MEDITACION
DE SEMANA SANTA
¡TANTO
AMÓ DIOS!
“Tanto amó Dios al
mundo que dio a su Hijo único para que todo el que crea en él no se pierda,
sino que tenga vida eterna (Jn 3,16)
“Sabiendo Jesús que
había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, él que siempre había
amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1)
“Este es mi
mandamiento: ámense los unos a los otros como yo los he amado. Nadie tiene un
amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 13, 12-13)
“En esto hemos
conocido lo que es el amor, en que él dio su vida por nosotros. Por
eso
nosotros también debemos dar la vida por los hermanos” (1 Jn 3,16)
Hemos entrado en esta
semana de gracia en la que brilla más esplendorosamente la inmensidad del amor
de Dios para con nosotros. Ese “tanto amó”
de San Juan 3,16, que el Señor puso de manifiesto desde el mismo momento de la
concepción inmaculada de María, alcanza ahora, en sus últimos días, el colmo de
su expresión humana: “él que siempre había amado a los suyos que estaban en el
mundo los amó hasta el extremo”: cumplir el designio salvador de su Padre y derramar
hasta la última gota de sangre para arrancar a los suyos de las garras del pecado y de la muerte y abrir
nuevamente las puertas de la vida eterna.
Solo Jesús pudo amar
hasta ese extremo. Muchas personas pueden dar la vida por otros. Lo han hecho
muchos, tanto dentro como fuera del cristianismo. Pero solo el Señor Jesús la
ha dado por toda la humanidad de una sola vez y para siempre. Todos los pecados
de la humanidad, desde los de Adán y Eva hasta el último terrestre, desde los
más pequeños hasta los más espantosos, han quedado sepultados por el torrente de agua viva que ha brotado de
su costado abierto (Cf Jn 19, 33-34). Nadie queda exento de su amor redentor y
misericordioso. Ni siquiera los abominables masacres del Grupo terrorista del
Estado Islámico.
Este es el misterio de
amor que estamos llamados a contemplar con gozo en estos días santos. Que Dios
destape nuestros oídos para que
escuchemos de nuevo maravillados los relatos de la Pasión del cordero inocente
y nos sintamos involucrados en ellos. Abra nuestros ojos para fijarnos en cada uno de los gestos de misericordia del
Señor: paciencia con sus discípulos, perdón para sus acusadores, consuelo para sus
acompañantes, consignas claras para sus amigos. De acceso a nuestra mente
obtusa a la inteligencia de las Escrituras y descubramos que toda la Biblia
está referida a él.
Entremos con un corazón
disponible y dejémonos inundar, en esta Semana Mayor, por el mayor de los amores. No hay noticiero
que nos dé a conocer una noticia tan importante para nuestra vida como la buena
noticia que es Jesús. Las horas que dediquemos
en estos días santos para
compenetrarnos con esta historia de amor siempre resultarán insuficientes y nos
quedaremos como el salmista clamando:” Mi
alma tiene sed de Dios, del Dios viviente”. “Mi alma tiene sed de ti, por ti
suspira mi carne como tierra sedienta, reseca, sin agua” (Salmos 42 y 63)
Si no conocemos y compartimos en algo el
amor de Jesús, no conoceremos nada de
Dios. Nos enseña San Agustín, el doctor del amor de Cristo: “El Señor, hermanos muy amados, quiso dejar bien claro en qué consiste
aquella plenitud del amor con que debemos amarnos mutuamente, cuando dijo: Nadie tiene más amor que el que da la vida
por sus amigos (Jn 15,13). Consecuencia de ello es lo que nos dice el mismo
evangelista Juan en su carta: “Cristo dio
su vida por nosotros, también nosotros debemos dar la vida por los hermanos” (1
Jn 3,16), amándonos mutuamente como él nos amó, que dio su vida por
nosotros”.
Esta es la puerta para
compartir el amor de Jesús: dar la vida por sus hermanos. Juan dice que si no amamos
así, seríamos unos grandes mentirosos y farsantes. “Si alguien dijera: Amo a Dios pero aborrece a su hermano, sería un
mentiroso, porque quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios,
a quien no ve” (1 Jn 4,20). Podemos decir que el cristianismo no tiene otra
misión en esta tierra que el de experimentar hacia adentro y dar a conocer
hacia afuera el amor de Dios revelado en la persona, el mensaje, la vida, la
pasión, la muerte y la resurrección de Jesús. Si los cristianos no nos
empeñamos en amar a Jesús, en amar como Jesús y dar la vida por los demás como Jesús,
no podemos llamarnos propiamente cristianos. Sería un título que nos quedaría
muy grande.
Hay infinitas formas de
dar la vida por los hermanos. Podemos hacerlo de una vez, como el Señor, en un
solo acto de entrega absoluta y definitiva. Así ha ocurrido con los mártires, que han derramado en estos dos
milenios de cristianismo su sangre por él; con las cuatro hermanas de la
Caridad de la Madre Teresa de Calcuta y sus acompañantes, masacradas
recientemente en el Yemen por terroristas yihadistas. Pero también podemos dar esa vida “por goteo”: es decir con fidelidad y
perseverancia, traduciendo ese amor en “entregas” cotidianas, dejando caer en
los surcos de las relaciones humanas de cada día, las semillas de su amor. Ese
fue el pequeño camino espiritual del amor que descubrió, por ejemplo, Santa
Teresita del Niño Jesús, y lo practicó sin desfallecer hasta el término de su
corta existencia.
Desgastarse en el amor
de Jesús por los demás es sin duda la mejor forma de vivir. Vivir desviviéndose
por los hermanos. Despojarse de sí mismo, de la soberbia, de los títulos y
prerrogativas para servir a los demás, eso fue lo que Jesús quiso darnos a
entender cuando se despojó de su dignidad divina para hacerse hombre (Cf Fil 2,
7-8); cuando se quitó la túnica de Maestro y Señor y se arrodilló para la
lavarles los pies a sus discípulos, como un simple esclavo doméstico (Cf Jn 13,
2-11). San Juan nos comunica que amando
de esta manera es cómo podemos alcanzar la verdadera plena alegría (Cf 1 Jn
1,1-4).
Para ello hace falta
que nos compenetremos con Cristo, con sus sentimientos, con sus actitudes. Que
nos familiaricemos con su manera de amar. Por eso en esta semana santa, cuando
visitemos los siete monumentos, cuando hagamos la hora santa en el lugar de la
reserva eucarística, fijémonos en todos sus gestos de amor: su humildad que lo
lleva, todo Señor e Hijo de Dios que es, a abajarse al nivel de nuestra pobre condición
humana. Su entrañable misericordia que lo lanza por los caminos de los
infiernos humanos para arrancarnos de las garras del Mal y del pecado, a precio
de su sangre preciosa. Su ardiente deseo
de quedarse con nosotros para siempre en la Eucaristía para alimentarnos con su
propio cuerpo y sangre.
Mis amados hermanos y
hermanas, el amor del Señor Jesús no tiene límites. No tiene fin. Es más fuerte
que el odio y que la muerte. Judas lo entrega
por 30 monedas de plata; él se entrega gratuitamente por él y por todos los
traidores de la historia. Pedro lo
niega; él lo reafirma como roca de su Iglesia (Cf Lc 22,31-32). Sus discípulos
huyen y lo dejan solo en el momento de su pasión y de su muerte; él escoge a uno de ellos para entregarle su madre María
y colocarla bajo su cuidado. María Magdalena una gran pecadora pública la
transforma en acompañante de su madre María al pie de la cruz y luego la hace la primera mensajera de su
resurrección. Un amor a toda prueba; un
amor que recorre todos los caminos por donde pueden andar los humanos para que
no quede ninguno que no sea bañado en su sangre redentora. ¡Un amor invencible.
El amor mayor!
Vivamos santamente
estos días. Son días para asumir con decisión obras de misericordia, tanto
corporales como espirituales.
Acerquémonos al Cristo llagado y doliente en los que sufren, en los que
han perdido seres queridos, víctimas de la violencia, del sicariato y de la
delincuencia cada vez mejor organizadas. Hagamos presente a Cristo
misericordioso comportándonos nosotros también misericordiosamente con nuestro
prójimo. Lloremos la pasión de Venezuela y de los venezolanos; aliviémonos la
carga pesada los unos de los otros.
¿Saben cuál es la más
bella Semana Santa? No es la de Jerusalén, ni la de Roma ni la de Sevilla ni la
de tu parroquia. La Semana Santa más bella es aquella en la que abreviamos las procesiones de dolor y
sufrimiento de los que buscan comida, medicinas y protección; aquella en la que
le quitamos alguna estación al doloroso viacrucis de tantas mujeres, abusadas,
maltratadas, comerciadas; aquella en la que disminuimos las espinas de las punzantes coronas que taladran la vida de tantos niños
abandonados, enrolados en la guerrilla, en grupos terroristas, en el sicariato
y en las bandas callejeras. Aquella que tenga menos horas de agonía para tantos
presos inocentes; menos expolios, menos crueldad y menos injusticias para tantos
seres marginados.
La más bella semana santa será siempre aquella en que
surjan nuevos cirineos para ayudar a sus hermanos a llevar la pesada carga de
sus sufrimientos y enfermedades; nuevos Nicodemos para reclamar con valentía los
cuerpos de los nuevos crucificados; nuevos Juan Evangelistas dispuestos a
llevarse a María a sus casas; nuevas Magdalenas que, arrepentidas y curadas,
limpien las heridas de los que se creen irremisiblemente condenados; nuevos José de Arimatea que descrucifiquen y den digna sepultura a tantos cuerpos
masacrados.
Nunca vamos a poder
eliminar definitivamente, en esta tierra, los viernes santos de tantos
inocentes. Cristo, en ellos, está en
agonía y muere en la cruz hasta el fin de la historia. Pero si podemos con la
gracia redentora del Señor, con la fuerza de su amor, sembrar semillas de
alivio, de consuelo, de ánimo y de esperanza en nuestros entornos familiares,
vecinales, laborales y recreativos. No podemos abreviar las 24 horas de la
Pasión del Señor pero si podemos poner nuestras vidas junto a la del Señor para
que su Pasión, Muerte Resurrección sea conocida, proclamada y su gracia
salvadora llegue a todos los venezolanos,
a nuestras familias y gobernantes. Que
la Semana Mayor de Jesús sea también en
ti la de una nueva humanidad. Más compasiva, más solidaria, Más misericordiosa.
Esta es la Pascua que Cristo Jesús quiere compartir contigo este año jubilar de
la Misericordia. Santa y Feliz Pascua de Resurrección.
Maracaibo 23 de marzo
de 2016
+Ubaldo R Santana Sequera FMI
Arzobispo de Maracaibo
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