Muy
queridos hermanos y hermanas,
Hoy,
nosotros también, como los primeros apóstoles nos reunimos, el domingo, el
primer día de la semana, para celebrar la inmensa bondad del Padre que en su
gran misericordia resucitó a Jesús de entre los muertos y nos manifiesta su
voluntad de extender hasta nosotros los dones de la salvación.
El
Evangelio de hoy nos narra cómo, el mismo día de su resurrección, el Señor
Jesús se presenta en el lugar dónde, llenos de miedo, estaban encerrados sus
apóstoles y comparte con ellos sus dones. Les ofrece en
primer lugar su misma presencia gloriosa que supera los límites del tiempo y
del espacio. Les hace entrega de su paz.
Tres días antes había muerto violentamente, víctima del odio y del rechazo de
sus adversarios y su primera acción, rotas las cadenas de la muerte, es
entronizar la fuerza de la paz. Reitera
el envío en misión, mostrando así que no ha perdido la confianza en ellos y
mantiene su disposición, a pesar de sus flaquezas, de hacerlos depositarios y
testigos de la difusión de su Evangelio.
El
momento clave de todo el relato es la comunicación del Espíritu Santo. Jesús sopla
sobre ellos y les dice: “Reciban el
Espíritu Santo”. Este gesto nos
remite al momento en que Dios insufló sobre la arcilla primordial un aliento de
vida y creó al hombre y luego a la mujer a su imagen y semejanza (Gen 1,25-26).
Al exhalar su aliento sobre sus apóstoles, el primer día de la semana, Cristo
resucitado da a entender que con su Resurrección empieza la re-creación del
mundo y de la humanidad entera, teniendo ahora como modelo al crucificado
resucitado. Así como con nuestros
primeros padres entró la desobediencia y la división en el mundo, así con estas
nuevas criaturas se inicia el tiempo del perdón y de la misericordia como
caminos para llegar a la paz.
La
primera lectura, extraída de los Hechos de los apóstoles, nos describe la
primera comunidad cristiana de Jerusalén como una comunidad reconciliada, que
ha vencido el egoísmo y la avaricia, que es capaz de poner todo en común y
compartir equitativamente sus bienes. Los apóstoles ya han superado el miedo;
ahora dan testimonio de la Resurrección del Señor con mucho valor.
El
texto de evangelio nos muestra además cómo el Señor Jesús se muestra paciente y
misericordioso con su apóstol Tomás que recorre un camino muy distinto a los
otros compañeros suyos para llegar a la fe en la Resurrección. Sus hermanos
tuvieron la experiencia de Jesús resucitado todos juntos. A él le toca hacer
camino solitario. Quiere tener fe, está en búsqueda, el testimonio de los demás
apóstoles le crea dudas y confusiones. Pide pruebas. Quiere ver, quiere tocar
las llagas del crucificado porque son para él evidencias irrefutables de que se
trata de la misma persona y no de una mistificación.
Jesús
lo comprende y lo va a complacer y va a volver al lugar del primer encuentro,
ocho días después, expresamente para despejar definitivamente las dudas de uno
de los suyos. Ya había le dicho en una oportunidad a su Padre, en su oración
después de la Cena, que no dejaría que se perdiera ninguno de los que El le
había dado, excepto el Hijo de la perdición. Así que se presenta nuevamente y se
encuentra con Tomás, el Mellizo, le
repite textualmente sus palabras: “Trae
tu dedo, aquí tienes mis manos. Trae tu mano y métela en mi costado” y lo
invita a transformarse de incrédulo en creyente. Pero a Tomás ya no le fue necesario tocar las
llagas. Le bastó solo verlas. Y de sus labios brotó la más hermosa profesión de
fe en la divinidad de Jesús: “Señor mío y
Dios mío”. Somos muchos los que la repetimos en el momento de la
consagración del pan y del vino.
Hermanos y hermanas, hoy nosotros, nos reconocemos mellizos de Tomás, necesitados de que
el Señor se muestre con nosotros paciente y misericordioso para realizar el
camino que nos conduzca de la incredulidad a la fe plena en su Resurrección.
Nos encontramos inmersos en un mundo totalmente opuesto a la comunidad descrita
en la primera lectura y a la actitud de Jesús para con sus discípulos y para
con Tomás. Vivimos en una sociedad que ha olvidado el sentido de la
misericordia, del compartir, de la solidaridad. Que no le importa gastar y
malgastar, despilfarrar en cosas superfluas mientras millones de seres humanos
vegetan en la miseria y se mueren lentamente de desnutrición y de hambre. El Papa Francisco no se cansa de denunciar la
civilización del descarte y de la indiferencia que no le importa matar a
inocentes, deshacerse de los ancianos, utilizar a los jóvenes como carne de
cañon para el comercio sexual, la droga y el libertinaje.
Por
eso el Papa ha sentido la necesidad de proclamar un año jubilar de la
misericordia para el cual la fiesta de este año nos ha de servir de
introducción y de preludio. La Pascua de Cristo es un camino de vida que se
quiere abrir paso también en nuestras vidas, en nuestras familias, en nuestros
negocios, en nuestras distracciones y en nuestra sociedad. Necesitamos caminar
hacia una civilización de la misericordia y de la humanidad. Son muchas las
tentaciones que nos avasallan y los obstáculos que se interponen en nuestro
camino pero Cristo abrió definitivamente el camino hacia la vida.
Como
Tomás nuestro mellizo podemos pensar que eso de la Resurrección es imposible y
que estamos irremisiblemente abocados a la muerte. De nuestra capacidad de
creer firmemente en la Resurrección depende la fuerza con la cual nos
sentiremos enviados para llevar a nuestros ambientes, a nuestro país y a
nuestro mundo un nuevo soplo de aliento y de esperanza.
Necesitamos,
con el Espíritu de Cristo, insuflar un nuevo aliento que reavive la esperanza
de todos nuestros hermanos. No podemos seguir alimentando un pesimismo inútil
que destruye de raíz todo dinamismo de renovación. Pero ¿cómo mirar al futuro
cuando parece que no hay futuro? Sólo desde la confianza en el Dios que ha
resucitado a Jesús. Nada ni nadie podrá de ahora en adelante bloquear la acción
misericordiosa y salvadora de Jesús resucitado. Alineemos con él, inscribámonos
entre sus creyentes y seguidores dispuestos a hacer todo lo que esté a nuestro
alcance para difundir su mensaje de vida y de esperanza. Digamos con los labios
y con la vida: “Señor mío y Dios mío”.
+Ubaldo R Santana Sequera FMI
Arzobispo de Maracaibo
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