Muy
queridos hermanas y hermanos,
Desde
el Domingo de Pascua Jesús ha iniciado un camino nuevo, una nueva manera de
vivir que él quiere compartir con sus discípulos y todos los que creen en él y
quieren seguir sus pasos. La Iglesia nos invita este domingo a conocer mejor
ese camino, a tomar la decisión de recorrerlo juntos bajo el pastoreo del Señor
hasta su punto terminal.
El
evangelio de hoy nos ayuda a entender que así como Jesús resucitado se hizo
presente en la vida de sus discípulos, así también sigue manifestándose hoy a los suyos,
haciéndose presente en los acontecimientos de sus vidas. Sabemos que Jesús no
resucitó para sí solo sino para abrirle a la humanidad la posibilidad de
resucitar con él, de recorrer el verdadero camino que la conduzca al encuentro
pleno con Dios porque Él es el camino de Dios y hacia Dios.
Así
como corrió la piedra del sepulcro para salir del antro de la muerte y del
olvido, así también, lleno de vida, derriba las paredes y muros de este mundo
para abrir los nuevos senderos de la bienaventuranza de la paz. Los primeros
muros que quiere derribar son los de nuestra incredulidad, de nuestros miedos,
de nuestras angustias y de nuestras soledades.
Durante
su ministerio en Galilea y Judea, Jesús abrió los ojos de los ciegos, puso en
pie cojos y paralíticos, curó leprosos, liberó endemoniados, perdonó pecadores
esclavos del mal y abrió en ellos nuevos surcos de vida, verdaderas sementeras
de amor limpio y puro. Ahora, resucitado el Señor está dispuesto a seguir
recorriendo ese mismo camino. Esta vez con su Iglesia para ponerla en
condiciones de dar testimonio convincente de él.
La
Iglesia tiene la misma misión que su cabeza fundadora: abrir caminos para que
todas las naciones lo descubran; echar puentes de reconciliación entre
hermanos; rellenar los valles y barrancos que impiden la fraternidad; allanar
montes de resentimientos y odios e implantar el Reino de justicia, del amor y
de la paz. Todo para que los pueblos puedan ver la salvación de Dios.
El
evangelio de hoy es la continuación del episodio de los discípulos de Emaús que
escuchamos en la octava pascual. El relato consta de tres partes: la huida de
los dos discípulos desencantados y tristes; el encuentro con Jesús en el camino
y su revelación en Emaús y finalmente el retorno gozoso de los dos a Jerusalén.
El evangelio de hoy nos cuenta precisamente el retorno a casa. Les pasó como en
el salmo 126: “Al ir iban llorando
llevando las semillas, al volver vuelven cantando trayendo sus gavillas” (v
6).
Cuando
nosotros nos encontramos con Jesús por medio de la Palabra y de la Eucaristía
el Señor disipa nuestras dudas, expulsa nuestros miedos, exorciza nuestras
angustias y nos hace desandar el camino de nuestros pesimismos y desesperanzas. Nos reintroduce dentro de nuestra comunidad
eclesial y nos pide que nos hagamos sus testigos.
Para
ser Iglesia de Cristo nuestra propuesta evangelizadora ha de ser viva,
entusiasta, creativa y alegre. Cristianos con caras engurruñadas de cuaresma
nunca podrán anunciar a Cristo y atraer a él a otros hermanos hundidos en el
pecado y la desesperación. Nuestra misión, mis hermanos y hermanas, es lograr
que los hombres y mujeres de hoy con quienes estamos en contacto y está alejados de Dios tengan un encuentro
personal con Cristo Jesús, tomen la decisión de apartarse de la vida de pecado,
de desandar el camino por se están alejando de sí mismos, de su familia, de su
Iglesia, de su país y vuelvan a casa llenos de alegría.
Dice
el evangelio que Jesús resucitado les abrió a sus discípulos el entendimiento
para que comprendieran las Escrituras y descubrieran que todo lo que le acababa
de pasar a Jesús en Jerusalén era el camino que Jesús tenía que recorrer para
llegar a la gloria. Nosotros también necesitamos
que el Señor nos abra el entendimiento para entender su Palabra y descubrir
cómo nuestra historia de dolor, de sufrimiento, de angustia y pena forma parte de
la cruz que tenemos que llevar para participar de la resurrección de Jesús.
Es
de gran gozo y consolación saber también que Jesús Resucitado no es el Salvador
de unos poquitos, de unos privilegiados sino de todos los seres humanos: de los
atribulados, de los angustiados, de los miedosos, de los apocados. De todos sin
excepción. Jesús resucitado no tiene límites que lo contengan. Con su cuerpo
llagado y glorioso puede recorrer todos los caminos de los hombres. Aún
aquellos que nosotros ni siquiera imaginamos. No hay ningún sendero, ninguna
trocha por donde no corra la sangre redentora que brota de su costado abierto
llevando vida, perdón, consuelo y misericordia.
Para
demostrarles la realidad corpórea de su condición gloriosa, Jesús les pide de
comer. “¿No tienen ahí algo de comer?”. En otra oportunidad había pedido de
beber. Ahora pide de comer. Los evangelios narran varias comidas compartidas en
casas y a la orilla del lago. Fueron siempre momentos intensos de intimidad, de
amistad pero también de conversión y arrepentimiento para sus anfitriones.
Nunca fue solo comer sin más.
Ahora
el pez a la brasa que comparte con sus discípulos no es sólo un pez. Es una
revelación de amor y del deseo del Señor de comunicarse a los suyos tan honda y
profundamente como lo es una comida para el que la consume. Es un pez a la brasa de comunión de amor. Un pez
que despierta hambres de otras comidas más sustanciales. Despierta en nosotros el deseo de pedirle al
Señor que nos dé de comer de su pan y de su vino eucarísticos para tener vida
plena en él para siempre.
Hermanos
y hermanas, todos debemos anhelar que el Señor Jesús en este encuentro
eucarístico que tenemos hoy con él, nos abra al entendimiento de las
Escrituras. Necesitamos la luz de su Espíritu para poder atar todos los cabos
sueltos que aún tenemos con relación a la comprensión profunda de la Biblia y
su conexión íntima con su persona, su misión y su presencia en la Iglesia y en
los sacramentos. Hay una ilación profunda entre todos los acontecimientos de la
vida de Jesús y su pasión, muerte y Resurrección. Toda la Escritura se cumple
en él. Todo tiene sentido. Todo se proyecta hacia la consumación final de un
proyecto que ha nacido en la mente y el corazón del Padre.
Desde la Pasión y de la Resurrección del Señor
todo se ilumina. Su dolorosa pasión y su
gloriosa resurrección constituyen la clave maestra para entender la historia de
este mundo y la de cada una de nuestras vidas. Jesús es la piedra angular que
necesitan los edificios de nuestras vidas para descubrir la belleza de su
diseño y hacia dónde nos conduce el Señor. Pidamos al Espíritu Santo nos
introduzca en la inteligencia de la Palabra divina para que entendamos que sin
Jesús nuestras vidas carecen de sentido y nuestras naves se quedan sin puerto
donde atracar. Sólo así podremos
transformarnos en sus testigos y dar razón en el mundo de hoy que él ha
resucitado.
+Ubaldo R
Santana Sequera FMI
Arzobispo
de Maracaibo
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