DOMINGO XXII DEL TIEMPO ORDINARIO
¿QUÉ CLASE DE DISCÍPULOS DE JESÚS SOMOS?
Lecturas: Dt
4,1-2.6-8; St 1,17-18.21b-22.27; Mc 7,1-8.14-15.21-23
Después
de la lectura del capítulo 6 de San Juan estos últimos cinco domingos,
reanudamos la lectura del Evangelio según San Marcos. Nos mantenemos todavía
dentro de la sección llamada “de los panes” (Mc 6,30-8,26), así conocida porque
todos los textos giran en torno al tema de la nueva comida que Jesús trae para
el pueblo de la Nueva Alianza, distinta al maná que Dios le dio al pueblo de
Israel por medio de Moisés, durante la travesía del desierto. Esta nueva
alimentación que Jesús trae al mundo hambriento y sediento de paz, de justicia
y de misericordia, está simbolizada en las dos multiplicaciones de los panes, propuesta
que es rechazada por los dirigentes religiosos de su época, asimilada con
lentitud por sus discípulos y buscada por motivos materiales por la multitud.
En
estos textos el evangelista nos presenta a Jesús como el buen pastor quien
lleno de entrañable compasión por el pueblo, abandonado y realengo como ovejas
sin pastor, lo quiere alimentar con una
comida que no sacie solamente el vientre durante esta vida sino que colme todas
las ansias y anhelos de eternidad que lleva el ser humano dentro de su ser. Se
trata por consiguiente de la realización de aquel famoso banquete mesiánico
profetizado por Isaías para todos los pueblos, banquete de “exquisitos
alimentos, de vinos de solera” y con el cual quedará destruido para siempre el
velo de muerte, de dolor y de lágrimas que cubre las naciones. (Cf Is.
25,6-10).
La
propuesta de Jesús choca con la oposición cerril de los fariseos y doctores de
la Ley. Los fariseos formaban una especie de hermandad, cuya
preocupación principal era la de observar todas las leyes relativas a la
pureza. La palabra fariseo significa separado, Ellos luchaban de modo
que, a través de la observancia perfecta de las leyes de la pureza, la gente
consiguiese ser pura, separada y santa como lo exigían la Ley y la Tradición. Otro
grupo, los Esenios, llevarán la aplicación de esta norma de pureza a posiciones
más radicales. Eran sin duda hombres creyentes y practicantes pero su forma de
vivir la fe los fue separando del pueblo sencillo al que despreciaban por
ignorantes e incultos.
Jesús cuestiona
principalmente dos cosas: primero, la pretensión de imponer prescripciones
humanas por encima de la Ley de Dios. Segundo, darle más importancia al
legalismo, a lo ritual y a la aplicación externa en la relación con Dios y con
el prójimo descuidando las intenciones reales del corazón y cayendo en el
formalismo y la hipocresía. Piensan que basta lavarse las manos, limpiar los
platos para cumplir con Dios. Jesús llama a esta actitud hipocresía, palabra griega que proviene del mundo del
teatro y significa máscara. Los actores se la ponían para representar a algún
personaje. Jesús acusa a los fariseos de ser buenos actores pero no verdaderos
cultores de una genuina y profunda relación con Dios: fingen ser lo que no son. Olvidan con estos formalismos que lo que Dios
quiere es la escucha atenta y el cumplimiento real y concreto de su Palabra y
el amor desinteresado al prójimo. El camino hacia Dios es muy distinto: llega a
Dios quien lo ama; no quien lo dice sino quien lo busca en espíritu y en
verdad, le obedece, sirviendo a los hermanos, perdonándolos y amándolos de
corazón.
Ante
esta escena presentada por el evangelio de hoy nos podemos preguntar: ¿qué
clase de discípulo de Jesús somos? ¿Somos nosotros también cristianos formales,
que honramos a Dios de labios para afuera pero mantenemos nuestro corazón
alejado de Él? ¿Nos llenamos la boca de bellas declaraciones doctrinales y
recitamos con voz fuerte la Profesión de fe pero nunca o muy poco traducimos
esas palabras en práctica y servicio?
En
la primera lectura, del Libro del Deuteronomio, Moisés le recuerda al pueblo de
Israel que para poder entrar en posesión de la tierra y vivir hace falta no
solo escuchar los mandatos y decretos que le ha entregado de parte de Dios sino
que tienen que cumplirlo, sin añadiduras ni glosas que los deformen o anulen.
Solamente poniéndolos por obra descubrirán cuán cerca está el Señor Dios de sus
vidas. Ese mismo consejo se encuentra en la segunda lectura de la Carta de
Santiago: “Acepten dócilmente la Palabra
que ha sido plantada y es capaz de salvarlos. Llévenla a la práctica y no se
limiten a escucharla, engañándose a ustedes mismos”.
Hermanos
y Hermanas, ¿Hasta dónde incide la Palabra de Dios que escucho en cada
eucaristía dominical a la que asisto, en mi modo de pensar, de sentir y de
actuar? ¿Hay concordancia o total dicotomía? Vivimos en la civilización del
culto a la estética corporal, al fitness, al foto shop, a la cirugía plástica
embellecedora. Valoramos más lo que parecemos que lo que realmente somos. Hemos
montado un enorme tinglado sostenido por el autoengaño. Todos Tenemos
indudablemente la tentación de escuchar la Palabra en el templo y luego cuando
salimos a la calle, guiarnos en la vida del hogar, del trabajo, de la relación
vecinal y del entretenimiento por los códigos morales impuestos por el cine,
los videoclips, las redes sociales, la publicidad, los porcentajes mayoritarios
de los sondeos de opinión o el comportamiento de los famosos.
Ante
estas realidades y la enseñanza de Jesús nos podemos preguntar: ¿Mi vida
trasmite amor de Dios tal como lo quiso
expresar y plasmar Jesucristo? ¿Es el servicio sencillo, sacrificado y
desinteresado un eje en torno al cual puedo decir con sinceridad que gira mi
vida personal, familiar, social y política? Si me desconecto de Jesús, si vivo
una relación fría y formal con Dios es muy fácil que me engañe a mí mismo,
cultive en mi corazón las semillas de los trece pecados descritos por Jesús -malas
intenciones- lujuria, robos, asesinatos, adulterios, codicias maldades, engaño,
desenfreno, envidia, blasfemia, arrogancia, insensatez- y luego contamine con
ellas mi círculo familiar, laboral y
social.
El antídoto nos lo da el apóstol Santiago en
la lectura ya citada: “La religión pura e
intachable a los ojos de Dios Padre es esta: visitar huérfanos y viudas en sus
tribulaciones y no mancharse las manos con este mundo”. No vivamos
solamente de etiquetas y formalidades. Cultivemos la vida interior: busquemos a
Dios sinceramente, desde lo hondo de nuestro corazón. Trabajemos seriamente por
“ser” antes que parecer, o tener. “No
amemos solo de palabra y de boca, sino con hechos y según la verdad”. (1 Jn
3,18). Alimentémonos del Pan de la Palabra y de la Eucaristía y dejemos a
Cristo actuar en nosotros con toda libertad para que nuestro árbol de vida de
frutos abundantes que comunique la
verdadera vida al mundo.
Maracaibo
30 de agosto de 2015
+Ubaldo R
Santana Sequera FMI
Arzobispo de
Maracaibo