CUARTO
DOMINGO DE PASCUA
ORDENACIÓN PRESBITERAL DE EDIXANDRO MORAN op
HOMILÍA
Muy queridos hermanos
y hermanas en Cristo Jesús,
Es una gran alegría celebrar, en este tiempo de Pascua, una ordenación
presbiteral. Y más aún cuando se trata de un hijo de esta tierra, en la que la
Virgen María del Rosario, patrona de la Orden de Santo Domingo, ha puesto su
predilección.
No podía ser más acertada la escogencia por parte del diácono Edixandro,
del cuarto domingo de Pascua, conocido como el domingo del Buen Pastor, para
recibir la gracia del sacerdocio ministerial que lo transforma en una presencia
de Jesucristo Buen Pastor. En este domingo la Iglesia nos invita a orar de modo
especial por las vocaciones. En su Mensaje de este año, que lleva por título
“Empujados por el Espíritu a la Misión”, el Santo Padre nos entrega esta
luminosa enseñanza:
“Todo discípulo misionero siente en su corazón esta voz
divina que lo invita a «pasar» en medio de la gente, como Jesús, «curando y
haciendo el bien» a todos (cf. Hch 10,38).
En efecto, como ya he recordado en otras ocasiones, todo cristiano, en virtud
de su Bautismo, es un «cristóforo», es decir, «portador de Cristo» para los
hermanos (cf. Catequesis, 30 enero 2016).
Esto vale especialmente para los que han sido llamados a una vida de especial
consagración y también para los sacerdotes, que con generosidad han respondido
«aquí estoy, mándame». Con renovado entusiasmo misionero, están llamados a
salir de los recintos sacros del templo, para dejar que la ternura de Dios se
desborde en favor de los hombres (cf. Homilía
durante la Santa Misa Crismal, 24 marzo 2016). La Iglesia tiene necesidad de sacerdotes
así: confiados y serenos por haber descubierto el verdadero tesoro, ansiosos de
ir a darlo a conocer con alegría a todos (cf. Mt 13,44)”
Edixandro es uno de esos paganos, a los que alude Pedro en la primera
lectura, a quienes el Señor llama, aunque estén lejos. Edixandro sabe, en el
fondo de su corazón, cuán lejos lo ha ido a buscar el Señor para traérselo
primero a su redil y luego elegirlo para que le cuide una parte de su rebaño.
A todos los que hemos sido elegidos para este servicio nos ha ocurrido lo
que le sucedió a Pedro, quien después de haber negado a su Señor y volver
decepcionado a su antiguo oficio de pescador, se vio restituido en su cargo. “Simón, hijo de Juan, ¿me amas? - Si, Señor,
tu sabes que te quiero. Jesús le dijo: Pastorea mis ovejas” (Jn 21, 15-17).
Todos los sacerdotes que hemos avanzado por el camino de nuestro
ministerio, estamos marcados a fuego vivo por la convicción de que llevamos el
gran tesoro del sacerdocio de Cristo en pobres vasijas de barro “para que quede claro que ese poder tan
extraordinario proviene de Dios y no de nosotros” (2 Co 4,7). A los
sacerdotes no nos conviene endiosarnos ni dejar que la gente nos endiose y nos
coloque más en la categoría de ángeles que de simples seres humanos, cristianos
pecadores y vulnerables que necesitan constantemente de la gracia divina y del
apoyo de sus hermanos para mantenerse fiel a su vocación y vencer las
tentaciones que lo acosan.
Toda historia vocacional es una vocación de amor. No se puede pasar de
ser simple pescador de peces al oficio de pescador de hombres si el elegido no
ha quedado invadido en todo su ser, por el amor redentor de Cristo. El amor de
Dios y de los hermanos es el único motor que puede mover la vida, el ministerio
y la entrega cotidiana de un sacerdote de Cristo. La vida nueva que Cristo ha
traído al mundo solo se comunica con la fuerza del amor.
Cristo Jesús se nos ha adelantado en todo: en el amor, en la elección, en
la salvación. La elección como todos sus dones, es una gracia inmerecida y
gratuita. “No me eligieron ustedes a mí,
sino que yo los elegí a ustedes y los destiné para que vayan y den fruto”
(Jn 15,15).
Cada estrofa del Salmo 23, que acabamos de recitar, se ha de volver para
ti, querido hijo, una experiencia gozosa de tu vida de elegido. Para poder ser
buen pastor tienes primero que hacerte oveja y convencerte de que el Señor es
tu pastor, que él te conoce por tu nombre y por tu voz; que ya peleó por ti con
el lobo para arrancarte de sus fauces; que esa batalla le costó la vida y
derramó su sangre en la cruz por ti; que aún lleva consigo, aunque ya
resucitado y victorioso del mal, las marcas de la batalla que tuvo que librar.
Has de convencerte, cada día más, que, al dar su vida por ti, Cristo se
ha ganado todos los títulos para guiarte con seguridad, hacia las verdes
praderas y frescos manantiales, donde puedes saciar tu hambre y tu sed de
felicidad infinita. Has de vivir en carne propia que “aunque camines por cañadas oscuras nada has de temer, porque él va contigo; su vara y su cayado te
brindan seguridad y reposo”. Que no eres tú el que le preparas la mesa
eucarística sino él, en persona, quien la pone y él mismo se te ofrece en
alimento hasta que tu copa rebose. En cada recodo difícil del camino sacerdotal
que te espera, descubrirás “que su bondad
y su misericordia te acompañan todos los días de tu vida”. Caminará unas
veces delante de ti para mostrarte el camino, otras veces a tu lado para
animarte y levantarte y otras detrás de ti para sostenerte e impulsarte.
Al final del rito de Ordenación oirás estas palabras: “Considera lo que realiza e imita lo que
conmemoras, y conforma tu vida con la cruz de Cristo”. Todos los sacerdotes
hemos nacido en la noche del Cenáculo. Fíjate bien en todos los gestos que el
Señor realizó y en todas las palabras que pronunció aquella noche; porque la
cena que él, aquella noche, te sirvió, también tú la tienes que servir a tus
hermanos; los gestos que el Señor realizó, también tú los tienes que realizar
en favor de tu comunidad. Las palabras que Jesús pronunció, también tú las
tienes que predicar y enseñar. Te tocará
volverte pan, servidor y amigo.
El Señor nos pide, te pide, que hagas memoria de todo lo que aconteció
aquella noche. Bien sabemos que el pan que convirtió en su cuerpo para
entregarlo por la salvación del mundo y el vino que convirtió en su sangre para
establecer la nueva y definitiva alianza entre Dios y la humanidad, eran un
adelanto sacramental de lo que ocurriría al día siguiente en el Gólgota. Nos
toca sin duda prestar ese servicio de perpetuar y hacer presente ese misterio
de salvación en nuestra Iglesia. Ya eso es sin duda un impresionante servicio
en favor de la vida de nuestro pueblo.
Pero esos gestos, esas palabras nos involucran también a nosotros. No
somos meros agentes, ejecutores de un oficio pasajero. Toda nuestra vida, en
todas sus dimensiones, está llamada a configurarse con lo que ocurrió en el
Cenáculo y en el Gólgota. Momentos y lugares que son a su vez síntesis y
recapitulación de todo el Evangelio de Jesús.
Nosotros hacemos y decimos, pero también nos toca vivir la Buena Noticia
que predicamos y los sacramentos que realizamos, sobre todo la Eucaristía.
Nosotros también nos tenemos que dejar hacer por Dios pan que Jesús toma en sus
manos, rompe, bendice y entrega; vino de la copa que el Señor comparte como
signo de una nueva comunión filial y fraterna de los hombres entre sí con Dios.
Nuestra vida sacerdotal cobra su pleno sentido cuando nos volvemos el mismo
alimento que repartimos y la misma bebida que compartimos para que nuestros
hermanos vivan y sacien su sed y no perezcan en el duro camino de la vida.
Vivimos tiempos tormentosos en Venezuela. El pueblo que nos toca servir
pasa hambre, pasa sed, padece toda clase de enfermedades y no consigue
fácilmente los medicamentos para su salud. Se siente indefenso, amenazado por
toda clase de peligros y los gobernantes elegidos para cuidarlo y hacerlo
progresar en fraternidad y unidad lo han abandonado a su propia suerte y lo han
reducido a la humillante condición de indigentes y esclavos de un sistema
represivo y totalitario. Atravesamos un inmenso desierto y no sabemos cuándo
llegaremos a la Venezuela libre y soberana, donde todos, sin distinción de
partidos e ideologías, seremos y nos comportaremos como hermanos.
El Papa Francisco en la carta que le envió ayer a los obispos venezolanos
nos anima a mantener viva y fuerte esta esperanza: “Agradezco así mismo su
continuo llamamiento a evitar cualquier forma de violencia, a respetar los
derechos de los ciudadanos y a defender y defender la dignidad humana y los
derechos fundamentales, pues, igual que ustedes, estoy persuadido de que los
graves problemas de Venezuela se pueden solucionar si hay voluntad de
establecer puentes, de dialogar seriamente y de cumplir con los acuerdos
alcanzados”,
Te toca ser un pastor valiente que no se deje arrastrar por la
desesperación y el pesimismo en esta hora menguada de tu país. Haz tuyo estas
recomendaciones que el Papa Francisco le dio a los sacerdotes y consagrados en
su reciente viaje a Egipto y que presentó bajo formas de tentaciones a vencer. Vence
con Cristo y la ayuda de tus hermanos en la Iglesia, la tentación de dejarte
arrastrar, en vez de asumir con valentía tu vocación de pastor que guía a su
rebaño. “El buen
Pastor, dice el Santo Padre, tiene
el deber de guiar a su grey (cf. Jn 10,3-4), de conducirla hacia verdes
prados y a las fuentes de agua (cf. Sal 23). No puede dejarse arrastrar por
la desilusión y el pesimismo (diciéndose a si mismo): «Pero, ¿qué puedo hacer
yo?».
Está siempre
lleno de iniciativas y creatividad, como una fuente que sigue brotando incluso
cuando está seca. Sabe dar siempre una caricia de consuelo, aun cuando su
corazón está roto. Sabe ser padre cuando los hijos lo tratan con gratitud,
pero sobre todo cuando no son agradecidos (cf. Lc 15,11-32). Nuestra
fidelidad al Señor no puede depender nunca de la gratitud humana: «Tu
Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (Mt 6,4.6.18).
Lucha contra “la tentación de sentirte por encima de los demás y
de someterlos por vanagloria, de tener la presunción de dejarte servir en
lugar de servir. Es una tentación común que aparece desde el comienzo
entre los discípulos, los cuales —dice el Evangelio— «por el camino
habían discutido quién era el más importante» (Mc 9,34). El antídoto a
este veneno es: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y
el servidor de todos» (Mc 9,35).
Enfrenta con Cristo y con tu presbiterio, la tentación del individualismo. Como dice el
conocido dicho egipcio: «Yo, y después de mí, el diluvio». Es la
tentación de los egoístas que por el camino pierden la meta y, en vez
de pensar en los demás, piensan sólo en sí mismos, sin experimentar ningún
tipo de vergüenza, más bien al contrario, se justifican. La Iglesia es la
comunidad de los fieles, el cuerpo de Cristo, donde la salvación de un
miembro está vinculada a la santidad de todos (cf. 1Co 12,12-27; Lumen Gentium, 7).
El individualista es, en cambio, motivo de escándalo y de conflicto.
En realidad, el consagrado, si no tiene una
clara y sólida identidad, camina sin rumbo y, en lugar de guiar a los
demás, los dispersa. Enraízate fuertemente en tu identidad de sacerdote dominico
católico, partícipe junto con los demás presbíteros de tu Orden y de la Iglesia
local, donde te toque servir, del único sacerdocio de Cristo, como un árbol que
cuanto más enraizado está en la tierra, más alto crece hacia el cielo.
Solo así podrás vivir a plenitud el lema de la Orden de los Predicadores:
“Contemplata aliis tradere”.
Querido hijo, te esperan tiempos recios. No te
va a ser fácil, responder a los desafíos que te esperan más allá de las puertas
de este templo parroquial. Pero con palabras de San Gregorio Magno, papa te
digo: “Que ninguna adversidad te prive del gozo de esta fiesta interior que
hoy se inicia en ti; porque al que tiene la firme decisión de llegar a término
ningún obstáculo del camino puede frenarlo en su propósito”. Por eso te invito que vivas siempre injertado en Jesús,
ensamblado en tu comunidad religiosa y consubstanciado con las comunidades
cristianas que te toque servir. (Cf. Jn 15,4). Cuanto más enraizados estés
en Cristo, más vivo y fecundo será tu ministerio pastoral. “Así como es santo quien te llamó, también tú
sé santo en toda tu conducta” (1 Pe 1,15)
Que Nuestra Señora del Rosario a quien has sido
confiado por tu fundador Santo Domingo de Guzmán, desde la fundación de la
Orden, se haga a partir de hoy tu madre, protectora y guía y tú, como buen hijo
de madre tan amorosa, te dejes conducir por ella por las sendas ya surcadas por
las huellas de su Hijo Jesús, para que, con tan eficaz compañía, recorras con
firmeza todos los misterios de la redención, glorifiques a Dios y santifiques a
tus hermanos. Amén
Maracaibo 7 de mayo de 2017.
+Ubaldo R Santana Sequera FMI
Arzobispo de Maracaibo
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