DOMINGO
DE LA DIVINA MISERICORDIA
SEGUNDO
DOMINGO DE PASCUA
HOMILIA
LA
IGLESIA, CASA DE LA MISERICORDIA DIVINA
Muy queridos hermanos y hermanas,
A lo largo de esta octava de Pascua la Iglesia nos ha puesto en contacto
con las experiencias de Cristo Resucitado vividas por los apóstoles y los
discípulos de Jesús. Desde el primer día de su Resurrección, el Señor se hace
presente en medio de los suyos y les muestra sus llagas para convencerlos de que el mismo Jesús que convivió con ellos y
murió en la cruz, es el que ahora se manifiesta en su nueva condición gloriosa,
les ofrece el don de la paz, les comunica su Espíritu y les encarga de
continuar su misión, eliminando el mal, mediante el perdón y la misericordia.
Esta misma tarea de extirpar el miedo, de sembrar la paz, de comunicar
su Espíritu recreador, de sembrar nueva vida,
mediante el perdón y de la reconciliación, de unificar la Iglesia en
torno al misterio pascual y de transformar a los suyos en audaces
evangelizadores, es lo que el Señor quiere seguir realizando hoy en medio de
nosotros y con nosotros.
Por eso, en cada Eucaristía que celebramos, el Señor se hace de nuevo
presente en medio de sus discípulos, otorga el don de la paz, comunica su Espíritu
Santo, abre mentes y corazones a la inteligencia de las Escrituras, muestra sus
llagas gloriosas y su costado abierto e
invita a contagiar el mundo con la alegría del evangelio. Cuenta el
evangelista Juan que, del costado abierto por la lanza del soldado romano, “brotó sangre y agua” (Jn 19,34). Así ha quedado
representado el Señor en el cuadro que le pidió a sor Faustina Kovalska. Los
rayos multicolores que brotan de su costado abierto, no son otra cosa que la
representación de ese manantial inmenso de misericordia, que ha quedado abierto
para siempre, para inundar de amor toda la historia humana. “El que tenga sed, nos grita Jesús, que venga
a mí y beba, el que cree en mí, como dice la Escritura, de su seno brotarán
ríos de agua viva” (Jn 7,37-38)
Se necesitaba un mar inmenso,
inagotable de amor, de perdón y de
gracia para sepultar las montañas de odio, de violencia, de muerte y
aniquilación que los seres humanos hemos venido acumulando sobre este
mundo, esclavizados por el poder del
Maligno. El pecado es un poder real, que nos pone al servicio
del Mal y nos transforma en destructores de todas las relaciones. Corrompe las
relaciones con Dios y nos vuelve idólatras. Altera las relaciones con los demás
y nos vuelve egoístas y asesinos.
Contamina las relaciones con la creación y nos vuelve depredadores de la
Casa común. El pecado es un poder que
esclaviza, perturba nuestra capacidad de discernir cuál es la voluntad de Dios
y debilita nuestra voluntad para llevarla a cabo. Con su muerte en la cruz y
con su resurrección de entre los muertos, el Señor Jesús ha roto
definitivamente este dominio. “El
Príncipe de este mundo será echado fuera“(Jn 12,31). El Señor ya ha vencido
el mundo (Jn 16,33).
Todos los que creemos
que verdaderamente Cristo ha muerto y
resucitado, estamos llamados, por un lado a morir al hombre viejo y a su
mundanidad, a abandonar la vida de vicios y pasiones desordenadas, y por otro
lado a colocarnos bajo del estandarte del Resucitado llagado y, con la fuerza
de la gracia de su Espíritu, asumir con resolución su estilo de vida y
transitar por los caminos de las bienaventuranzas: “Revístanse de entrañas de misericordia, bondad, humildad, mansedumbre y
paciencia, acéptense unos a otros y perdónense cuando alguien tenga una queja
contra otro. ¡Como el Señor los perdonó, así también ustedes! (...) y que la
paz de Cristo, a la cual han sido llamados para formar un solo cuerpo, sea la
que rija sus corazones” (Cf Col 3,1-15).
De su
costado abierto brotó sangre y agua. Allí estamos nosotros delante
de él, como el apóstol Tomás. Nosotros somos también hijos de este tiempo,
inflado de orgullo por sus avances científicos y tecnológicos, que pedimos
pruebas, evidencias para creer. Como Tomás, nosotros también declaramos
con esta civilización: “Si no veo en sus manos la señal de los
clavos, si no meto el dedo en el lugar de los clavos, y la mano en su costado
no creeré”. Los hombres de hoy nos hemos inundado de orgullo, embriagado
por el poderío de nuestra razón y, si
creemos en algo, es precisamente en que ya no necesitamos creer en Dios... Nos
sentimos capaces de echar adelante este mundo sin Él y organizar nuestras vidas
y el mundo según nuestros propios códigos. En estos dos últimos siglos hemos podido
apreciar las funestas consecuencias que
esta falsa postura ha traído para la humanidad: guerras, genocidios,
terrorismo, trata de seres humanos, corrupción a escala planetaria,
narcotráfico, depravación moral, desertificación del planeta.
Hoy estamos aquí, mis hermanos y hermanas, como nuevos Tomases y
Tomasas, ante Jesús Resucitado que nos muestra sus llagas, para aprender como nuestro
tocayo, el camino de la humildad y de la fe; para entender que la razón, sin
duda, es un gran don de Dios, pero que más allá de la razón, existe la fe y que
cuando la razón ya no puede ir más lejos, es la fe la que nos permite llegar
hasta el final de todo y encontrar el sentido definitivo de nuestras vidas. La
fe no disipa todos los interrogantes que los seres humanos nos hacemos, sobre
todo ante el sufrimiento de los inocentes, pero nos ayuda a asumirlos y luchar
para eliminar las causas de muchos males que provienen, en su gran mayoría, de
las erradas actuaciones humanas.
Nosotros los seres humanos ante los maltratos, los abusos, las
violaciones a los derechos humanos, creemos que todo se resuelve o con la
venganza, las represalias, o, en el
mejor de los casos, haciendo justicia y sancionando a los culpables, con el
encarcelamiento, la condena a cadena perpetua o a la muerte. La venganza,
las represalias, el devolver mal por mal son una opción que todo ser humano digno
de ese título ha de reprobar; desde Caín, venimos viendo los inmensos daños que
esta postura ha causado a lo largo de la historia.
La segunda opción, la de la justicia, es sin duda, un paso muy
importante en el progreso de la humanidad. Ojalá llegue ese día soñado por el
profeta Amós: “Que el derecho corra como
el agua y la justicia como un torrente inagotable” (Am 5,24). ¡Que advenga
pronto un mundo conformado por naciones que se rijan por el Estado de Derecho, de Justicia, en el que las
naciones fuertes ayuden a sus hermanas más débiles a desarrollarse y no las
exploten más! Es nuestro deber luchar, con fortaleza y sin descanso, para que
todos los venezolanos podamos vivir así, en el pleno reconocimiento de la dignidad
humana, sin discriminación alguna y cooperemos unos con otros en la consecución
de la paz y del progreso nacional.
Sin embargo huelga añadir que si nuestra
civilización no construye sociedades de solidaridad fraterna, no habrá
alcanzado aún la plenitud de su desarrollo. Hace falta por consiguiente la
tercera opción, la que nos ofrece Jesús: el amor mutuo, la compasión solidaria
y samaritana y la misericordia inagotable. No hay otra forma de vencer el mal
del egoísmo individualista que corroe las entrañas de nuestro mundo. Ese el
plus indispensable que nos aporta el Crucificado Resucitado de las cinco llagas
refulgentes. Para curar definitiva y totalmente esta humanidad del pecado y del
mal, hace falta, además de justicia y derecho, la gracia del amor
misericordioso, que abre puertas a la esperanza allí donde todo parece conducir
a una calle ciega. Este es el mensaje que nos ha querido transmitir el Papa
Francisco con la celebración del Año Jubilar de la Misericordia, mensaje
condensado en su espléndida Bula Convocatoria “El rostro de la Misericordia”.
Para que nuestros hogares sean
verdaderamente humanos, para que las relaciones humanas se sanen en
profundidad, para que haya un real cuidado de la creación, nuestra Casa Común, hace falta ese plus. Ese plus lo aportó Jesús con su vida, su
mensaje, y sobre todo con su Pasión, Muerte y Resurrección: la compasión, la
misericordia y el perdón. Con seres humanos más compasivos, más
misericordiosos, dispuestos a pedir perdón,
a perdonar, a dar gracias, a
respetar la vida humana en todas sus fases, habrá cada vez menos necesidad de
cárceles, de cadenas perpetuas, de
inyecciones letales. El lenguaje y la
praxis de la misericordia es la garantía
de una civilización verdaderamente humana, constructora de paz.
“¡Señor
mío y Dios mío”! Esa fue la confesión de fe que brotó del corazón y de los
labios del atónito Tomás, cuando tuvo delante de si a Jesús Resucitado,
mostrándole sus llagas y su costado abierto. El fue el último que “vio y creyó” como Juan (Jn 20,8). Vio un
cuerpo, vio llagas, vio un costado abierto y creyó que allí estaba su “Señor y su Dios”. Con Tomás se cierra una
etapa de la historia de la salvación. De allí en adelante, Cristo llama nos llama
a descubrir la dicha de creer en él sin
verlo físicamente (Jn 20,29). A descubrirlo en la Eucaristía, “el alimento para los débiles” (EG Ibid),
en la Lectio divina de las Sagradas Escrituras, en los cuerpos llagados de los pobres,
abandonados a un costado del camino (Cf MV 15). Con Cristo resucitado se acaban
los encierros de los cristianos miedosos. “Salgamos,
salgamos o ofrecer a todos la vida de Jesucristo” (EG 49).
La fe en Cristo Resucitado se vuelve
necesariamente misión. No perdamos nunca de vista que a partir de ahora, la
adhesión al Resucitado la suscita el testimonio convencido de los discípulos,
testimonio que ha de brotar de la experiencia personal y comunitaria del
Señor. Nuestra misión es hacer que el
Resucitado sea para cada uno de los hombres y mujeres de nuestra arquidiócesis
“Mi Señor y Mi Dios”.
Por eso, nuestra Arquidiócesis,
deseosa de vivir a fondo la gracia que nos trae
este Año Extraordinario de la Misericordia, y responder a la invitación
del Papa, está organizando una Jornada Misionera para el mes de agosto con el
lema "LA MISERICORDIA TOCA TU CORAZÓN: COMPARTE TUS TALENTOS, TU TIEMPO Y
TU TESORO" . Invitamos a todas
las comunidades parroquiales y rectorales, bajo el amparo de la Madre de la
Misericordia la Virgen María, a activar a las familias anfitrionas del CAM 4, a
los voluntarios de ese mismo Congreso, a los operarios de las Cáritas
parroquiales, a salir, ese día, a llevar, por el territorio parroquial, el
mensaje de la práctica de las Obras de
misericordia.
¡Que siga brotando del costado abierto de Cristo sangre y agua! Agua
para hacer hijos de Dios y hermanos en Cristo en el bautismo; sangre para renovar la Nueva y
definitiva Alianza entre Dios y los hombres. No es solamente nuestros dedos los
que tenemos que introducir en la llagas del Resucitado, ni sólo las manos en su
costado abierto. Es todo nuestro ser que hay que sumergir en la humanidad
gloriosa de Jesús. Con el Papa Francisco proclamamos: “Sentimos el desafío de descubrir y transmitir la mística de vivir
juntos, de mezclarnos, de encontrarnos, de tomarnos de los brazos, de
apoyarnos” (EG 87). Todo el ser de todos nosotros, ha de colocarse bajo el torrente de la
misericordia divina para resurgir como creyentes y ser capaces de asumir el
gran desafío de edificar con particular fuerza a partir de este año, una Iglesia de comunión, viva, samaritana, Cuerpo convivencial del Señor, “casa paterna donde hay lugar para cada uno con su vida a cuestas”
(EG 47)).
¡No nos cansemos jamás de optar
por la fraternidad misericordiosa que nos traído Jesús! Que Sor
Faustina Kowalska, religiosa que tuvo especiales visiones del amor y la
misericordia del Señor, “que fue llamada
a entrar en las profundidades de la Divina Misericordia, interceda por nosotros
y nos obtenga vivir y caminar siempre en el perdón de Dios y en la
inquebrantable confianza en su amor” (MV, 24).
Regresemos a nuestros
hogares revestidos del traje del hombre nuevo, de misericordia, amor,
comprensión, con ganas de construir la comunión, la unidad y la solidaridad
entre hermanos. Le pedimos a aquella que tuvo la misericordia en sus entrañas y
entre sus manos, a María, madre de amor y de ternura, nos ayude a alcanzar la dicha infinita de ser
“misericordiosos como el Padre”.
Amén.
Grano de Oro, Maracaibo, 3 de abril
de 2016, Fiesta de la Divina Misericordia
+Ubaldo R Santana Sequera FRM
Arzobispo de Maracaibo
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