CORPUS
CHRISTI 2016
¡Oh sagrado banquete en el que Cristo es recibido!
la memoria de su Pasión es renovada, la mente se llena con la gracia,
y un juramento de gloria futura nos es dado. Aleluya.
la memoria de su Pasión es renovada, la mente se llena con la gracia,
y un juramento de gloria futura nos es dado. Aleluya.
El
evangelio de Lucas nos cuenta que Jesús, cuando sus discípulos regresaron de la
misión, programó con ellos una salida a un lugar tranquilo para descansar. Pero
cuando llegaron al sitio escogido, se encontraron con una multitud que se le
había adelantado y lo estaba esperando. Dice el evangelista que Jesús, a la
vista de toda esa gente, cambia
inmediatamente su programa. Se olvida del descanso. Acoge a la multitud, les
habla del Reino de Dios y sana sus enfermos.
Viendo que se hacía tarde los apóstoles se acercan al Maestro con
actitudes totalmente contrarias. No sienten ningún tipo de conmiseración por la
gente y le dicen al Señor: “Despídelos.
Que busquen su propia comida. Además lo que tenemos son solamente cinco panes y
dos peces para comer nosotros”.
Jesús
les voltea el planteamiento: “Nada de
despedirlos. Les toca a ustedes darles de comer”. Los apóstoles responden
con la lógica mezquina del egoísmo: “Eso
es imposible. Solo llevamos comida para nosotros. Tendríamos que ir a buscar
comida en cantidad para toda esta gente”. La respuesta de Jesús fue entonces
la de pedirle a sus apóstoles que hicieran sentar a la multitud, bendice al
Padre, parte los cinco panes de la provisión comunitaria, y le pide a sus
discípulos que los repartan a la gente.
“Todos quedaron saciados”, dice el
relato. Este es el motivo de fondo por el cual el Hijo de Dios se hizo hombre.
Para que todos los hombres queden saciados con el pan de la salvación y lleguen
al pleno conocimiento de la verdad (Cf 1 Tim 2,4). Solo Jesús puede dar
alimento de tal modo que todos queden saciados y además sobren doce canastos
con comida: uno para cada discípulo. De este modo el Señor les da a entender
que ellos deben continuar repartiendo el pan bendecido por él y cumplir con su
deseo: “denles ustedes de comer y que
todos queden saciados”.
¿Qué
tipo de pan hay en esas doce canastas que Jesús les dejó a sus discípulos para
que los repartieran? En primer lugar el pan de la mesa cotidiana. Ese pan que
Jesús les enseño a los suyos a pedir al Padre: “Danos hoy el pan de cada día”. Un pan que Dios quiere que aparezca
en la mesa de cada hogar humano no porque lo mendiga o se lo regalan sino
porque lo consigue comprándolo donde el panadero con el fruto de su trabajo.
Ese es el verdadero pan que dignifica al ser humano. No el pan que un ser
humano tenga que obtener tendiendo la mano para que otro se lo de. Es verdad,
hay situaciones extremas en que hay que asistir al hermano indigente que no
tiene como saciar su hambre. Pero ese no es el camino normal. Es una situación
que se atiende pero que se busca superar.
El
otro pan a repartir es el de la
enseñanza de Jesús sobre el Reino de Dios. Una de las grandes hambres de
nuestro pueblo cristiano es precisamente el hambre de la Palabra de Dios. No
estamos repartiendo el pan de la Palabra al pueblo. Tenemos un pueblo cristiano
analfabeto en cuestiones de su fe y por eso es pasto fácil de otras ofertas
religiosas que si le ofrecen comida para su vida de fe. Esta grave omisión
tiene también como consecuencia que nuestro pueblo mayoritariamente católico es
una masa fácilmente manipulable por muchos encantadores de serpientes que le
ofrecen villas y castillos para ganarse su adhesión electoral. Esta triste realidad
está reflejada en el problema fundamental de nuestro Plan Global de renovación
pastoral, problema que constituye el
principal obstáculo para transformar la multitud anónima cristiana venezolana
en pueblo de Dios.
El tercer pan que Jesús quiere que se reparta el
pan eucarístico, anunciado ya en este milagro de la multiplicación de los
panes en favor del pueblo pobre que lo seguía. Al dar de comer a la muchedumbre
hambrienta el Señor anticipa la nueva y definitiva multiplicación de su amor
redentor con el que va a saciar toda la humanidad y va a dejar un signo perenne
de su redención.
Con el
pan de la Palabra y de la Eucaristía, Jesús alimenta al nuevo pueblo de Dios,
al que no solo congrega sino que también organiza. Antes de distribuir su pan,
instituye los que van a distribuir ese pan, sus apóstoles y sus sucesores, los
presbíteros y diáconos. Y luego les pide que antes de entregar el pan, sienten
a la multitud por grupos de cincuenta personas, así como lo hizo Moisés en el
desierto luego de la liberación de Egipto. Jesús quiere que sus enviados
organicen al pueblo fiel de tal manera que su relación con cada uno de los que
van a recibirlo sea la más personalizada posible, pero siempre dentro de una
dimensión comunitaria.
Jesús nos
sacia y nos enseña a comer en comunidad, a compartir, a estar pendientes de que
muchos otros puedan acercarse y comer. No podemos saciarnos de Jesús nosotros
solos. El que recibe a Jesús aprende a vivir en comunidad. Aprende a compartir.
San Pablo en su carta a los Corintios, que hemos escuchado en esta eucaristía,
reprocha fuertemente a los cristianos de esta ciudad, el desvirtuar el sentido
de la eucaristía de Jesús, al no compartir con sus hermanos necesitados y
consumir su ágape, cada uno por su lado (1 Co 11,17-22).
Tan grande fue el amor de Dios por
nosotros, criaturas débiles y pecadoras,
que quiso que su Hijo, el Verbo eterno, asumiera nuestra misma condición
humana, en todo menos en el pecado, para devolvernos la semejanza divina
perdida. Tomó nuestro cuerpo, del seno de María Virgen, tomó de ella nuestra
sangre; hizo suyo nuestros sentimientos: rió de alegría y lloró de tristeza
como nosotros. Tuvo sed, tuvo hambre y
tuvo sueño como nosotros. Consumió nuestros alimentos. Bebió nuestras bebidas.
Aprendió en una escuela como las nuestras. Trabajó con las herramientas de su
padre nutricio José, para ganarse la vida y sostener el hogar de Nazaret. Oró
con los suyos. En una palabra, se hizo todo en todo para salvarnos a todos.
Podemos decir que el hijo de Dios, al hacerse Jesús de Nazaret, comió y bebió
de nuestra condición humana. Nuestra humanidad le dio de comer y de beber (Cf
GS 22b).
Todo lo que Jesús tomó de nosotros lo entregó íntegramente
por nuestra salvación: nuestra condición humana, nuestra carne débil y pecadora
y nos lo devolvió de un modo totalmente
sorprendente. Asumió un cuerpo lacerado y deformado por el pecado y nos lo
entregó hermoso y puro, hecho pan de vida. Corrió por sus venas sangre humana,
regada desde Caín por toda la tierra, con crímenes, violencias y guerras, y nos
la devolvió como sangre purificadora derramada por amor en la cruz y transformada
en bebida de la nueva y definitiva alianza. Se hizo pan de vida para que nunca
más tuviéramos hambre, aprendiéramos a unirnos a él y con él a unirnos unos a
otros como hermanos.
Todo eso lo hizo de una sola vez para siempre. Dice Santo
Tomás de Aquino, uno de los grandes teólogos y poetas de la eucaristía: “A fin de que guardásemos por
siempre jamás en nosotros la memoria de tan gran beneficio, dejó a los fieles,
bajo la apariencia de pan y de vino, su cuerpo, para que fuese nuestro
alimento, y su sangre, para que fuese nuestra bebida”. Esta
es la maravillosa historia de amor que celebramos en cada eucaristía y el
motivo por el cual salimos jubilosamente a las calles en procesión para aclamar
públicamente tan gran misterio de amor.
Bendigamos por siempre al Señor, que
en su inmensa misericordia nos hizo tan gran don. Comamos como comunidad
fraterna el pan de vida; bebamos agradecidos y en actitud de servicio solidario
el vino de las bodas del Cordero. Tomemos la canasta de los tres panes que nos
ha dejado y continuemos la misión de repartirlo para que el pueblo tenga vida
plena y la tenga en abundancia (Cf Jn 10.10). Veneremos de tal modo los
sagrados misterios de su cuerpo y de su sangre que experimentemos
constantemente en nosotros el fruto de su redención. Amén.
+Ubaldo R Santana Sequera FMI
Arzobispo de Maracaibo
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