HOMILIA DEL VIERNES SANTO 2015
Camino de la cruz, camino de la vida
Muy queridos
hermanos y hermanas presentes en este templo catedralicio y que nos siguen a
través de la TV, de la radio, de Internet y de las redes sociales:
Nos encontramos de
nuevo hoy para celebrar un momento clave del misterio pascual: la pasión,
muerte y sepultura de Nuestro Señor Jesucristo. Hoy no se celebra misa. Es un
día de ayuno y abstinencia marcado también por la oración y la contemplación de
Jesús crucificado. Es el día en que escuchamos la predicación de las siete
palabras pronunciadas por el Señor en el Calvario. En esta oportunidad, en honor al año de la
vida Consagrada declarado por el Papa Francisco, Fray Richard Godoy, sacerdote
perteneciente a la Orden de Ntra. Sra. de la Merced, conocidos popularmente
como los padres Mercedarios, las ha acaba de predicar en esta catedral. Este
día también caminamos detrás de las imágenes de Jesús crucificado, del Santo
Sepulcro, de la Dolorosa y sus acompañantes, María Magdalena y Juan
Evangelista. Fueron las personas más cercanas a Jesús en el Calvario y las que
nos ayudan a descubrir el sentido del trágico desenlace de la vida del Señor.
¿Cuál es el sentido
último de la Pasión y Muerte de Jesús? ¿Por qué tuvo que morir tan joven? ¿Por
qué de manera tan horrorosa? Esta pregunta se la ha hecho siempre la humanidad,
nos la hacemos nosotros, no solo ante la muerte de una persona como Jesús sino
ante los millones de seres humanos asesinados en el vientre de sus madres, asfixiados
en las cámaras de gas de los nazis, ejecutados por millares en genocidios
provocados por gobernantes locos, muertos en los bombardeos de ciudades y
campos en las dos guerras mundiales, ametrallados por grupos terroristas,
decapitados por fundamentalistas, tiroteados por bandas criminales, masacrados
por narcotraficantes, descuartizados por comerciantes de órganos.
¡Cuántos verbos tenemos para decir matar! Cada
día alcanzamos mayor grado de refinamiento en el arte de aniquilarnos los unos
a los otros, de infectarnos con virus mortales, de envenenarnos químicamente,
de reducirnos a meros vegetales, de exterminarnos, de desecharnos y volvernos
chatarras humanas. ¿Qué sentido tiene
todo eso? ¿Por qué la muerte y el sufrimiento de los inocentes? Preguntas que
vuelven insistentemente a nuestra mente, asaltan nuestra conciencia y se quedan sin respuesta.
Ninguna religión las puede contestar satisfactoriamente. Tampoco el
cristianismo.
Ante tanta
atrocidad, la Iglesia nos invita hoy a mirar en silencio al crucificado. A
todos esos “Job” del mundo Dios no les contesta sino con el envío de su hijo a
este mundo. El que impidió que Abraham ejecutara a su hijo Isaac (cf Gen 22,
10-12), que estableció el mandamiento “No
matarás” (Ex 20,13), no impidió que
arremetieran contra su Hijo Jesús. A tanto salvajismo solo opuso la fuerza
divina de su amor infinito, el torrente
incontenible de su solidaridad compasiva, la irresistible revolución de su
ternura. La respuesta de Dios no fue una palabra bonita de consolación, una
promesa hueca sino el don de sí mismo en la persona de su hijo Jesús. De ese
modo nos quiso decir: “No les puedo explicar el sufrimiento, el mal y la
muerte. Pero me vengo a vivirlos con ustedes, vengo a ayudarles a enfrentar el
mal, a asumir el peso del sufrimiento, a confrontarse con el vértigo de la
muerte. Vengo a enseñarles como salir de semejante laberinto a fuerza de
perdón, de compasión, de ternura y de amor. Ahí les mando a mi Hijo único. Fíjense
en él, mi Predilecto, en quien he puesto toda mi complacencia (cf Mt 3,17;
17,5). Tomen su cruz y síganlo. Vayan adonde el vaya. Vayan hasta donde él vaya.
Aunque pasen por valles tenebrosos, nada teman porque él estará con ustedes; su
vara y su cayado les darán seguridad” (cf Sal 23,4; Is 43,1-7)).
Esa es la respuesta
del Padre. La carta a los Hebreos
empieza con este texto: “Muchas veces y
de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros antepasados por medio de
los profetas, ahora en este momento final nos ha hablado por medio del Hijo” (He
1,1). Lo sabemos todos, cuando una persona atraviesa por un gran dolor, porque
sicarios han matado a su hijo, porque un avión quedó en manos de un
desequilibrado mental, porque unos matones irrumpieron en una casa de familia,
lo importante no son las palabras que digamos sino que estemos allí, al lado de
los seres afectados por la tragedia y los acompañemos en su aflicción. Eso fue
lo que hicieron Juan Evangelista y María Magdalena y María de Salómé con la
Virgen María al pie de la cruz (cf Jn 19,25-27). Muchos siglos antes, el
salmista lo expresó hermosamente con
estas palabras: “Lo libraré porque se
aferró a mí, lo protegeré pues conoce mi nombre; me llamará y le responderé,
estaré a su lado en la desgracia” (Salmo 92, 14-15). Así está Jesús hoy a
nuestro lado.
Son grandes los
sufrimientos que está pasando nuestro pueblo, por la inseguridad reinante, por
la carencia de los bienes básicos, por las insuficiencias hospitalarias, por la
entronización de la corrupción como
forma vergonzosa de ganarse la vida. No le falta ninguna estación al
viacrucis venezolano. Tampoco le faltará la de la Resurrección. Una vez más
ante la disyuntiva planteada por Poncio Pilatos: “¿a quién quieren que les
suelte: a Jesús Nazareno, rey de los judíos, o al ladrón Barrabas? (cf Jn
18,38-40), igual que los habitantes de Jerusalén, todos preferimos que suelte al ladrón y
encarcele al inocente.
La enfermedad de
Venezuela es que hemos liberado al Barrabás que llevamos por dentro, hemos
optado por ser Barrabás los unos para los otros y no Jesús de Nazaret,
acaparando los productos regulados para “bachaquearlos”, explotando con precios
exorbitantes a nuestros propios hermanos, transformando en objetos de presa y
de codicia a nuestra propia familia. Por ese camino, será muy difícil que
encontremos los caminos de la paz, de la justicia y de la sana y fraterna
convivencia. La sentencia de Jesús es dura y lapidaria: “Si ustedes no se convierten, todos perecerán igualmente” (Lc
13,5).
Así no actuó Jesús. Ese no fue su
camino. El no dio ningún motivo “revolucionario” para que le matasen. No fue un
agitador social, ni un líder político, ni un guerrillero. No lo mataron por
eso, aunque le acusaron de eso, levantándole calumnias ante los romanos para
que lo condenaran a muerte. Hubiera sido un pobre líder, rápidamente olvidado y
reemplazado, si hubiera avalado la muerte y la violencia como caminos válidos
de liberación.
Lo mataron por ser un revolucionario
de mucha mayor envergadura: por creer en un Dios distinto, Padre de todos sin
distinción ni discriminación alguna, por devolverle su plena dignidad a los
pobres, por poner a su alcance la Palabra de Dios, por convivir con ellos, por
denunciar y condenar las idolatrías del poder, del placer y del dinero. Ese fue el camino seguido por ejemplo por
Mons. Oscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador, que pronto será
beatificado y por eso lo asesinaron. Todos
estamos sometidos a la tentación de adorar falsos dioses, de claudicar ante
desigualdades y discriminaciones, colocarnos
a la sombra de los ricos y olvidarnos de los pequeños, de prosternarnos ante
los poderosos y los potentados de este mundo.
El camino de Jesús
es otro muy distinto. Se hizo realmente nuestro hermano. Prefirió dejarse matar
antes que utilizar la violencia para defenderse. “Guarda tu espada, le increpó a Pedro que quiso defenderlo con un
arma. Que todo el que pelea con espada a
espada morirá. O ¿crees que no puedo acudir a mi Padre, que pondría en seguida
a mi disposición más de doce legiones de ángeles? (Mt 26,52-53). Jesús pudo
esconderse en Galilea, bajar de la cruz, alejar de si el cáliz del sufrimiento
pero prefirió dar la cara, ir hasta el final
del escándalo de la cruz. Pasó sed, aguantó golpes, escarnios, flagelos,
vilipendios, traiciones, negaciones y
abandonos. Soportó todo calladamente cuando, por fin, pudo clamar, en
los estertores de su agonía: “Todo está
cumplido”. (Jn 19,30). Ya podía por fin entregarse tranquilo y apaciguado
en los brazos de su Padre: “Padre, en tus
manos encomiendo mi espíritu” (cf Lc
23,46). Había llevado a cabo su misión en esta tierra.
Hermanos y hermanas,
la violencia, las ideologías que enarbolan la bandera de la lucha de clases no
son respuestas válidas para sacar a la humanidad de los laberintos de la muerte,
de las injusticias sociales ni de las guerras. La respuesta está en la cruz y
solo en la cruz de Jesucristo. Solo en ella, como Pablo, hemos de gloriarnos
porque en ella se concentra la energía indispensable para doblegar las fuerzas demoníacas
de este mundo. (cf Gal 6,14). No busquemos otra luz que nos saque de nuestras
tinieblas porque “El es la luz del mundo”
(Jn 8,12). No busquemos otra agua con la cual saciar nuestra sed (cf Jer 2,13),
porque la que brota de su costado, junto con su sangre, es la fuente de agua
viva que convierte a quien bebe de ella “en
manantial que brota hasta la vida eterna” (Jn 4,13-14). No busquemos otro
maestro que nos enseñe a amar porque no hay mejor escuela que el Cenáculo y más
prestigiosa cátedra que la cruz del
Gólgota para aprenderlo. Sólo este tipo de amor, que llega hasta la locura extrema
de perder para ganar, hasta el colmo de dar la vida por sus enemigos, tiene
poder para transformarlos en amigos, hermanos e hijos de Dios (cf Jn 15,13).
San Pablo saca la
conclusión práctica de este camino cristiano y a través de su exhortación a sus
hermanos de la comunidad de Roma nos invita a recorrerlo: “A nadie devuelvan mal por mal; procuren hacer el bien ante todos los
hombres. Hagan lo posible, en cuanto de ustedes dependa, por vivir en paz con
todos. No hagan justicia por sus propias manos, queridos míos, sino dejen que
Dios castigue…Por tanto si tu enemigo tiene hambre dale de comer; si tiene sed,
dale de beber. Actuando así, harás que enrojezca de vergüenza. No te dejes
vencer por el mal; por el contrario, vence al mal a fuerza de bien” (Rm 12,
17-21).
TE ADORAMOS, O
CRISTO Y TE BENDECIMOS PORQUE POR TU SANTA CRUZ HAS REDIMIDO EL MUNDO.
REDIMENOS A NOSOTROS TAMBIÉN, CON EL PODER DE LA SANGRE GLORIOSA QUE BROTA DE
TU COSTADO ABIERTO. QUE EN COMPAÑÍA DE
MARIA NO TENGAMOS MIEDO DE ACOMPAÑARTE HASTA EL PIE DE TU CRUZ Y DE CADA UNA DE
LAS CRUCES DE NUESTRA VIDA PARA QUE
HEREDEMOS EL DON DE TU ESPIRITU DE AMOR, SEAMOS LAVADOS DE NUESTROS PECADOS Y
ENVIADOS A SER PORTADORES DE TU PERDON Y DE TU RECONCILIACION HASTA LOS
CONFINES DEL MUNDO. AMEN.
Maracaibo 3 de abril
de 2015
+Ubaldo R
Santana Sequera FMI
Arzobispo de
Maracaibo
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