvo donde reclinar la cabeza (cf Lc 9,58); no vino a ser servido
sino a servir y a entregar su vida por todos (cf Mc 10,45). Dejó bien claro que
quien quisiera servirle que lo siguiera y estuviera con él, corriera la misma
suerte que él y confesara sin miedo su nombre ante los poderes de este mundo
(Jn 12,26; Mt 10,26-33).
El Papa Francisco ha
actualizado esta enseñanza evangélica con sus gestos, sus peregrinaciones, sus
intervenciones y enseñanzas. Nos pide encarecidamente ser una Iglesia “en salida misionera”, que abandone sus
refugios seguros y se exponga para atender a los heridos en plena vía de la
vida. Una Iglesia pobre y de los
pobres. Una Iglesia que tome la iniciativa, escuche, se involucre, acompañe,
llevando consigo la revolución de la ternura y de la compasión. Una Iglesia en
permanente estado de conversión, ajena a mundanidades y privilegios, que se renueve constantemente a
la luz del evangelio. Una iglesia que lleve el sencillo mensaje de amor a Jesús
para la salvación de las almas de todos aquellos que lo acepten.
En esta solemne
celebración que proclama el servicio y la ministerialidad como notas
constitutivas de la Iglesia, ha quedado ubicada, desde que el Beato Paulo VI
así los dispuso en 1969, la renovación de las promesas sacerdotales, por las
cuales los presbíteros se comprometieron el día de su ordenación, a poner su
sacerdocio ministerial al servicio del sacerdocio común de los fieles (cf LG
10). Ellas contienen la imagen
auténtica de lo que ha de ser un sacerdote
cristiano: una expresión eminente y cualificada del servicio evangélico que la
Iglesia ha de prestarle al mundo. Oremos
intensamente, hermanos y hermanas, por nuestros queridos sacerdotes, para que
se cumpla en ellos, con la fuerza del Espíritu Santo, lo que el Papa pide para
todos y, especialmente para los ministros ordenados de la Iglesia, en su
Exhortación “La alegría del Evangelio”.
Que, mediante esta
renovación, den decididamente la espalda a la idolatría del dinero, a la acedia
egoísta , al pesimismo estéril , a las peleas, a los personalismos, y a las divisiones internas; superen la tentación de transformar su autoridad en cotos de poder y se vuelvan pastores orantes, compasivos, “con
olor a ovejas”, perdidamente enamorados de su vocación, evangelizadores con Espíritu “a tiempo y a
destiempo” (2 Tim 4,2) ; fundamenten su ministerio en la Palabra de Dios y en
la espiritualidad misionera; cuiden de
la familia cristiana, se dediquen a formar discípulos misioneros;
engendren, como el apóstol Pablo y sus
colaboradores, comunidades apostólicas; vivan entre ellos en íntima fraternidad
y solidaridad sacramental; dejen ver,
con su alegría contagiosa y buen trato, el gusto espiritual de ser pueblo, el
regocijo de tener en sus vidas a Aquel que todo lo puede y siempre los conforta
. En una palabra sean otros Cristos, devorados por una insaciable vocación de
servicio, con el arado en las manos, roturando,
sin mirar atrás, los labrantios del Reino de Dios hasta sus últimos linderos. (cf
Lc 9,62).
Les invito a vivir,
en actitud de alabanza, este momento y todos los demás ritos de esta misa
crismal, particularmente la bendición de los óleos, la consagración del santo crisma y la entrega
de la Colecta de la Campaña Compartir. El óleo en la Sagrada Escritura es signo
de bendición divina y del cumplimiento de las promesas mesiánicas (cf Sal
132,11-17). Así como María, en Betania, derramó sobre los pies de Cristo, pocos
días antes de la Pascua, un frasco entero de nardo puro, “inundando toda la casa con su fragancia” (Jn 12,3), así también,
por medio de los sacramentos, de los cuales estos óleos son materia prima, sigan
saliendo de entre nosotros discípulos misioneros que expandan, en las
periferias territoriales y ambientales de esta Iglesia, el buen olor de Cristo
(cf 2 Co 2,15) y la fuerza de su
salvación.
Maracaibo 31 de
marzo de 2015
+Ubaldo R Santana Sequera FMI
III Arzobispo de Maracaibo
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