sábado, 26 de marzo de 2016

VIGILIA PASCUAL 2016 - HOMILIA



VIGILIA PASCUAL 2016
HOMILIA

Esta noche estamos en vela, aguardando la resurrección del Señor de entre los muertos. Así como estaban de guardia los pastores en la noche de Belén y fueron sorprendidos por el anuncio de los ángeles del cielo; asimismo fueron sorprendidas las mujeres que se dirigieron al alba del domingo, hacia el sepulcro, con perfumes, por dos seres resplandecientes, que les comunicaron la resurrección del Señor.  
La Vigilia de esta noche es la más importante de todas las vigilias. Es un momento sagrado que celebran con gran júbilo todas las comunidades cristianas en el mundo entero. En una noche como esta, hace miles de años, atrás, ocurrió un acontecimiento inédito, único, que cambió definitivamente la historia del mundo. Jesús de Nazaret, que fue sentenciado a muerte como un vil criminal por su propios hermanos, entregado cobardemente al suplicio por Poncio Pilatos, crucificado entre dos ladrones, que se salvó de ser arrojado en la fosa común del Gólgota gracias a la valiente intervención de José de Arimatea, ese Jesús, al tercer día, ¡resucitó!
La Resurrección del Señor no es un hecho aislado; es el punto culminante de un ministerio que “empezó en Galilea” (Hech 10, 37), más aún de toda su vida, desde el mismo momento de la Encarnación. Desde su primera aparición en el Jordán, su Padre “lo ungió con el poder del Espíritu Santo” (Hech 10,38) y lo presentó como su Hijo amado, “en quien ponía toda su complacencia” (Cf Mt 3,16-17), y en el monte de la Transfiguración,  invitó a los suyos a escucharlo (Cf Mt 17,5). Jesús por su parte, en todos los momentos de su vida, puso toda su confianza en su Padre Dios y manifestó repetidamente que había venido a cumplir su voluntad (Cf Jn 8,42).
El Maligno se interpuso en su camino de muchas formas para disuadirlo de su misión pero Jesús siempre rechazó sus engañosas propuestas y optó por cumplir la Palabra que salía de la boca de su Padre.  Experimentó momentos terribles en que se llegó a sentir sólo y abandonado, no solo por los suyos sino también por su propio Padre (Mc 14,50; 15,34). Pero nada lo detuvo, bajó todos los escalones de la condición humana: se hizo hombre, asumió la condición de esclavo, se hizo semejante a cualquier ser humano; se humilló a sí mismo hasta la muerte y muerte de cruz, como un criminal más. Por obediencia.  Su último grito en la cruz fue: “Padre, todo está cumplido. ¡En tus manos encomiendo mi espíritu!” (Jn 19,30, Lc 23,46).
Por eso Dios “lo exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre” (Fil 5-9).  La Resurrección de Jesús fue la respuesta de amor del Padre al amor y a la obediencia incondicional de su Hijo amado.  Queda claro, mis hermanos, que el don de la salvación es una vida que brota para siempre del amor de Dios, a través del cuerpo glorioso de Cristo y del don supremo de su amor en la cruz. ¡Al “tanto amó” de Dios Padre (Jn 13,16), correspondió “el amor al extremo” del Hijo! (Jn 13,1).
¡En ese manantial de amor del Padre y del Hijo, con la potencia del Espíritu Santo, nacimos nosotros! Por eso, con el mandato del amor mutuo, El Señor nos entregó la clave de todo su ser y de la razón de su presencia en esta tierra: “Cómo el Padre me amó, así lo he amado yo, así los he amado a ustedes. Ámense los unos a los otros con ese mismo amor y participarán de la vida plena que yo comparto con mi Padre”.
Los ángeles de luz que anunciaron la resurrección a las mujeres del alba, nos anuncian a nosotros también esta noche, que el camino escogido por Jesús y al cual se atuvo hasta el final, contra viento y marea, es el camino verdadero que lleva a la vida y que, por consiguiente, no hay otra manera mejor de vivir la vida humana que la que él nos reveló: amar a Dios y al prójimo, servir sin esperar recompensa humana, entregarse con pasión a sembrar el bien entre los hombres, buscar ardorosamente la voluntad de Dios y cumplirla con fidelidad.  “Acuérdense, les anuncian los mensajeros celestes, “que el hijo del hombre debía ser entregado en manos de los pecadores, debía ser crucificado y que resucitaría al tercer día” (Evangelio de la Vigilia).
Esta noche celebramos estos dos grandes acontecimientos. Cristo ha resucitado y nosotros, los creyentes y discípulos suyos, también resucitamos con él. Hemos de considerarnos muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús. Si esa es nuestra condición, esa ha de ser también nuestra forma de vivir y de comportarnos en este mundo. Ese ha de ser nuestro modo de dar razón de la resurrección de Cristo.
No damos cuenta de la Resurrección del Señor, solo con nuestras palabras o nuestras predicaciones. Damos cuenta de su Resurrección con nuestro testimonio, con nuestro modo de vivir, que refleje en nuestras vidas  su victoria sobre el mal y la muerte. Así lo expresa a magnífica oración del Papa Francisco, al final del viacrucis del Viernes Santo, en el Coliseo de Roma y de la cual tomo una parte, adaptándola a esta celebración:
Oh Cruz de Cristo
Oh Cruz de Cristo, imagen del amor sin límite y vía de la Resurrección, aún hoy te seguimos viendo en las personas buenas y justas que hacen el bien sin buscar el aplauso o la admiración de los demás.
Oh Cristo Resucitado, aún hoy te seguimos viendo en los ministros fieles y humildes que alumbran la oscuridad de nuestra vida, como candelas que se consumen gratuitamente para iluminar la vida de los últimos.
Oh Cristo Resucitado, aún hoy te seguimos viendo en el rostro de las religiosas y consagrados –los buenos samaritanos– que lo dejan todo para vendar, en el silencio evangélico, las llagas de la pobreza y de la injusticia.
Oh Cristo Resucitado, aún hoy te seguimos viendo en los misericordiosos que encuentran en la misericordia la expresión más alta de la justicia y de la fe.
Oh Cristo Resucitado, aún hoy te seguimos viendo en las personas sencillas que viven con gozo su fe en las cosas ordinarias y en el fiel cumplimiento de los mandamientos.
Oh Cristo Resucitado, aún hoy te seguimos viendo en los arrepentidos que, desde la profundidad de la miseria de sus pecados, saben gritar: Señor acuérdate de mí cuando estés en tu reino.
Oh Cristo Resucitado, aún hoy te seguimos viendo en los beatos y en los santos que saben atravesar la oscuridad de la noche de la fe sin perder la confianza en ti y sin pretender entender tu silencio misterioso.
Oh Cristo Resucitado, aún hoy te seguimos viendo en las familias que viven con fidelidad y fecundidad su vocación matrimonial.
Oh Cristo Resucitado, aún hoy te seguimos viendo en los voluntarios que socorren generosamente a los necesitados y maltratados.
Oh Cristo Resucitado, aún hoy te seguimos viendo en los perseguidos por su fe, que con su sufrimiento siguen dando testimonio auténtico de Jesús y del Evangelio.
Oh Cristo Resucitado, aún hoy te seguimos viendo en los soñadores que viven con un corazón de niños y trabajan cada día para hacer que el mundo sea un lugar mejor, más humano y más justo.
Oh Cristo Resucitado, en ti vemos a Dios que ama hasta el extremo. Oh grito de amor, suscita en nosotros el deseo de Dios, del bien y de la luz.
Oh Cristo Resucitado, enséñanos que el alba del sol es más fuerte que la oscuridad de la noche. Enséñanos que la aparente victoria del mal se desvanece ante la tumba vacía y frente a la certeza de la Resurrección y del amor de Dios, que nada lo podrá derrotar u oscurecer o debilitar. Amén.
¡Oh Cristo Resucitado!
¡Resucítanos también a nosotros!
¡Aleluya, Aleluya, Aleluya!
Maracaibo, 26 de marzo, Vigilia Pascual, 2016

+Ubaldo R Santana Sequera FMI
Arzobispo de Maracaibo


viernes, 25 de marzo de 2016

MEDITACION DEL VIERNES SANTO 2016



MEDITACION DEL VIERNES SANTO 2016

Cuando María le dijo SI a Dios,  concibió en su seno al Mesías por obra y gracia del Espíritu Santo. Ella fue la primera ovejita de esta humanidad pecadora que el Buen Pastor cargó anticipadamente sobre sus hombros y con la cual abrió de nuevo las puertas del Paraíso, que permanecía cerrada desde el pecado de los primeros padres.  Hoy 25 de marzo, fiesta de la Encarnación del Hijo de Dios en el seno virginal de María, cantamos con el Salmista y toda la cristiandad las Misericordias del Señor y proclamamos su fidelidad por todas las edades (Cf Sal 88,1).
Cuando nació Jesús, en Belén,  aparecieron unos ángeles y le anunciaron a los pastores la buena noticia del advenimiento del Salvador cantando: “Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”. Desde el mismo momento de la concepción, desde el pesebre, Jesús ya nos estaba salvando.
Hoy desde la cruz, en la que  ha sido elevado (Jn 12,32), el Crucificado nos anuncia dos buenas noticias: la derrota del poder de las tinieblas y la salvación de la humanidad entera.  Se cumple de modo perfecto la primera parte del Padrenuestro: El nombre de Dios es definitivamente santificado, su Reino manifestado,  la voluntad de Dios cumplida.  El canto de los ángeles de Belén se hace plenamente realidad: Dios es glorificado y  la paz entre los humanos y con la creación entera deja de ser un sueño inalcanzable. Todos estos bienes nos han venido por “aquel que murió en la cruz”.  Por el madero ha venido la alegría al mundo entero.
Nunca se había acumulado tanto mal sobre un hombre inocente como en la Pasión de Jesús. Pero Dios, en su infinita misericordia, sabe cómo darles la vuelta, desde Adán, Eva y Caín, a todas nuestras maldades y traiciones. Sabe cómo  transformar la inmensa avalancha de injusticias, sentencias amañadas, abusos de poder, injurias, torturas y humillaciones, que nos infligimos los unos a los otros sin conmiseración alguna, en portentosa avalancha de amor, perdón y redención. Así lo profetizó Isaías en el texto que acabamos de escuchar: “Soportó nuestros sufrimientos, cargó nuestras dolencias, fue traspasado por nuestras rebeldías, triturado por nuestras iniquidades. Por sus heridas fuimos sanados… Llevaba el pecado de muchos e intercedía a favor de los culpables (Is 53,4. 5.6.12). Y San Pablo lo resumió con esta preciosa sentencia: “Donde abundó el pecado, sobreabundo la gracia.” (Rm 5,20). Por eso cuando en cada viacrucis rememoramos lo que ocurrió el viernes santo, exclamamos: ¡Te adoramos, oh Cristo y te bendecimos porque por tu santa cruz, redimiste el mundo!
Del evangelio según S. Juan que acabamos de escuchar, me llama la atención que  la Pasión del Señor comienza en un huerto (Jn 18,1), Getsemaní, y al expirar, lo bajan de la cruz y lo sepultan en un huerto (19,41). Clara referencia al huerto genesíaco  del origen de la humanidad (Gen 2,8-17),  a la rebeldía de nuestros primeros padres (Gen 3,1-3), por la cual fueron expulsados del huerto y a cuyas puertas Dios puso un ángel, con una espada de fuego en la mano, para custodiar el acceso al árbol de la vida (Ibid 3,23-24). Cuando Jesús resucita, la piedra del sepulcro quedará definitivamente rodada y el huerto, abierto para siempre, se volverá un lugar de encuentro con los pecadores redimidos y de envío para predicar la buena nueva de la vida nueva que Jesús trae para los suyos. 
Dejemos que esta buena noticia retumbe hoy en medio de nuestra asamblea y resuene con gran fuerza y también dentro de nuestros corazones. ¡Anúncianos, Señor, grítanos, desde lo alto de tu cruz, que todo está consumado! ¡Que ya has cumplido la misión para la cual tu Padre te había enviado a esta tierra! ¡Atráenos a todos hacia ti y déjanos refugiarnos en las ramas de tu árbol frondoso (Cf Jn 12,33). Llénanos, Jesús, de gozo y alegría. ¿Sentimos de verdad esa alegría, ese gozo por haber sido alcanzados por tan gran misericordia?
La cruz, donde pende nuestro Señor  Jesucristo, es el nuevo árbol de la vida, de cuyos frutos ya no nos está prohibido comer. Al contrario él nos dice: “He deseado mucho comer con ustedes esta cena de Pascua antes de mi pasión. (Lc 2215). Este es mi cuerpo. Vengan y coman. Esta es mi sangre. Vengan y beban”.  La cruz es la nueva roca de donde brota, a raudales, el agua que sacia la sed para siempre: “El que beba del agua que yo le daré no tendrá sed jamás, porque el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un manantial de agua que mana hasta la vida eterna” (Jn 414). La cruz es el nuevo templo de la visión de Ezequiel, debajo de cuyos cimientos irrumpen torrentes de agua medicinal que van saneando todo por el camino (Cf Ez 47). La cruz es el nuevo árbol de vida, descrito al final del libro del Apocalipsis, “que da doce cosechas, una cada mes, cuyas hojas sirven para sanar a la gente (Ap 22,2).
Hagamos nuestra la exhortación de San Pablo, que invita a todos los cristianos no tener otro motivo de orgullo que la cruz de nuestro Señor Jesucristo (Gal 6,14). La semilla de amor del Padre Misericordioso, cayó en el buen terreno de la humanidad de Jesús y dio fruto al cien por ciento. Jesús sembró a su vez puro amor y entrega servicial y gratuita a favor de los pobres, de los afligidos, de los enfermos y por eso cosechó vida eterna.” Uno de los soldados romanos le atravesó el costado con su lanza y al instante salió sangre y agua”  (Jn 1934). Por todas las llagas del crucificado, por su costado abierto, sigue manando su sangre preciosa, medicina poderosa que cura todas nuestras heridas, sana nuestras enfermedades, nos devuelve la vida y es cátedra viva donde aprendemos a ser sus discípulos y lo qué significa amar al prójimo como él  nos amó.
Concluyo compartiendo con ustedes este hermoso texto de Santo Tomás de Aquino: “¿Era necesario que el Hijo de Dios padeciera por nosotros? Lo era, ciertamente, y por dos razones fáciles de deducir: la una, para remediar nuestros pecados; la otra, para darnos ejemplo de cómo hemos de obrar.

Para remediar nuestros pecados, en efecto, porque en la pasión de Cristo encontramos el remedio contra todos los males que nos sobrevienen a causa del pecado. La segunda razón tiene también su importancia, ya que la pasión de Cristo basta para servir de guía y modelo a toda nuestra vida. Pues todo aquel que quiera llevar una vida perfecta no necesita hacer otra cosa que despreciar lo que Cristo despreció en la cruz y apetecer lo que Cristo apeteció.
En la cruz hallamos el ejemplo de todas las virtudes. Si buscas un ejemplo de amor: Nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos. Esto es lo que hizo Cristo en la cruz. Y por esto, si él entregó su vida por nosotros, no debemos considerar gravoso cualquier mal que tengamos que sufrir por él. 

Si buscas un ejemplo de paciencia, encontrarás el mejor de ellos en la cruz. Dos cosas son las que nos dan la medida de la paciencia: sufrir pacientemente grandes males, o sufrir, sin rehuirlos, unos males que podrían evitarse. Ahora bien, Cristo, en la cruz, sufrió grandes males y los soportó pacientemente, ya que en su pasión no profería amenazas; como cordero llevado al matadero, enmudecía y no abría la boca. Grande fue la paciencia de Cristo en la cruz: corramos también nosotros con firmeza y constancia la carrera para nosotros preparada. Llevemos los ojos fijos en Jesús, caudillo y consumador de la fe, quien, para ganar el gozo que se le ofrecía, sufrió con toda constancia la cruz, pasando por encima de su ignominia (He 12,1-3).
Si buscas un ejemplo de humildad, mira al crucificado: él, que era Dios, quiso ser juzgado bajo el poder de Poncio Pilato y morir. Si buscas un ejemplo de obediencia, imita a aquel que se hizo obediente al Padre hasta la muerte: Como por la desobediencia de un solo hombre -es decir, de Adán- todos los demás quedaron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos quedarán constituidos justos. Si buscas un ejemplo de desprecio de las cosas terrenales, imita a aquel que es Rey de reyes y Señor de señores, en el cual están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia, desnudo en la cruz, burlado, escupido, flagelado, coronado de espinas, a quien, finalmente, dieron a beber hiel y vinagre.  No te aficiones a los vestidos y riquezas, ya que se reparten mi ropa; ni a los honores, ya que él experimentó las burlas y azotes; ni a las dignidades, ya que, entretejiendo una corona de espinas, la pusieron sobre mi cabeza; ni a los placeres, ya que para mi sed me dieron vinagre.” (Conferencia No 6 sobre el Credo)
Maracaibo 25 de marzo de 2016
+Ubaldo R Santana Sequera FMI
Arzobispo de Maracaibo

miércoles, 23 de marzo de 2016

MEDITACION DE SEMANA SANTA ¡TANTO AMÓ DIOS!



MEDITACION DE SEMANA SANTA
¡TANTO AMÓ DIOS!
“Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único para que todo el que crea en él no se pierda, sino que tenga vida eterna (Jn 3,16)
“Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, él que siempre había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1)
“Este es mi mandamiento: ámense los unos a los otros como yo los he amado. Nadie tiene un amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 13, 12-13)
“En esto hemos conocido lo que es el amor, en que él dio su vida por nosotros. Por eso nosotros también debemos dar la vida por los hermanos” (1 Jn 3,16)
Hemos entrado en esta semana de gracia en la que brilla más esplendorosamente la inmensidad del amor de Dios para con nosotros. Ese “tanto amó” de San Juan 3,16, que el Señor puso de manifiesto desde el mismo momento de la concepción inmaculada de María, alcanza ahora, en sus últimos días, el colmo de su expresión humana: “él que siempre había amado a los suyos que estaban en el mundo los amó hasta el extremo”: cumplir el designio salvador de su Padre y derramar hasta la última gota de sangre para arrancar a los suyos  de las garras del pecado y de la muerte y abrir nuevamente las puertas de la  vida eterna.
Solo Jesús pudo amar hasta ese extremo. Muchas personas pueden dar la vida por otros. Lo han hecho muchos, tanto dentro como fuera del cristianismo. Pero solo el Señor Jesús la ha dado por toda la humanidad de una sola vez y para siempre. Todos los pecados de la humanidad, desde los de Adán y Eva hasta el último terrestre, desde los más pequeños hasta los más espantosos, han quedado sepultados  por el torrente de agua viva que ha brotado de su costado abierto (Cf Jn 19, 33-34). Nadie queda exento de su amor redentor y misericordioso. Ni siquiera los abominables masacres del Grupo terrorista del Estado Islámico.
Este es el misterio de amor que estamos llamados a contemplar con gozo en estos días santos. Que Dios destape  nuestros oídos para que escuchemos de nuevo maravillados los relatos de la Pasión del cordero inocente y nos sintamos involucrados en ellos. Abra nuestros ojos para fijarnos en  cada uno de los gestos de misericordia del Señor: paciencia con sus discípulos, perdón para sus acusadores, consuelo para sus acompañantes, consignas claras para sus amigos. De acceso a nuestra mente obtusa a la inteligencia de las Escrituras y descubramos que toda la Biblia está referida a él.
Entremos con un corazón disponible y dejémonos inundar, en esta  Semana Mayor,  por el mayor de los amores. No hay noticiero que nos dé a conocer una noticia tan importante para nuestra vida como la buena noticia que es Jesús. Las horas que dediquemos  en estos  días santos para compenetrarnos con esta historia de amor siempre resultarán insuficientes y nos quedaremos como el salmista clamando:” Mi alma tiene sed de Dios, del Dios viviente”. “Mi alma tiene sed de ti, por ti suspira mi carne como tierra sedienta, reseca, sin agua” (Salmos 42 y 63)
Si no conocemos y compartimos en algo el amor de Jesús,  no conoceremos nada de Dios. Nos enseña San Agustín, el doctor del amor de Cristo: “El Señor, hermanos muy amados, quiso dejar bien claro en qué consiste aquella plenitud del amor con que debemos amarnos mutuamente, cuando dijo: Nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos (Jn 15,13). Consecuencia de ello es lo que nos dice el mismo evangelista Juan en su carta: “Cristo dio su vida por nosotros, también nosotros debemos dar la vida por los hermanos” (1 Jn 3,16), amándonos mutuamente como él nos amó, que dio su vida por nosotros”.
Esta es la puerta para compartir el amor de Jesús: dar la vida por sus hermanos. Juan dice que si no amamos así, seríamos unos grandes mentirosos y farsantes. “Si alguien dijera: Amo a Dios pero aborrece a su hermano, sería un mentiroso, porque quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve” (1 Jn 4,20). Podemos decir que el cristianismo no tiene otra misión en esta tierra que el de experimentar hacia adentro y dar a conocer hacia afuera el amor de Dios revelado en la persona, el mensaje, la vida, la pasión, la muerte y la resurrección de Jesús. Si los cristianos no nos empeñamos en amar a Jesús, en amar como Jesús y dar la vida por los demás como Jesús, no podemos llamarnos propiamente cristianos. Sería un título que nos quedaría muy grande.
Hay infinitas formas de dar la vida por los hermanos. Podemos hacerlo de una vez, como el Señor, en un solo acto de entrega absoluta y definitiva. Así ha ocurrido con  los mártires, que han derramado en estos dos milenios de cristianismo su sangre por él; con las cuatro hermanas de la Caridad de la Madre Teresa de Calcuta y sus acompañantes, masacradas recientemente en el Yemen por terroristas yihadistas.  Pero también podemos dar esa vida  “por goteo”: es decir con fidelidad y perseverancia, traduciendo ese amor en “entregas” cotidianas, dejando caer en los surcos de las relaciones humanas de cada día, las semillas de su amor. Ese fue el pequeño camino espiritual del amor que descubrió, por ejemplo, Santa Teresita del Niño Jesús, y lo practicó sin desfallecer hasta el término de su corta existencia.
Desgastarse en el amor de Jesús por los demás es sin duda la mejor forma de vivir. Vivir desviviéndose por los hermanos. Despojarse de sí mismo, de la soberbia, de los títulos y prerrogativas para servir a los demás, eso fue lo que Jesús quiso darnos a entender cuando se despojó de su dignidad divina para hacerse hombre (Cf Fil 2, 7-8); cuando se quitó la túnica de Maestro y Señor y se arrodilló para la lavarles los pies a sus discípulos, como un simple esclavo doméstico (Cf Jn 13, 2-11).  San Juan nos comunica que amando de esta manera es cómo podemos alcanzar la verdadera plena alegría (Cf 1 Jn 1,1-4).
Para ello hace falta que nos compenetremos con Cristo, con sus sentimientos, con sus actitudes. Que nos familiaricemos con su manera de amar. Por eso en esta semana santa, cuando visitemos los siete monumentos, cuando hagamos la hora santa en el lugar de la reserva eucarística, fijémonos en todos sus gestos de amor: su humildad que lo lleva, todo Señor e Hijo de Dios que es,  a abajarse al nivel de nuestra pobre condición humana. Su entrañable misericordia que lo lanza por los caminos de los infiernos humanos para arrancarnos de las garras del Mal y del pecado, a precio de su sangre preciosa.  Su ardiente deseo de quedarse con nosotros para siempre en la Eucaristía para alimentarnos con su propio cuerpo y sangre.
Mis amados hermanos y hermanas, el amor del Señor Jesús no tiene límites. No tiene fin. Es más fuerte que el odio y que la muerte. Judas  lo entrega por 30 monedas de plata; él se entrega gratuitamente por él y por todos los traidores de la historia.  Pedro lo niega; él lo reafirma como roca de su Iglesia (Cf Lc 22,31-32). Sus discípulos huyen y lo dejan solo en el momento de su pasión y de su muerte; él escoge  a uno de ellos para entregarle su madre María y colocarla bajo su cuidado. María Magdalena una gran pecadora pública la transforma en acompañante de su madre María al pie de la cruz y luego  la hace la primera mensajera de su resurrección.  Un amor a toda prueba; un amor que recorre todos los caminos por donde pueden andar los humanos para que no quede ninguno que no sea bañado en su sangre redentora. ¡Un amor invencible. El amor mayor!
Vivamos santamente estos días. Son días para asumir con decisión obras de misericordia, tanto corporales como espirituales.  Acerquémonos al Cristo llagado y doliente en los que sufren, en los que han perdido seres queridos, víctimas de la violencia, del sicariato y de la delincuencia cada vez mejor organizadas. Hagamos presente a Cristo misericordioso comportándonos nosotros también misericordiosamente con nuestro prójimo. Lloremos la pasión de Venezuela y de los venezolanos; aliviémonos la carga pesada los unos de los otros.
¿Saben cuál es la más bella Semana Santa? No es la de Jerusalén, ni la de Roma ni la de Sevilla ni la de tu parroquia. La Semana Santa más bella es aquella en la que  abreviamos las procesiones de dolor y sufrimiento de los que buscan comida, medicinas y protección; aquella en la que le quitamos alguna estación al doloroso viacrucis de tantas mujeres, abusadas, maltratadas, comerciadas; aquella en la que disminuimos las espinas de las  punzantes coronas  que taladran la vida de tantos niños abandonados, enrolados en la guerrilla, en grupos terroristas, en el sicariato y en las bandas callejeras. Aquella que tenga menos horas de agonía para tantos presos inocentes; menos expolios, menos crueldad y menos injusticias para tantos seres marginados.
La más bella  semana santa será siempre aquella en que surjan nuevos cirineos para ayudar a sus hermanos a llevar la pesada carga de sus sufrimientos y enfermedades; nuevos Nicodemos para reclamar con valentía los cuerpos de los nuevos crucificados; nuevos Juan Evangelistas dispuestos a llevarse a María a sus casas; nuevas Magdalenas que, arrepentidas y curadas, limpien las heridas de los que se creen irremisiblemente condenados;  nuevos José de Arimatea que descrucifiquen y  den digna sepultura a tantos cuerpos masacrados.
Nunca vamos a poder eliminar definitivamente, en esta tierra, los viernes santos de tantos inocentes. Cristo, en ellos,  está en agonía y muere en la cruz hasta el fin de la historia. Pero si podemos con la gracia redentora del Señor, con la fuerza de su amor, sembrar semillas de alivio, de consuelo, de ánimo y de esperanza en nuestros entornos familiares, vecinales, laborales y recreativos. No podemos abreviar las 24 horas de la Pasión del Señor pero si podemos poner nuestras vidas junto a la del Señor para que su Pasión, Muerte Resurrección sea conocida, proclamada y su gracia salvadora  llegue a todos los venezolanos, a nuestras familias y gobernantes.  Que la Semana Mayor de Jesús  sea también en ti la de una nueva humanidad. Más compasiva, más solidaria, Más misericordiosa. Esta es la Pascua que Cristo Jesús quiere compartir contigo este año jubilar de la Misericordia. Santa y Feliz Pascua de Resurrección.
Maracaibo 23 de marzo de 2016

+Ubaldo R Santana Sequera FMI
Arzobispo de Maracaibo