ORDENACION PRESBITERAL DEL
RELIGIOSO ESCOLAPIO
LUIS ALBERTO HERNANDEZ
CARDOZO,
HOMILIA
Muy queridos hermanos y hermanas,
Hoy, víspera de la solemnidad de la
Ascensión del Señor y del día de las Madres, cercano el final de la cincuentena
pascual, en pleno Año jubilar de la Misericordia, en los inicios del mes de
María, nuestra madre amada, tenemos todos la dicha de recibir, de parte de
Dios, un gran regalo: la ordenación de
un nuevo presbítero, en la persona de Luis Alberto, joven religioso escolapio,
oriundo de estas tierras zulianas.
En estos tiempos de tantas
calamidades, que nos pueden abatir y enfriar el corazón, Dios sale a nuestro
encuentro, a través de un joven, como lo hizo en la aurora de los nuevos
tiempos, con María, allá en Nazaret, para alimentar nuestra esperanza y
mantenernos siempre de pie. El SI de
Luis Alberto, su total sumisión a la voluntad de Dios y su disponibilidad para
servir siempre y totalmente a sus hermanos, producirá sin duda muy buenos frutos
y llena ya desde hoy de alegría de nuestros corazones.
Luis Alberto, como todos los
sacerdotes del mundo, fue elegido por Cristo Jesús, en la última cena en el
Cenáculo, “la noche misma en que iba a
ser entregado” (1 Co 11,23). Dice Juan que en aquel lugar, en aquel momento
empezó a realizarse a plenitud la “Hora” de Jesús (Jn 13,1; 2,5; 4,21; 12,27).
Luis Alberto, como buen hijo escolapio de San José de Calazans, tuvo, como
religioso, una hora fundacional, cuando emitió sus votos perpetuos. Como
sacerdote, hoy cuadra su huso horario con la Hora de Jesús y la hace para
siempre suya. De ahora en adelante los dos relojes deberán estar siempre
acompasados. La hora de Jesús será la Hora de Luis Alberto.
Todos sabemos qué pasó aquella noche,
en el Cenáculo pero como estamos asistiendo al nacimiento de Luis Alberto como
sacerdote, es importante recordarlo. Jesús escogió la sala de la cena pascual
en Jerusalén. Sus discípulos prepararon la Pascua. Pero hubo un momento en que
el Señor se separó del ritual de la cena pascual judía. Cuando tomó el pan, dijo: “este es mi cuerpo entregado por ustedes”
e inmediatamente después añadió: “Hagan
esto en conmemoración mía”. Luego tomó la copa de vino, dijo: “Esta
es la copa es la nueva alianza sellada con mi sangre, derramada a favor de
ustedes”, e inmediatamente añadió: “Cada
vez que la beban háganlo en memoria mía”.
Con estas palabras, instituía la
Eucaristía como memorial de su presencia salvadora en la Iglesia para servicio
del mundo y establecía a sus apóstoles y a sus sucesores como los ministros
encargados de mantenerla actual y viva en el corazón de la humanidad y del
pueblo cristiano. Allí, en ese momento, naciste tú, Luis Alberto, como sacerdote.
Has caído en la cuenta, como el
servidor del cántico de Isaías, como el mismo Jeremías, como Jesús, como tantos
otros, que desde el seno mismo de tu madre, el Señor te había ya elegido para
esta misión. Lo fuiste descubriendo poco a poco, a través de muchas personas,
mediaciones y circunstancias de tu proceso formativo. Has sido elegido, tomado
de entre tus hermanos, desde las profundidades del amor divino, para hacer
memoria de lo que aconteció en aquella hora, en aquel lugar. Y ahora te toca a
ti, como le tocó a Pedro, a Mateo, a Luis tu fundador, escuchar a tu Señor
decirte: “Luis Alberto, no eres tu el que me has elegido. Soy yo quien te he
elegido y te he destinado para que vayas y des fruto. Hazlo en memoria mía”.
Todo sacerdote ha sido colocado en
medio de su pueblo para ser memoria viva y palpitante del amor hasta el extremo,
del colmo hasta donde Jesús quiso llevar su amor. Ya él había demostrado de
tantas y tantas maneras a lo largo de su ministerio público, cuánto amaba a los
suyos, a los pequeños, a los enfermos, a los pecadores. Pero Juan nos dice que
quiso ir más allá, mucho más allá. “Habiendo amado a los suyos, que estaban en
el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1).
De Señor y Maestro, se volvió
esclavo. Se despojó de su túnica, se ciño un paño y les lavó los pies a sus
discípulos. Y de ese modo les reveló que la humildad, el despojo y el servicio
son caminos reales de quien quiera seguirle, recordarle, hacer memoria de él.
El ya había elegido a sus discípulos a la orilla del lago, ya los había llamado
para que lo siguieran; pero es allí, en el Cenáculo, en la Víspera de su pasión
y de su cruz, cuando los constituye como
sucesores suyos, y los envía para que
sean su presencia en medio del mundo.
Te toca ser un recordatorio viviente
de la locura de amor de Jesús, de los extremos de su locura de amor por sus
hermanos humanos, del mayor acto de amor que haya sido jamás vivido por un
corazón humano. El extremo del don de sí, derramando hasta su última gota de
sangre, cuando una sola bastaba. El extremo del amor que llega hasta las
realidades existenciales de mayor marginación, olvido y abandono. El extremo del
amor que busca la oveja perdida hasta encontrarla y traerla lleno de alegría,
sobre sus hombros, hasta el redil (Cf Lc 15, 4-7).
Te tocará llegar, junto con los
amigos de Jesús, hasta la raíz de esa locura que llevó a Jesús a amar de esa
manera. Entrar en el manantial de su amor: en el misterio del amor del Padre por
su Hijo. Misterio que San Juan describe
con estas palabras: “Tanto amó Dios al
mundo que envió a su propio hijo para que todo el que crea en él no perezca”
(Jn 3,16). Sé, tú también, encarnación de ese “tanto amó Dios” al mundo.
Con la entrega amorosa y alegre de tu
vida, en compañía de tus hermanos escolapios, caminando en medio, delante y
atrás del rebaño que se te confíe, en una escuela pía, en una parroquia, o en
cualquier otra realidad humana, harás memoria de hasta donde llegó Dios en su
afán de salvar a la humanidad, hasta dónde llegó su Hijo, en su entrega libre y
total, y hasta donde pueden llegar los seres humanos cuando se dejan habitar
por el amor de Dios y lo introducen en el corazón de los niños, de los jóvenes
y de sus familias.
Para poder vivir esta vocación
extraordinaria, el Señor Jesús, como lo hizo con sus apóstoles, te comunicará
su Espíritu Santo. Esta comunicación será el momento culminante de tu
ordenación. Lo invocaremos con todos los santos, mientras yaces postrado, para te
haga alfombra y puente por donde pasen tus hermanos para llegar a Dios. Lo
invocaremos cuando te imponga las manos, cuando te unja las manos con el santo
crisma y cuando pronunciemos sobre ti la oración consecratoria.
Sin su presencia nada es posible. Sin
él, no podrías ser memoria viva de Jesús. Sin él serían inoperantes las
palabras que pronuncies en la consagración. Sin él, no quedaría perdonado un penitente
que venga a ti en busca del perdón de Dios. Sin él, sin su amor en ti, serías
un farsante, una campana sin badajo. Conéctate siempre con él en la oración.
Invócalo. Llámalo. Es tu aliado incondicional, Tu acompañante esencial. Juntos,
el Espíritu y tú, en la comunión del Cuerpo de Cristo, continuarán haciendo
posible la presencia de la historia de amor que Dios por la humanidad.
¡Cuánto necesita la humanidad de servidores
desinteresados que contribuyan a abrir caminos alternos para superar el
odio, la venganza, la prepotencia del poder! Nuevos caminos de
fraternidad, a través de la misericordia
y del perdón. Muestra con tu vida, personal cuál es el verdadero rostro
misericordioso del Padre. Muestra cómo cambia el ser humano y el mundo si
administra, como dice Francisco, un poco de misericordina. Cuánto se renueva el
corazón humano cuando lo alcanza el amor de Cristo encarnado en otro hermano.
El don del sacerdocio lo recibe en el
Año de la Misericordia, bajo el pastoreo del Papa Francisco. Esta es una marca de fábrica, hablemos así,
que identifica su ministerio para siempre. Todo hombre, toda mujer, que en este tiempo,
se ponga a la disposición de Dios y decida seguir los pasos de Jesucristo, recibe
un llamado y una gracia especial para ser y vivir en medio de sus hermanos y en
su Iglesia, como un servidor compasivo y misericordioso, un sanador de heridas,
un “resolutor” de conflictos, un ministro perdonador y facilitador de procesos
de reconciliación.
Para mejor ofrecer a Jesús a tus
hermanos, hazte, tú mismo, ofrenda con él. El sacramento que recibes te
configura con Cristo y te transforma en el mismo Cristo. No otro Cristo porque
solo hay un Cristo. El mismo Cristo. Que ese amor mayor sea el que se refleje
en tu propia vida y antes de predicarlo lo muestres presente con tu testimonio
de vida personal, de vida comunitaria religiosa, de vida con el pueblo que
toque servir.
Que
María, en cuyo corazón quieres introducirte, escogiendo su nombre, te
acompañe siempre. Que ella te guíe para ser una viva memoria de su hijo Jesús, un
servidor alegre y fiel de los más pequeños y olvidados, signo inequívoco de que
habrá llegado para ellos el Reino de los cielos.
Maracaibo 7 de mayo de 2016
+Ubaldo R Santana Sequera FMI
Arzobispo de Maracaibo
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