IX AULA
JULIÁN GÓMEZ DEL CASTILLO
MOVIMIENTO CULTURAL CRISTIANO.
SAN
FÉLIX. 18-20 de agosto de 2015.
Mesa
Redonda
La violencia, el conflicto y la
guerra: Algunas perspectivas bíblicas para la paz
Para presentar este
tema en esta mesa redonda me valdré ampliamente y con mucha libertad de una
magnífica presentación que hizo el padre Carlos Luis Suárez, misionero
dehoniano en la asamblea conjunta CEV- Vida consagrada en enero de 2008. Le
agradezco de corazón me haya permitido hacer amplio uso de su intervención. El
contexto y las circunstancias que motivaron la escogencia de esta temática
siguen siendo idénticas y por consiguiente el texto mantiene su plena valídez.
De acuerdo a los
estudios de algunos investigadores, la Biblia contiene –tan solo en el Primer
Testamento– unos seiscientos pasajes que hablan de conflictos y guerras entre
pueblos, gobernantes e individuos. Lo que tal vez pueda llamar más la atención
es que todavía en un número mayor de textos, Dios mismo aparece involucrado,
con rasgos violentos, en numerosos de esos conflictos. La participación de la divinidad
en episodios de violencia no es ajena al contexto cultural donde nacen los
escritos bíblicos. Abundan los relatos de la antigüedad que así lo confirman.
En muchos escritos
vetero-testamentarios, Dios queda relacionado a la violencia, bien como
protagonista en primera persona, bien como deseo de quienes ocasionalmente le
suplican que actúe de manera violenta (Cf por ej. Salmo 93). Son muchos los
textos de todo tipo, narrativos y poéticos, que hablan de su ira, de su
venganza, de su capacidad punitiva y aniquiladora, al punto incluso de llegar a
presentar a Dios como un guerrero que da órdenes terminantes de exterminio
mediante la aplicación de la ley del anatema.[1]
(Cf Entre otros: Num 21, 2; Dt 7,1-2; 13,13-19; 20,16-18; Jos 6,16-19.21).
El espacio de esta
intervención no permite presentar las diversas interpretaciones que los
exégetas hacen sobre este tipo de comportamiento atribuido a Dios. Aquí nos
limitaremos a preguntarnos: ¿De qué manera este peculiar proceder de Dios puede
iluminar una reflexión sobre la paz y la superación de conflictos? ¿Qué sentido
tiene la violencia de Dios en el conjunto de los textos bíblicos? (Num 21, 2;
Dt 7,1-2; 13,13-19; 20,16-18; Jos 6,16-19.21)
Por la brevedad que
requiere esta reflexión, no cabe una revisión detallada del conjunto de los
textos. La atención apenas se centrará en los primeros relatos del conjunto
canónico de la Biblia, en concretos de los presentados en el Génesis.
Paradójicamente, no son los que contienen la imagen más violenta de Dios, pero
sí de los que más pueden acercarnos a la comprensión de cómo y porqué una
imagen divina se vincula a acciones de violencia. ¿El motivo? Defender y
promover sin concesiones el proyecto de vida que el Creador ha establecido y ha
querido compartir a través de sus obras y dejar bien claro que la victoria de
Dios sobre el mal tiene que ser total para ser considerada como una real victoria.
No hay duda de que los
relatos del Génesis, sobre todo en sus primeros once capítulos, son fruto de
una intensa reflexión sapiencial, más bien tardía, de Israel. Son textos que
reflejan la madurez de un pueblo que, no sin sufrimientos, ha aprendido a leer e
interpretar su propia historia, marcada por abundantes desatinos y no pocos fracasos,
siempre humillantes. Desde esa elaboración macerada en el tiempo, el libro del Génesis
comparte sus cuestionamientos y respuestas. Sus líneas parecen trazadas por la
necesidad imperiosa de responder, como si de un intenso y necesario examen de
conciencia se tratara, a una cuestión ineludible: “¿porqué estamos como estamos?”.
Esa misma pregunta nos
la podemos formular nosotros hoy y encontrar en las respuestas que aportemos
pistas para asumir cristianamente nuestra misión de ser en concreto portadores
de paz en un mundo y una Venezuela cada vez más violentos y conflictuales. Solo
desde una búsqueda desenmascarada, honesta, es que el pueblo podrá encontrar
respuesta para iluminar la comprensión de sí mismo y de sus acciones para
entender cómo llegaron a situaciones tan prolongadas y repetidas de crisis
social, política, económica e incluso religiosa.
Israel hace así, a un
mismo tiempo, teología de la historia y en la historia. Descubre que cuanto
existe, todo lo que ve y todo lo que configura su espacio, su tiempo y sus
relaciones, responde a un cosmos, a un orden querido por Dios, realizado
artesanalmente, tal como muy sutilmente lo indica el término empleado para el
proceder inicial de Dios: crear, y no
con otra herramienta más que la de su Palabra. Él interviene sobre el caos, que
es incapaz de crear nada y tan solo
propicia oscuridad (cf. Gn 1,2).
Cuando crea al ser
humano, Dios presenta a la vez una propuesta, una invitación: «Hagamos al ’adam, [a los seres humanos]» (Gn 1,26a), no de cualquier manera,
sino a su «imagen y semejanza». Sin
embargo, el resultado inicial, a la luz del texto, es únicamente aquel de la
imagen: «y creó Dios al hombre a su
imagen, a su imagen lo creó: macho y hembra» (v. 27). La obra resultante,
por lo tanto, queda incompleta, en cuanto que no se materializa a cabalidad el
doble objetivo (imagen y semejanza) señalado
por el Creador. ¿Era innecesario repetir uno de estos dos términos? La omisión
de uno de ellos, lejos de ser un error de omisión, deja al descubierto la
intención genuina y exigente de Dios: el ser humano es un proyecto abierto,
inconcluso. Toca seguir haciéndolo. ¿Cómo? No sin la colaboración de quien haya
leído o escuchado la invitación. Es decir, quien se acerca a lo deseado por
Dios queda invitado a participar de esta obra. El ser humano está llamado así a
implicarse activamente en la construcción de sí mismo, de la propia humanidad,
en estrecha colaboración, inimaginable a este ese momento, con el mismísimo
creador, que desea y anima este inaudito protagonismo de la parte humana.[2]
Crezcan, multiplíquense, llenen la tierra y
sométanla; dominen los peces del mar, las aves del cielo y todos los animales
que se mueven sobre la tierra
(v. 28).
Atendiendo a otros
relatos de creación del Medio Oriente, Gn 1 no presenta hechos de violencia. No
hay batalla de dioses ni de elementos. Nada es destruido (cf. 1,1-2). Todo
encuentra su sitio, incluso la oscuridad o el abismo del mar, sin duda imágenes
del mal para Israel, pero que bien ubicadas y manteniendo sus límites, acaban
resultando útiles a la vida.
Por siete ocasiones el
Creador mira, contempla lo realizado, y lo valora como bueno, e incluso muy
bueno. Es la consideración y satisfacción ante lo creado. La acción creadora
por lo tanto no solo queda caracterizada por un fabricar o disponer de
ubicación para todo, sino que también implica el mirar, el saber darse un
tiempo para contemplar y disfrutar lo realizado. Este descanso, más que un cese
de actividad, deja de manifiesto el dominio del propio poder. Dios es poderoso
porque se controla, tiene dominio sobre sí. Administra oportunamente su propia
fuerza, como lo proclaman los sabios de Israel:
Despliegas
tu fuerza ante el que no cree en tu poder perfecto Y confundes la osadía de los
que lo conocen. Pero tú, dueño del poder, juzgas con moderación y nos gobiernas
con mucha indulgencia, porque haces uso de tu poder cuando quieres (Sb 12,16-18)
A la luz de la
narración bíblica del origen del mundo, Dios renuncia a llenarlo todo. Da
espacio para que la humanidad haga, para que sea. El creador se limita, y su
límite hace posible el desarrollo de todo, y en particular de la humanidad, a
la que le da responsabilidad, poderío. Un poder del que el evangelista Juan da
el sentido y el fin último del mismo:
Les
dio poder (gr. eksousía) de ser hijos de Dios (Jn 1,12)
Esta capacidad queda
enmarcada en un proceso de filiación, y por consiguiente de fraternidad.
Hacerse hijos es hacerse también hermanos. Es poder para la vida y para que
esta se consolide. Jesús mismo asume y custodia este poder y revela el alcance que tiene a la luz de la manera en la
cual lo ejerce:
Padre,
ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti y,
por el poder que tú le has dado sobre toda carne, dé la vida eterna a todos los
que les ha dado (Jn 17,1-2)
Jesús, al igual que el
Padre, desea compartirlo. Por eso lo confiere a sus discípulos, con una clara
orientación: emplearlo al servicio de lo que vivifica, ejercerlo de tal modo
que robustezca la dignidad humana, sanando, expulsando demonios (cf. Mc 6,7; Mt
10,1; Lc 9,1), pisoteando serpientes, escorpiones y todo poder del enemigo (cf.
Lc 10,19). No por nada, el enemigo busca utilizar el poder, pero lejos de anhelarlo
como instrumento al servicio de la vida, lo que pretende es emplearlo
idolátricamente. Es la tentación que explícitamente se le presenta a Jesús en
el desierto (Lc 4,3-4).
De las
respuestas que oportunamente va dando el Hijo de Dios al tentador se desprende
su convicción firme ante las propuestas que se le plantean. Todas las descarta,
consciente de que no sería más que una alienación en su relación con el Padre y
una claudicación del verdadero alcance del poder. Bien sirve la máxima
sapiencial para entender la motivación de Jesús:
Mientras
vivas y tengas aliento, no te dejes enajenar por nadie (Eclo 33,21)
Volviendo al Génesis, conviene
centrar la atención brevemente en el segundo relato de la creación (Gn 2,4-24),
aquel que desarrolla aspectos que no detalla el primero. Este segundo relato introduce
elementos de pueden considerarse el antecedente de lo que será la cada vez más “exitosa”
conflictividad humana.
Dios ubica al humano (ha’adam) en una posición privilegiada y
comprometida en el jardín. Comprometida porque le confiere el poder de
guardarlo y trabajarlo, o lo que es igual, custodiarlo
y servirlo. De este modo, el humano
se convierte en garante del cosmos de
Dios, del orden establecido, caracterizado este por la diversidad en una coexistencia armoniosa de opuestos (noche-día,
tierra-agua, peces-aves…). Hasta ese momento, según este segundo relato, el
humano aparece como una totalidad en sí misma, no diferenciada. Observándolo,
el creador decide darle una ayuda necesaria (2,18) porque deja entender que así
como está algún riesgo corre. Tan solo existía agua y el mundo vegetal.
Acontece entonces la creación de los demás vivientes (animales), pero este
humano no encuentra nada como él… (2,20).
Para entender el porqué
de este deseo de Dios, resulta iluminadora la sencilla reflexión del arzobispo
sudafricano Desmond Tutu, premio Nobel de la paz:
Dios
es inteligente. No nos hizo autosuficientes en demasía, con el fin de que nos diéramos
cuenta de que nos necesitamos unos a otros. Tenemos nuestros propios dones que
nos hacen únicos, pero yo tengo dones que tú no tienes y tú tienes dones que yo
no tengo. Un ser completamente autosuficiente, si es que existe, sería un ser
inhumano.[3]
Sin embargo, la
reacción del hasta ahora solitario humano no ve en la diversidad un don, porque
lo que es en sí misma, sino que más bien se apremia en dominarla:
El hombre exclamó: esta sí es hueso de mis
huesos y carne de mi carne.
Se llamará mujer, Porque ha sido sacada del
hombre (Gn 2,23)
No hay reconocimiento
explícito a la originalidad de la parte que tiene frente a sí. Esta queda
definida desde la parte previa, que se apropia ahora de ella, tal como lo
indican los posesivos y la imposición de un nombre, como si de cualquier otro
viviente se tratase (cf. 2,20s.). De nuevo las palabras del arzobispo anglicano
Tutu:
Fuimos creados para estar en compañía y para
establecer relaciones. No es bueno estar solos. Nosotros decimos en nuestra
lengua africana: Una persona es una persona gracias a otras personas. Ninguno
de nosotros vino al mundo completamente aprendido. No sabríamos qué pensar,
caminar, hablar ni comportarnos como personas si no lo hubiéramos aprendido de
otros seres humanos. Para ser humanos, necesitamos a otros seres humanos. Soy
un ser humano porque otras personas lo son. Un hombre o una mujer que se haya
hecho completamente solo o sola es un imposible absoluto. (…). Sabemos que
nuestra humanidad es relacional. Un ser humano solitario y aislado es realmente
una contradicción.[4]
El otro, la otra, resultan
así necesarios para encontrar la propia identidad. Quien está al frente de uno
mismo define, delimita al otro. Se hace imprescindible, por lo tanto, mantener
ese espacio entre el tú y el yo para que cada uno de encuentre y
valore lo característico de sí mismo, incluso la propia carencia, para entender
y apreciar así la complementariedad, no como una frustración, sino como
garantía de la propia libertad. Nace entonces el nosotros. ¿No es ese acaso el sentido inclusivo, y para nada mayestático,
del plural que aparece en boca de Dios al presentar su proyecto de humanidad: «Hagamos al humano» (Gn 1,26). Es todo un
programa que llama a la participación de quienes lo escuchan. Es provocación e
invitación que lanza al lector, a quien oye, para que sea colaborador activo en
la tarea exigente y paciente de hacer al humano.
Pero en su conjunto,
intentando evaluar los primeros resultados de la propuesta, de acuerdo a cómo
el Génesis los presenta, y tan solo considerando hasta aquí los primeros cuatro
capítulos, la constatación primera es que los resultados no fueron de gran
acierto. La cota más alta de fracaso en estos episodios iniciales se alcanza
con el fratricidio perpetrado por Caín (cf. Gn 4), aborreciendo de manera absoluta
al otro, visto ya no como don, sino como amenaza y obstáculo.
Sin necesidad de forzar
los textos, atendiendo a la realidad del país, desde ellos es posible señalar
sendas que atentaron contra el proyecto original:
-
Anulación
del espacio necesario entre los
humanos y las criaturas de Dios (Gn 1,22)
-
Dificultad
para asumir un proyecto compartido, el nosotros
(1,26)
-
Anhelos
hegemónicos del primer hombre: mi carne,
mis huesos (2,23)
-
Ausencia
de diálogo: tan solo se inaugura entre la serpiente y Eva (3,1)
-
Manipulación
de la verdad, de la palabra de Dios (3,2-3)
-
Rechazo
de la limitación impuesta por el Creador (2,16-17; 3,6.11)
-
Miedo al
autor de la vida: “tuve miedo y me escondí” (3,10)
-
Declinación
de responsabilidades, nadie asume la culpa: la mujer me ofreció el fruto, dice
Adán; la serpiente me engañó, dice la mujer (3,12-13)
-
Negación
radical del otro, aniquilación de la vida. Caín y Abel (4,8)
Hasta aquí, todo ha ido
gestándose en un ambiente muy familiar. El Génesis, de hecho, quiere presentar
un retrato de familia de manera que cualquier lector u oyente pueda reconocer
rasgos de sí mismo en alguna de sus páginas. A medida que la familia crece, la
violencia también lo hace. No tardará el Creador en constatar que «la tierra
está llena de violencia» (6,13), donde quienes son considerados héroes son
fruto de los abusos que acontecen (6,4). Ante una humanidad así, Dios se
desmarca radicalmente. Se llega a una oposición visceral, cardiaca, de ambos
proyectos. De un lado los del corazón del hombre, que maquina siempre el mal;
del otro, los del corazón de Dios, que siente pesar por haberlo creado (6,5-6).
Después del diluvio,
incluso Noé actúa de manera tal haciendo un sacrificio no previsto (Gen 8,20) que
hace exclamar al creador:
«No
volveré a maldecir el suelo a causa del hombre, porque la tendencia del corazón
humano es mala desde la juventud. No volveré a destruir a los vivientes como
acabo de hacerlo» (8,21)
El sacrificio que Noé
hace significó la muerte de unos animales, de los que Dios había puesto bajo su
custodia para que vivieran, y no para que muriesen. Aún suponiendo buena
intención al guía del arca, el hecho no es del agrado del Creador. El
sacrificio es un acto violento. Desde esta perspectiva, ¿no se tratará entonces
más que de eliminar la violencia, que parece propia del ser humano, de aprender
a integrarla en la vida?[5]
En todo caso las actuaciones del hombre no serán la pauta para las futuras
actuaciones salvíficas de Dios. Como dirá por boca del profeta Oseas: “Yo soy Dios no hombre” (Os 11,9-10).
El mismo Jesús, en su
grupo más cercano, el de los discípulos, confronta puntualmente actitudes que,
en mayor o menor medida, no dejan de ser expresión de sentimientos violentos[6],
entre otras:
-
deseos de
Santiago y Juan de exterminar poblaciones (Lc 9,54)
-
desprecio
a los menores por parte de los doce (Mt 19,14)
-
prejuicio
ante ciertas mujeres (Jn 4,27)
-
porte y
uso de armas (Jn 18,10)
-
indiferencia
ante el hambre de la multitud que sigue a Jesús (Mt 14,15)
-
regaños
de Pedro al propio Maestro (Mc 8,32)
-
discusiones
por los panes que no tienen (Mc 8,16)
-
exclusión
de quienes expulsan demonios sin formar parte del grupo (Mc 9,38)
De cara a todos estos
comportamientos, Jesús pretende que los suyos entiendan que la única manera
legítima de ejercer y aceptar la violencia es cuando esta se ejerce sobre uno
mismo para consolidar actitudes que coincidan con la perspectiva del Reino que
anuncia (cf. Mc 9,43-47). A los discípulos los corrige, sí, pero es de notar
que a pesar de la dificultad que muestran para integrar adecuadamente la
violencia en la vida tal como él les enseña, no llega a expulsar a ninguno de
ellos del grupo, ni siquiera Judas, a pesar de la dureza para comprender. Es
una opción arriesgada, pero Jesús la asume. Opta por mantenerlos cercanos,
enfrentándolos a su palabra y a su testimonio pacientemente.
La vida nace con
violencia. Ese es el contexto del parto. Pero ¿cómo integrarla para que permita
y favorezca el desarrollo de la vida y no acabe dañándola, sino sirviéndola?
¿Cómo hacer que se incline más hacia el modelo del proceder de Dios y no hacia
lo animal? Se viven a diario muchas situaciones de violencia. Se erigen como un
inmenso monstruo que crece apresurado y se alimenta insaciablemente. Toma
cuerpo por todas partes. Pero como al gigante Goliat, hay que enfrentarlas (cf.
1Sm 17), denunciándolas por su nombre, como el profeta Ezequiel a la ciudad
sanguinaria:
Échale
en cara todas sus acciones detestables. Le dirás: ¡Ay de la ciudad que comete
crímenes, y así acelera su fin, que fabrica ídolos y se contamina con ellos (Ez 22,2-4).
Violencia que se
reconoce en la sangre derramada por los crímenes, pero violencia que se ejerce
también en la fabricación de actitudes idolátricas como las que describe el
profeta: rechazo a la enseñanza del hogar, cultos, abusos, extorsiones, usura,
violaciones, ganancia deshonesta, maltrato al inmigrante, etc. (cf. 22,7-12).
Aún en los profetas,
vale mencionar a Isaías, pensando también en la ciudad, no como lugar
imposible, sino como espacio a reconquistar. Iniciando su misión, el profeta
clama por un desplazamiento colectivo en medio de una situación espeluznante[7]:
¡Vengan, subamos a la montaña del Señor! (Is 2,3).
Es una exhortación a
cambiar de posición, emprendiendo –juntos– un viaje a la esperanza. No es una
propuesta teledirigida. Implica a todos para que todos se conviertan en caminantes
y compañeros. Todos invitados a desplazarse desde la propia ubicación para
encontrar y adentrarse en sendas que no son las propias, y por ello ni siquiera
conocidas. Como lo expresa San Juan de la Cruz:
Para venir a lo que no sabes, has de ir por
donde no sabes, para venir a poseer lo que no posees, has de ir por donde no posees[8]
Se requiere un equipaje
ligero, más lleno de vacíos y desprendimientos que de conceptos y certezas.
Quienes emprenden el viaje comparten sus carencias, ¡por eso caminan!
Insatisfechos, no se resignan a una cultura de muerte. Han descubierto que para
acercarse a Dios las ofrendas, los holocaustos, las falsas fiestas y las manos
ensangrentadas son tan solo peso estéril (Cf Salmo 49). Vale el subir juntos,
cuidando que la ciudad que se volvió inhumana, empantanada en su arrogancia y
en su injusticia, siempre seductora, no atrape de nuevo a nadie (cf. Is
1,21-23). Aparece nuevamente la imagen de Dios educador que, como buen pedagogo, hará de su enseñanza la fuente de
nuevas rutas:
Él nos instruirá en sus caminos y
caminaremos por sus sendas (Is 2,3).
Su propuesta educativa,
aún sin estar explícitamente definida, no paraliza. Al contrario, dinamiza y
orienta a nuevos horizontes desde nuevos criterios. Es en este contexto donde
acontecerá la transformación del metal, fruto de una transformación previa de
la mirada y del corazón[9].
La vida no es para vivirla enguerrillados. Los mismos fabricantes de armas serán
quienes pasarán a ser promotores de paz. No de una paz que cae del cielo, sino de
la que surge de la forja de la historia. Las mismas manos que utilizaron el
metal como aliado para la causa de la muerte, materializada en espadas y
lanzas, se aferran ahora al metal reconvertido en arados y podaderas (Is 2,4):
Si saben obedecer, comerán lo sabroso de la
tierra; si rehúsan y se rebelan, la espada los comerá (Is 1,20)
Solo desde esta actitud
es posible la construcción de la nueva ciudad:
No se oirá más en tu tierra ¡Violencia! Ni
dentro de tus frontera: ¡Ruina, destrucción! (Is 60,18)
La profecía de Isaías
mira a futuro. ¿Para cuándo esos tiempos? Imposible la respuesta. No la ofrece
ninguno de sus textos. Pero una certeza no se abandona jamás en la Escritura:
se nace para la paz. Como si de etapas a recorrer se tratase, lo expresa
poéticamente Eclesiastés:
Todo tiene su tiempo, y cada cosa su tiempo
bajo el sol: Tiempo de nacer y
tiempo de morir; tiempo de plantar y tiempo de arrancar lo plantado; tiempo de
matar y tiempo de sanar; tiempo de destruir y tiempo de construir; tiempo de
llorar y tiempo de reír; tiempo de estar de duelo y tiempo de bailar; tiempo de
arrojar piedras y tiempo de recogerlas piedras; tiempo de abrazar y tiempo de
separarse; tiempo de buscar y tiempo de perder; tiempo de guardar y tiempo de
arrojar; tiempo de romper y tiempo de coser; tiempo de callar y tiempo de
hablar; tiempo de amar y tiempo de aborrecer, tiempo de guerra y tiempo de paz. (Ecl 3,1-8)
Todo el poema canta así
la convicción de quienes aprendieron a vivir la vida, con todas sus
limitaciones y contradicciones, sin perder de vista el horizonte, convencidos
de que la existencia humana ha de ser un viaje hacia la paz, tal como lo
describe el texto apenas citado. Hacia allá han de encaminarse los pasos.
Amanece en el camino. Solo los caminantes lo perciben:
El pueblo que caminaba a oscuras vio una luz
intensa, Los que habitaban un país de sombras se inundaron de luz (Is 9,1)
En ese claroscuro de la
historia toca seguir andando, dispuestos a la sorpresa, y a las iniciativas
pequeñas y aparentemente frágiles e imposibles ante la violencia que mata y esclaviza.
Isaías desafía, desde
lo pequeño, con una desconcertante noticia de parte de Dios frente a tanta
violencia: «un niño nos ha nacido» y
ese niño será llamado «príncipe de la paz»
(cf. Is 9,5). Como toda vida, el recién nacido trae novedad, la mayor, tal vez,
su ausencia de poder frente a tantas armas, o al menos no como las armas lo dan.
Si de caminos se ha
hablado a partir de Isaías, vale aludir por último a dos caminantes como
modelos de superación de la violencia[10].
Sus nombres: Saulo de Tarso y Ananías (cf. Hech 9,1-17). El primero, hasta
entonces, perseguidor acérrimo de los primeros cristianos. Se puso en camino
hacia Damasco para darles cacería. Ananías, por su parte, líder de la comunidad
de Damasco, sabe de la crueldad de Pablo. Sin haberlo deseado, ambos se
encuentran, donde jamás habían pensado. Nos dice el relato de Hechos de los
Apóstoles que aconteció en terreno extraño para cada uno de ellos, en una calle
llamada Recta. Allí convergen sus vidas.
Atendiendo al nombre de
la vía, ambos enderezan sus propios caminos, los ajustan al de la Palabra que
les ha sido dirigida. Resuenan las de Juan Bautista: «Preparen el camino al Señor, enderecen sus senderos» (Lc 3,4; Cf.
Is 40,3-5). Una vez reunidos, el modo en que procede Ananías colma y supera las
expectativas de Saulo: lo toca –le impone las manos–, lo acoge llamándolo por
su nombre, modo en que reconoce su identidad, sabe por lo tanto quién es,
asumiendo la superación de sus propios miedos, lo que le hace capaz de
acercarse al otro, y no solo eso, sino que acaba llamando a Saulo hermano.
Difícil encontrar
recetas o fórmulas que transformen “para ayer” la violencia que nos acosa. Sirven,
sin embargo, los pasitos dados por Ananías hacia el impetuoso Saulo, cuando logra
superar sus temores y se atreve a ir al encuentro de quien le causa tanto
recelo: aproximación – cercanía – reconocer y aceptar la realidad del otro – presentar una propuesta osada como regalo y a la vez como tarea: la
fraternidad.
Las soluciones nunca van
a caer de la mata. La subida al monte del Señor a la que invita Isaías, igual
que lo es el camino que sube al corazón, es camino que se hace no sin fatigas e
incertidumbres, no hay duda. Pero se hace también con esperanza. Apasiona. La vida
es pasión, y toda pasión implica violencia.
Después de presentar su
“pero yo les digo” que supera el código del ojo por ojo y diente por diente,
del odio al enemigo, de la descalificación del otro, el Señor nos coloca al
final del discurso de la Montaña, en la encrucijada del camino y nos invita a
entrar por la puerta estrecha “porque es
ancha la puerta y amplio el camino que lleva a la perdición y son muchos los
que entran por él. En cambio es estrecha la puerta y angosto el camino que
lleva a la vida y son pocos los que lo encuentran” (Mt 7,13-14). Ese camino
estrecho, pedregoso, espinoso, empinado y sangriento el Señor Jesús lo recorrió
cuando le tocó llegar, con su cruz a cuestas, al Monte de las Calaveras, lugar
de ejecución y entierro en fosa común de los peores criminales y supo que era
la única ruta que desembocaba en la Resurrección.
Esa es la ruta que el
Señor les propuso a sus discípulos: “Yo
soy el camino, la verdad y la vida. Nadie puede llegar hasta el Padre sino por
mí.” (Jn 14,6) “El que quiera venir
en pos de mi, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz de cada día y me
siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá,; pero el que pierda su
vida por mí, ése se salvará. Pues ¿de qué le sirve a uno ganar todo el mundo si
se pierde o se arruina a sí mismo? (Cf Lc 9, 23-25). Ese también es el precio que hay que pagar para llegar a
la verdadera paz, la verdadera que sólo Jesús nos puede dar: “Les doy la paz, mi paz les doy. Una paz que
el mundo no les puede dar. No se inquieten ni tengan miedo”. (Jn 14,27).
Que en medio de las
dificultades y de las confusiones por no saber tantas veces por dónde ir a
donde sí queremos, resuene insistente y alentadora, de la cabeza a los pies, la
voz de quien con sus palabras abrió caminos en la noche y con su corazón una
escuela para la Vida:
¡Dichosos
los que trabajan por la paz! (Mt
5,8)
+Ubaldo
R Santana Sequera FMI
Arzobispo
de Maracaibo
[1] Para un desarrollo del tema y abundante bibliografía, cf. Barriocanal Gómez, J.L., «El Dios
violento del Antiguo Testamento. Metáfora de justicia y amor», Burgense 51 (2010) 151-209.
[2] Wénin, A., No sólo de pan. El deseo en la Biblia: de la
violencia a la alianza, Nueva alianza 213, Salamanca 2009, 27.
[3] Tutu, D., Dios tiene
un sueño. Una visión de esperanza para nuestro tiempo, Bogotá 2004, 25.
[4] Ibídem,
24s.
[5] Cf. Wénin, A., L’uomo biblico. Letture nel Primo Testamento,
Bologna 2005, 140.
[6] Para otras situaciones conflictivas, en ocasiones violentas, al
interno de las comunidades cristianas, por ejemplo en las relacionadas con
Pablo, cf. Wyssenbach, J.P.,
«Problemas en las comunidades y modo de procesarlos», ITER Revista de Teología 48-49 (2009) 283-314.
[7] Esta reflexión es parte de la ponencia “Una reflexión para la paz
desde Is 2,4” presentada por el autor de
estas páginas en el Seminario internacional Estrategias
de Educación para la Paz, organizado por la Asociación Venezolana de
Educación Católica (AVEC), Caracas 27 de mayo de 2011.
[8] Juan de la Cruz, «Versillos del Monte de Perfección», en La subida del Monte Carmelo.
[9] Sobre el tema de la transformación en la Sagrada Escritura, cf. Villota Herrero, S., «La transformación en la Biblia: una reflexión
general desde el Génesis hasta el Apocalipsis», Teología espiritual 155 (2008) 166-194.
[10] Suárez Codorníu, C.L.: «Un
asalto “que nos une en fraternidad”», en Per
vivere il XXII Capitolo Generale, Dehoniana
13 (2009) 93-102.
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