SANTISIMA
TRINIDAD 2016
HOMILIA
El domingo pasado
celebrábamos el misterio de Pentecostés: la venida del Espíritu Santo sobre los
discípulos de Jesús en forma de lenguas de fuego. En su discurso de despedida Jesús
le decía a los suyos que le iba a pedir a su Padre les enviara el Consolador,
el Espíritu Santo, porque era un don absolutamente necesario para que pudieran
comprender todo lo que él les había comunicado, llegar a la verdad completa y ser sus testigos
en el mundo entero.
Hoy, ocho días después de
Pentecostés, la Madre Iglesia coloca la fiesta de la Santísima Trinidad. Lo que
significa que ésta es la primera verdad en la que el Espíritu nos quiere
introducir. Y efectivamente la Santísima Trinidad es el misterio central del
cristianismo. El ser humano ha sido hecho a imagen y semejanza de Dios. Cuando creó
el ser humano dijo: “Hagamos al hombre a
nuestra imagen, según nuestra semejanza (…) Y Dios creó al ser humano a su
imagen; los creó imagen de Dios, los creó hombre y mujer” (Gen 1, 26-27). La
plenitud de la semejanza e imagen de Dios la alcanzan las criaturas humanas
cuando se complementan, en sana sabiduría,
y ejercen su soberanía solidariamente sobre la creación para que todos
se beneficien de ella.
Ahora bien Dios no es un ser
solitario. En la unidad de la substancia divina hay tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Una triniunidad una unitrinidad. Nosotros estamos hechos a imagen y semejanza
de la Trinidad. Somos “trinidianos” desde nuestro origen y nuestra vocación en
esta tierra es vivir, con libertad y convicción propias, esta identidad primordial e imprimir esta identidad
en todas las tareas que emprendamos en esta tierra.
Por Jesucristo nos enteramos
que él no es de este mundo, que viene de lo alto, enviado por su Padre Dios, de
quien es Hijo unigénito y muy amado. El Señor nos revela que ha venido a este
mundo para dar a conocer y llevar a cabo el designio de Dios sobre la
humanidad. Según ese designio, el Padre quiere “que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”
(1 Tim 2,4). Toda la obra de la salvación proviene del Padre, ha sido
manifestada por su Hijo, el Verbo Encarnado y actualizada en el mundo y en la
historia por el Espíritu Santo.
Nos enteramos, siempre por
Jesús, de que este plan del Padre, escondido desde la eternidad en su corazón,
es un designio que brota del gran amor que El tiene por este mundo y por todos
los que habitamos en el (Cf Jn 3,16). Amor tan inmenso que, tras una larga
preparación, narrada en el Antiguo Testamento,
al llegar la plenitud de los tiempos (Cf Gal 4,1-4), envió nada
menos que a su mismísimo Hijo, nacido de
mujer, según la Ley, para abrirnos las puertas de la casa de la familia divina,
y hacernos entrar por ella, en calidad de hijos adoptivos y pudiéramos llamarlo,
con toda propiedad, nuestro “Abba”, nuestro papá. Jesús nos enseñó que la
oración que nos identificaba era el Padrenuestro.
Jesús nos hace saber que, no
contento con enviar a su Hijo a este mundo, el Padre quiere, a instancias de su
Hijo, compartir otro tesoro de familia: el don del Espíritu Santo. Así se
completa la presentación de las tres personas de la Santísima Trinidad en la
historia de la salvación. El Padre decidió conseguirnos la justificación. Esta
nueva relación con El la llevó a cabo por medio de la muerte y resurrección de
su Verbo Encarnado. Y ese dinamismo salvador de Dios que Pablo llama amor, se
inserta en el corazón de los creyentes gracias al don del Espíritu Santo.
A la hora del regreso a
donde está su Padre, el Señor no quiere dejar huérfanos a los suyos (Jn 14,18).
Por eso, ruega al Padre les envíe un segundo Consolador “para que esté siempre con ustedes y en ustedes (Jn 14, 17)”. Jesús
revela y hace presente al Padre: “Quien
me ve a mi ve al Padre (…) Créanme que yo estoy en el Padre y el Padre está en
mi.” (Cf Jn 14,8-11; Cf Col 1,15). Y el Espíritu Santo hace presente al
Padre y al Hijo en la vida de los creyentes, en el mundo, en la historia humana
y en la Iglesia.
Por medio del amor que el
Espíritu derrama sobre la humanidad, los
seres humanos quedamos permanente e íntimamente conectados con el Padre y con
el Hijo. Por eso dice Jesús a los apóstoles en el cenáculo: “Si alguien me ama, cumplirá mis palabras y
el Padre lo amará y vendremos a él y pondremos nuestra morada en él” (Jn 14,23).
El Espíritu Santo formó a Jesús en el seno de la Virgen María el día de la
Anunciación. Lo formó en la comunidad apostólica naciente, el día de
Pentecostés. Lo formó en cada uno de
nosotros, cuando fuimos bautizados en el nombre del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo. El es el alma de la Iglesia, le da vida y unidad, la ilumina
con sus dones y la enriquece con sus carismas. Abre la mente de los cristianos
para comprender cómo toda la Sagrada
Escritura se refiere a Jesucristo.
Gracias a él descubrimos que
la plenitud de la Verdad está presente en la persona, la vida y el mensaje de
JC y que la podemos hacer nuestra, amando a Jesús y en Jesús, a cada ser humano,
con el mismo amor con que Jesús los amó.
Gracias a la presencia del amor de Jesús, que el Espíritu Santo
introduce en nuestros corazones (Rm 5,8), podemos cumplir el mandamiento
supremo con el cual el Señor quiere que sus discípulos sean identificados en
este mundo: amar a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo, sea amigo o
enemigo, cercano o lejano, pariente o
extranjero, enfermo o sano, de la misma cultura, religión o de otra,
como Jesús los amó.
El Espíritu Santo es el que
impulsa con fuerte ímpetu a los discípulos de ayer y de hoy a vencer sus
miedos, a salir de sus encierros y a lanzarse, con decisión y valentía, a las
calles y a las encrucijadas del mundo a dar testimonio de Cristo Resucitado y
llevar su mensaje y su Reino hasta los confines de la tierra, a todas las
periferias existenciales y territoriales. El es el que transforma a los
cristianos, para que sean en este mundo, carcomido por las guerras, los
genocidios, las discriminaciones, la intolerancia y las discordias, portadores
de perdón, de misericordia y de reconciliación.
La presencia de la Trinidad en la humanidad y entre
los hombres es irreversible No hay vuelta atrás. Dios Trino se queda para
siempre entre nosotros hasta el fin del mundo. Estamos llamados a hacer
realidad esa vocación desde esta tierra, en el corazón palpitante de las
realidades del mundo y dentro de nuestra misma Iglesia. Nuestra vocación es
devolverle a este mundo su sello original trinitario.
La Iglesia es la expresión histórica de cómo
se vive en esta tierra la identidad y la dimensión trinitaria. Todo debe llevar
esta marca. La puerta de acceso para vivir en esta dimensión es la vivencia del
mandamiento del amor y del servicio mutuo. Sin comunión en el amor y el
servicio no está presente la Trinidad en nuestras vidas. Solo adelantando esta
vocación en esta tierra podremos ser
sumergidos en la comunión eterna con esas tres personas divinas.
Dejémonos conducir por la
Trinidad santa: por el Padre lleno de misericordia y perdón que con su
sabiduría ha creado todo para nosotros. Por Jesús, su Hijo, para aprender cómo
vive, sirve, ama, muere y resucita un hijo de Dios. Por el Espíritu de amor,
que nos habitará y guiará para aprender a vivir “en el Espíritu”, en la gozosa
y plena libertad de los hijos de Dios.
+Ubaldo R Santana Sequera FMI
Arzobispo de Maracaibo
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