martes, 16 de diciembre de 2014

ORDENACION PRESBITERAL DE LOS DIACONOS SILVERIO OSORIO ALBERTO QUINTERO, Y DAVID URDANETA

ORDENACION PRESBITERAL DE LOS DIACONOS
 SILVERIO OSORIO ALBERTO QUINTERO, Y DAVID URDANETA
13 DE DICIEMBRE DE 2014
Dt 1,9-14; Sal 115; 1Co 12,4-11; Jn 21,15-17

Muy queridos diáconos Alberto, David y Silverio,
Muy queridas familias de los ordenandos
Muy queridos sacerdotes concelebrantes
Muy queridos hermanos y hermanas


Hoy, día de Santa Lucía, santa y joven mártir siracusana, de gran arraigo popular en la devoción de los fieles zulianos, contemplamos, con gran alegría, cómo el Señor Jesús ha puesto nuevamente su mirada sobre este rebaño marabino y ha escogido a estos tres bautizados “para que estén con él y para enviarlos a predicar con poder de expulsar a los demonios” (Mc 3,13). Nosotros también, congregados en este templo de Ntra. Sra. de la Consolación, nos llenamos de admiración por las maravillas de Dios y, como María, cantamos nuestro Magníficat.


Cuando el Padre quiso salvar al mundo, no lo hizo solo de palabra sino mediante el envío de su propio Hijo (Cf Jn 3,16). Jesucristo, a su vez, no quiso llevar solo el cumplimiento de esta misión redentora sino que asoció a sí  doce apóstoles (Cf Mc 3,14), a quienes les comunicó su Espíritu (Cf Jn 20,22) y les confirió autoridad para  predicar el Reino de Dios hasta los confines del mundo (Cf Mt 28,20). Además estableció un vínculo muy estrecho entre sus mensajeros y su persona : “El que los recibe a ustedes me recibe a mí y el que me recibe a mí, recibe al que me envió” (Mt 10,40). Finalmente transformó está unión entre ellos y de todos con él en una condición indispensable para que los destinatarios de su predicación lo aceptaran como Hijo de Dios, Señor y Salvador (Cf Jn 17,21-22).

Hemos oído, en la primera lectura, que así había actuado también Moisés cuando, agobiado por la pesada carga de conducir el pueblo de Israel a través del desierto hasta la tierra prometida, siguiendo el consejo de su suegro, eligió a “setenta varones prudentes con los cuales gobernó fácilmente un pueblo numeroso” (Cf Ex 18,13-27). Los apóstoles a su vez asumieron este mismo modelo de liderazgo. “Eligieron como auxiliares suyos en el servicio cotidiano a siete varones tenidos por fieles testigos del Señor, a quienes, mediante la oración e imposición de manos dedicaron al servicio de los pobres” (Cf Oración consecratoria; Hech 6,1-6).

Es el modelo de pastoreo recomendado por la Iglesia a través de los siglos a los obispos. No nos toca llevar solos la carga. El Señor nos ha adjuntado el Orden de los presbíteros, como próvidos cooperadores nuestros (Cf PO 2). Dentro de unos momentos, en la Oración consecratoria, elevaré al Señor la súplica siguiente: “Concede, Señor, también a mi humilde ministerio esta misma ayuda para mi más necesaria porque mayor es mi fragilidad”. El Señor ha venido en ayuda de mi fragilidad y me ha dado este año cinco nuevos colaboradores. Esta mañana damos alegre bienvenida a tres de ellos: a Silverio, David y Alberto, cristianos comprometidos provenientes de esta buena cantera zuliana que ha dado a la Iglesia tantos abnegados y santos sacerdotes como los padres: Helímenas Áñez, Felipe Santiago Jiménez, Luis de Vicente, Olegario Villalobos, Antonio Ma. Soto, Nolberto López y muchos otros de antaño y de hogaño que honran y embellecen este cuerpo ministerial. Queridos hijos, a ustedes les dirijo las palabras del profeta Isaías: “Miren la roca de la que fueron hechos” (Is 51,1).

Hermanos y hermanas, sabemos que los sacerdotes no salen de la nada. Provienen de ustedes, “descendencia elegida, reino de sacerdotes y nación santa”, pueblo sacerdotal, pueblo de Dios (Cf 1 Pe 2,9). Dios los ha tomado de entre ustedes, familias creyentes, asociaciones apostólicas, parroquias misioneras y los consagra, los unge, los configura con su Hijo Jesús y los vuelve a colocar en medio de ustedes para que sean la presencia misma de su Hijo Jesús y les transmitan su salvación. (Cf Is 61, 1-3; He 5,1). Antes de ser diáconos y presbíteros, obispos todos nosotros somos primero bautizados, cristianos, miembros del pueblo de Dios.

Durante muchos años estos tres hermanos nuestros sirvieron a su Iglesia como laicos comprometidos. Pero un buen día,  descubrieron como los primeros apóstoles que el Señor los llamaba para otra misión. “Vengan conmigo y les haré pescadores de hombres” (Mc 1,17). Cada uno de estos tres elegidos vivió este momento de manera diferente. Alberto escribe que desde su confirmación sintió la necesidad de entregarse al servicio de Dios y de la Iglesia. Silverio sintió, a través de la catequesis y de la liturgia parroquial,  que el Señor lo llamaba a dejarlo todo y a seguirlo. David cuenta que su vocación  al sacerdocio nació de la necesidad de romper la indiferencia ante las injusticias hacia el necesitado.
    
Queridos diáconos, dentro de poco, por la gracia sacramental y el don del Espíritu Santo ingresarán al Orden de los Presbíteros, quedarán incardinados a una Iglesia local, regida por un Obispo, quien será, de ahora en adelante, su padre, amigo, hermano y pastor. Se incorporarán a un presbiterio, para vivir juntos,  sacerdotes diocesanos y religiosos, en fraternidad y comunión  y cooperar en el ministerio episcopal que desempeñamos Mons. Ángel y este servidor. En el presbiterio marabino aprenderán a construir la Iglesia local como casa, escuela y taller de comunión. A vivir en fraternidad, a ser solidarios unos con otros,  a compartir los bienes, a crecer en capacidad de servicio y entrega a la porción del rebaño encomendado.

Su ministerio será tanto más eficaz cuanto más unidos trabajen entre sí  con  su Obispo, al servicio del crecimiento y santificación del conjunto del pueblo de Dios. Si por la ordenación quedan configurados con Cristo Buen Pastor es para trabajar, junto con el Obispo y sus demás hermanos, en la constitución y el cuidado de un solo rebaño. “Entonces se formará un rebaño único, bajo la guía de un solo pastor” (Jn 10,16). No hay que confundir hacer Iglesia con hacer conucos de Iglesia; hay que construir una sola Iglesia. Formar parte de un presbiterio no basta: hay que construir un solo presbiterio y no un archipiélago de curas yuxtapuestos. Déjense moldear por el Espíritu de Cristo, único arquitecto capaz de llevar a cabo, la construcción, a primera vista imposible, de esta unidad a partir de la variedad de los dones, de los ministerios y de las funciones que él mismo ha distribuido entre todos. (Cf Segunda lectura).

Vivimos en un mundo lacerado por las guerras, marcado por escandalosas desigualdades, dominado por la anticultura de la muerte, devastado por los odios, las discriminaciones y lo que el Papa Francisco llama “la cultura del descarte”, es decir una cultura que impide que los niños nazcan, que los jóvenes trabajen, que los mayores sean tomados en cuenta. Nuestro pueblo sufre no solo por el desabastecimiento, la angustia para conseguir las medicinas, el alto precio de los productos de primera necesidad  sino también por la violencia incontrolada, la inseguridad, la corrupción de las autoridades y de los líderes sociales y religiosos; la falta de valores, de principios morales y orientaciones éticas y religiosas. El pueblo que les toca pastorear sufre por la falta de convivencia, de respeto mutuo, de tolerancia.

Por eso es esencial que los pastores de este siglo, de este nuevo milenio, crean en la comunión, la construyan en sus propias vidas y se empeñen en buscar la unidad de su Iglesia en el cumplimiento de su ministerio. Quedó definitivamente atrás el viejo modelo de cura tridentino. No fue malo. En su tiempo dio buenos frutos. No seríamos hoy lo que somos sin ellos pero no seríamos fieles al legado si intentáramos preservarlo. El magisterio de la Iglesia, desde el Concilio Vaticano II, nos dice  que el viejo modelo de Iglesia de cristiandad ya no responde a las necesidades de la evangelización del mundo y de la sociedad postmoderna y que se impone por consiguiente una decidida y valiente conversión personal y pastoral.

No hay nueva evangelización sin nuevos y renovados pastores, sin una Iglesia que sea de los pobres, desde los pobres y con los pobres. La nueva evangelización tiene que dejar de ser retórica y tema de discursos y sermones y ha de empezar a verse. El Hijo de Dios para hacer creíble su amor y su voluntad de salvar al mundo no solo habló en las Escrituras sino que se encarnó, se hizo hombre; trabajó con sus manos, vivió pobremente en medio de su pueblo, recorrió a pie sus caseríos, entró en sus casas, compartió sus penas y sus alegrías, curó sus enfermos, expulsó sus demonios; sufrió persecución, cárcel y martirio; murió en la cruz (Cf GS 22).

La nueva evangelización ha de encarnarse entonces en sus pastores. Tiene que verse y tocarse: en la santidad personal y comunitaria de los obispos y sacerdotes, en sus métodos pastorales, generadores de vida comunitaria, de cristianos adultos, de laicos comprometidos en la gestación de una nueva sociedad, justa y fraterna, impregnada de la cultura de la vida y de la solidaridad. Ha de verse en su estilo de vida sencillo, austero, desprendido de toda clase de ínfulas de poder, de prestigio y de privilegios. Ha de verse en hombres concretos que gastan la vida con humildad y alegría entre la gente de las parroquias, educan a los jóvenes, acompañan a las familias, visitan a los enfermos en casa y en el hospital, se hacen cargo de los pobres, en la certeza que, como dice Tolstoi, “separarse para no ensuciarse con los otros es la suciedad más grande” (Cf Papa Francisco).
 
El sacerdocio que recibimos no es nuestro: es el de Cristo que quiere compartirlo con nosotros para construir su Iglesia, que es su cuerpo, su pueblo, su esposa. Su vocación es ser un hombre de comunión no solo con la jerarquía, el Papa, el Obispo, sus hermanos sacerdotes, diáconos sino con todos los demás miembros del pueblo de Dios. No está sobre nadie. Su puesto no es el primero sino el último (Cf Lc 22,26). Es un simple soldado raso que, por donde pasa, va sembrando la pasión por la unidad,   la comunión y la misión. Nunca deja detrás de sí un cementerio sino una sementera. Un pastor que es consciente de que su propio ministerio proviene únicamente de la misericordia y del corazón de Dios, nunca podrá asumir una actitud autoritaria, como si todos estuvieran a sus pies y la comunidad fuera de su propiedad, su reino personal.” (Papa Francisco). La autoridad que se le confiere, los poderes ministeriales que recibe  no son para pisar ni tiranizar a nadie sino pura y exclusivamente para servir mejor y siempre a sus hermanos (Cf Mc 10,41ss).

Mis hijos, amen profundamente a su Iglesia, no en abstracto, no en general sino en concreto: amen esta Iglesia a la que  pertenecen, en la que viven con sus bellezas y arrugas, sus cualidades y defectos. Siempre estén disponibles para servirla donde sea, cuando sea, como sea sin condiciones y desinteresadamente. Construyan Iglesia, den a luz comunidades cristianas, edifiquen y consoliden su presbiterio, formen creyentes adultos, hagan acontecer el Reino de amor, de justicia y de paz. La Buena noticia del Reino es buena noticia porque acontece no solo porque se predique. Jesús condenó a los fariseos porque decían y no hacían (Cf Mt 23,3).

 El Evangelio que hemos escuchado nos enseña que desde Pedro, el primer Papa, hasta hoy, todos los sacerdotes y obispos, son pecadores perdonados.  Los que figuran en el catálogo de los santos, los que forman parte de la gran muchedumbre anónima que rodea al cordero inmolado (Cf Ap 7,9-10), los centenares de miles que en las cuatro latitudes del mundo, en ciudades, selvas, llanos y campos, se levantan cada día y se entregan incansablemente a su ministerio, todos somos pecadores perdonados. Somos hombres débiles que Cristo hace fuertes (Cf 2 Co 12,9), hombres incrédulos, como Tomás, vueltos creyentes en sus llagas gloriosas (Cf Jn 20,27-29); hombres cuyos abrumadores  pecados han quedado sepultados en la sobreabundancia de su amor (Cf Rm 5,20).  Unos renegados, transformados por el milagro de su perdón, en pastores de su rebaño. “¿Me amas? Pastorea mis ovejas” (Jn 21 15-16). Siempre que predomine el amor de Cristo sobre nuestra miseria humana, podremos hacernos cargo de una parte de su rebaño.

Aquí está la fuente de la caridad pastoral. La caridad pastoral es el modo propiamente cristiano del sacerdote de vivir el mandamiento del amor que el Señor dejó a sus discípulos en el cenáculo (Cf Jn 13,34). Para pastorear como Cristo hay que amar a las ovejas de Cristo como él las amó. El Señor las amó hasta el colmo dando su vida por ellas. “No hay mayor amor que el de dar la vida por sus hermanos” (Jn 13,1; 15,13). La caridad pastoral es el amor del corazón de Jesús, Buen Pastor, presente en nuestras vidas que nos sostiene, nos inspira, nos motiva y nos lleva permanentemente a cuidar con atención y ternura las personas confiadas a nuestro cuidado, a conocerlas por sus nombres, a reunir  a las dispersas, a apacentarlas en buenos pastos, a buscar a las perdidas, a traer al redil a las descarriadas, a vendar a las heridas, a robustecer a las débiles, a mantener a las fuertes (Cf Ez 34,11-16; Lc 15).

La fuente de donde mana la caridad pastoral es la eucaristía. No solo la celebración diaria de la eucaristía sino sobre todo una vida, una espiritualidad eucarística. La Eucaristía ha de impregnar todos los momentos de la vida del sacerdote desde que se levanta hasta que se acuesta, desde el inicio de su ministerio hasta que el Señor lo llame a su casa. Sacerdocio y Eucaristía nacieron juntos en el Cenáculo y juntos los hemos de mantener. “Hagan esto en conmemoración mía” (Lc 22,19) les dijo el Señor a sus apóstoles. Seamos fieles a su mandato. Que la eucaristía nos haga más sacerdotes y que el ejercicio de nuestro sacerdocio nos haga cada vez más eucarísticos.

Alberto, ama y apacienta el rebaño de tu Señor. Silverio, se buen colaborador de la Verdad. David, que siempre estés dispuesto a dar respuesta a todo el que te pida razón de tu esperanza. Que a los tres la Virgen María les muestre todo su amor de madre, les guíe diariamente al Cenáculo para orar con ella y esperar la llegada del Espíritu pentecostal; les consiga la gracia de encontrarse personalmente con Cristo; los haga oyentes obedientes de su Palabra; les enseñe a decir siempre SI a Dios; les dé el gusto espiritual de ser parte del pueblo pobre y sencillo y a llevar el evangelio de la vida por los nuevos caminos de la misión.

Maracaibo 13 de diciembre de 2014

+Ubaldo R Santana Sequera FMI

Arzobispo de Maracaibo

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