ORDENACION
PRESBITERAL DE LOS DIACONOS
SILVERIO OSORIO ALBERTO QUINTERO, Y DAVID
URDANETA
13
DE DICIEMBRE DE 2014
Dt
1,9-14; Sal 115; 1Co 12,4-11; Jn 21,15-17
Muy queridos diáconos Alberto, David
y Silverio,
Muy queridas familias de los
ordenandos
Muy queridos sacerdotes
concelebrantes
Muy queridos hermanos y hermanas
Hoy, día de Santa Lucía, santa y joven mártir siracusana, de gran arraigo popular en la devoción de los fieles zulianos, contemplamos, con gran alegría, cómo el Señor Jesús ha puesto nuevamente su mirada sobre este rebaño marabino y ha escogido a estos tres bautizados “para que estén con él y para enviarlos a predicar con poder de expulsar a los demonios” (Mc 3,13). Nosotros también, congregados en este templo de Ntra. Sra. de la Consolación, nos llenamos de admiración por las maravillas de Dios y, como María, cantamos nuestro Magníficat.
Cuando el Padre quiso salvar al mundo,
no lo hizo solo de palabra sino mediante el envío de su propio Hijo (Cf Jn
3,16). Jesucristo, a su vez, no quiso llevar solo el cumplimiento de esta
misión redentora sino que asoció a sí doce
apóstoles (Cf Mc 3,14), a quienes les comunicó su Espíritu (Cf Jn 20,22) y les confirió
autoridad para predicar el Reino de Dios
hasta los confines del mundo (Cf Mt 28,20). Además estableció un vínculo muy
estrecho entre sus mensajeros y su persona : “El que los recibe a ustedes me recibe a mí y el que me recibe a mí,
recibe al que me envió” (Mt 10,40). Finalmente transformó está unión entre
ellos y de todos con él en una condición indispensable para que los
destinatarios de su predicación lo aceptaran como Hijo de Dios, Señor y
Salvador (Cf Jn 17,21-22).
Hemos oído, en la primera lectura,
que así había actuado también Moisés cuando, agobiado por la pesada carga de
conducir el pueblo de Israel a través del desierto hasta la tierra prometida,
siguiendo el consejo de su suegro, eligió a “setenta
varones prudentes con los cuales gobernó fácilmente un pueblo numeroso” (Cf
Ex 18,13-27). Los apóstoles a su vez asumieron este mismo modelo de liderazgo.
“Eligieron como auxiliares suyos en el
servicio cotidiano a siete varones tenidos por fieles testigos del Señor, a
quienes, mediante la oración e imposición de manos dedicaron al servicio de los
pobres” (Cf Oración consecratoria; Hech 6,1-6).
Es el modelo de pastoreo recomendado
por la Iglesia a través de los siglos a los obispos. No nos toca llevar solos
la carga. El Señor nos ha adjuntado el Orden de los presbíteros, como próvidos cooperadores
nuestros (Cf PO 2). Dentro de unos momentos, en la Oración consecratoria, elevaré
al Señor la súplica siguiente: “Concede, Señor,
también a mi humilde ministerio esta misma ayuda para mi más necesaria porque
mayor es mi fragilidad”. El Señor ha venido en ayuda de mi fragilidad y me
ha dado este año cinco nuevos colaboradores. Esta mañana damos alegre
bienvenida a tres de ellos: a Silverio, David y Alberto, cristianos
comprometidos provenientes de esta buena cantera zuliana que ha dado a la
Iglesia tantos abnegados y santos sacerdotes como los padres: Helímenas Áñez,
Felipe Santiago Jiménez, Luis de Vicente, Olegario Villalobos, Antonio Ma. Soto,
Nolberto López y muchos otros de antaño y de hogaño que honran y embellecen
este cuerpo ministerial. Queridos hijos, a ustedes les dirijo las palabras del
profeta Isaías: “Miren la roca de la que
fueron hechos” (Is 51,1).
Hermanos y hermanas, sabemos que los
sacerdotes no salen de la nada. Provienen de ustedes, “descendencia elegida, reino de sacerdotes y nación santa”, pueblo
sacerdotal, pueblo de Dios (Cf 1 Pe 2,9). Dios los ha tomado de entre ustedes,
familias creyentes, asociaciones apostólicas, parroquias misioneras y los
consagra, los unge, los configura con su Hijo Jesús y los vuelve a colocar en
medio de ustedes para que sean la presencia misma de su Hijo Jesús y les
transmitan su salvación. (Cf Is 61, 1-3; He 5,1). Antes de ser diáconos y
presbíteros, obispos todos nosotros somos primero bautizados, cristianos,
miembros del pueblo de Dios.
Durante muchos años estos tres
hermanos nuestros sirvieron a su Iglesia como laicos comprometidos. Pero un
buen día, descubrieron como los primeros
apóstoles que el Señor los llamaba para otra misión. “Vengan conmigo y les haré pescadores de hombres” (Mc 1,17). Cada
uno de estos tres elegidos vivió este momento de manera diferente. Alberto
escribe que desde su confirmación sintió la necesidad de entregarse al servicio
de Dios y de la Iglesia. Silverio sintió, a través de la catequesis y de la liturgia
parroquial, que el Señor lo llamaba a
dejarlo todo y a seguirlo. David cuenta que su vocación al sacerdocio nació de la necesidad de romper
la indiferencia ante las injusticias hacia el necesitado.
Queridos diáconos, dentro de poco,
por la gracia sacramental y el don del Espíritu Santo ingresarán al Orden de
los Presbíteros, quedarán incardinados a una Iglesia local, regida por un
Obispo, quien será, de ahora en adelante, su padre, amigo, hermano y pastor. Se
incorporarán a un presbiterio, para vivir juntos, sacerdotes diocesanos y religiosos, en
fraternidad y comunión y cooperar en el
ministerio episcopal que desempeñamos Mons. Ángel y este servidor. En el
presbiterio marabino aprenderán a construir la Iglesia local como casa, escuela
y taller de comunión. A vivir en fraternidad, a ser solidarios unos con otros, a compartir los bienes, a crecer en capacidad
de servicio y entrega a la porción del rebaño encomendado.
Vivimos en un mundo lacerado por las
guerras, marcado por escandalosas desigualdades, dominado por la anticultura de
la muerte, devastado por los odios, las discriminaciones y lo que el Papa
Francisco llama “la cultura del descarte”,
es decir una cultura que impide que los niños nazcan, que los jóvenes trabajen,
que los mayores sean tomados en cuenta. Nuestro pueblo sufre no solo por el
desabastecimiento, la angustia para conseguir las medicinas, el alto precio de
los productos de primera necesidad sino
también por la violencia incontrolada, la inseguridad, la corrupción de las
autoridades y de los líderes sociales y religiosos; la falta de valores, de
principios morales y orientaciones éticas y religiosas. El pueblo que les toca
pastorear sufre por la falta de convivencia, de respeto mutuo, de tolerancia.
Por eso es esencial que los pastores
de este siglo, de este nuevo milenio, crean en la comunión, la construyan en
sus propias vidas y se empeñen en buscar la unidad de su Iglesia en el cumplimiento
de su ministerio. Quedó definitivamente atrás el viejo modelo de cura
tridentino. No fue malo. En su tiempo dio buenos frutos. No seríamos hoy lo que
somos sin ellos pero no seríamos fieles al legado si intentáramos preservarlo. El
magisterio de la Iglesia, desde el Concilio Vaticano II, nos dice que el viejo modelo de Iglesia de cristiandad
ya no responde a las necesidades de la evangelización del mundo y de la
sociedad postmoderna y que se impone por consiguiente una decidida y valiente
conversión personal y pastoral.
No hay nueva evangelización sin
nuevos y renovados pastores, sin una Iglesia que sea de los pobres, desde los
pobres y con los pobres. La nueva evangelización tiene que dejar de ser
retórica y tema de discursos y sermones y ha de empezar a verse. El Hijo de
Dios para hacer creíble su amor y su voluntad de salvar al mundo no solo habló
en las Escrituras sino que se encarnó, se hizo hombre; trabajó con sus manos,
vivió pobremente en medio de su pueblo, recorrió a pie sus caseríos, entró en
sus casas, compartió sus penas y sus alegrías, curó sus enfermos, expulsó sus
demonios; sufrió persecución, cárcel y martirio; murió en la cruz (Cf GS 22).
La nueva evangelización ha de
encarnarse entonces en sus pastores. Tiene que verse y tocarse: en la santidad
personal y comunitaria de los obispos y sacerdotes, en sus métodos pastorales, generadores
de vida comunitaria, de cristianos adultos, de laicos comprometidos en la
gestación de una nueva sociedad, justa y fraterna, impregnada de la cultura de
la vida y de la solidaridad. Ha de verse en su estilo de vida sencillo,
austero, desprendido de toda clase de ínfulas de poder, de prestigio y de
privilegios. Ha de verse en hombres
concretos que gastan la vida con humildad y alegría entre la gente de las
parroquias, educan a los jóvenes, acompañan a las familias, visitan a los
enfermos en casa y en el hospital, se hacen cargo de los pobres, en la certeza
que, como dice Tolstoi, “separarse para
no ensuciarse con los otros es la suciedad más grande” (Cf Papa Francisco).
El sacerdocio que recibimos no es
nuestro: es el de Cristo que quiere compartirlo con nosotros para construir su
Iglesia, que es su cuerpo, su pueblo, su esposa. Su vocación es ser un hombre
de comunión no solo con la jerarquía, el Papa, el Obispo, sus hermanos
sacerdotes, diáconos sino con todos los demás miembros del pueblo de Dios. No
está sobre nadie. Su puesto no es el primero sino el último (Cf Lc 22,26). Es
un simple soldado raso que, por donde pasa, va sembrando la pasión por la unidad, la comunión y la misión. Nunca deja detrás
de sí un cementerio sino una sementera. “Un pastor que es consciente
de que su propio ministerio proviene únicamente de la misericordia y del
corazón de Dios, nunca podrá asumir una actitud autoritaria, como si todos
estuvieran a sus pies y la comunidad fuera de su propiedad, su reino personal.”
(Papa Francisco). La autoridad que se le confiere, los
poderes ministeriales que recibe no son
para pisar ni tiranizar a nadie sino pura y exclusivamente para servir mejor y
siempre a sus hermanos (Cf Mc 10,41ss).
Mis hijos, amen profundamente a su
Iglesia, no en abstracto, no en general sino en concreto: amen esta Iglesia a
la que pertenecen, en la que viven con
sus bellezas y arrugas, sus cualidades y defectos. Siempre estén disponibles
para servirla donde sea, cuando sea, como sea sin condiciones y
desinteresadamente. Construyan Iglesia, den a luz comunidades cristianas,
edifiquen y consoliden su presbiterio, formen creyentes adultos, hagan
acontecer el Reino de amor, de justicia y de paz. La Buena noticia del Reino es
buena noticia porque acontece no solo porque se predique. Jesús condenó a los
fariseos porque decían y no hacían (Cf Mt 23,3).
El Evangelio que hemos
escuchado nos enseña que desde Pedro, el primer Papa, hasta hoy, todos los
sacerdotes y obispos, son pecadores perdonados. Los que figuran en el catálogo de los santos, los
que forman parte de la gran muchedumbre anónima que rodea al cordero inmolado
(Cf Ap 7,9-10), los centenares de miles que en las cuatro latitudes del mundo,
en ciudades, selvas, llanos y campos, se levantan cada día y se entregan
incansablemente a su ministerio, todos somos pecadores perdonados. Somos hombres
débiles que Cristo hace fuertes (Cf 2 Co 12,9), hombres incrédulos, como Tomás,
vueltos creyentes en sus llagas gloriosas (Cf Jn 20,27-29); hombres cuyos abrumadores
pecados han quedado sepultados en la
sobreabundancia de su amor (Cf Rm 5,20). Unos renegados, transformados por el milagro
de su perdón, en pastores de su rebaño. “¿Me
amas? Pastorea mis ovejas” (Jn 21 15-16). Siempre que predomine el amor de
Cristo sobre nuestra miseria humana, podremos hacernos cargo de una parte de su
rebaño.
Aquí está la fuente de la
caridad pastoral. La caridad pastoral es el modo propiamente cristiano del
sacerdote de vivir el mandamiento del amor que el Señor dejó a sus discípulos
en el cenáculo (Cf Jn 13,34). Para pastorear como Cristo hay que amar a las
ovejas de Cristo como él las amó. El Señor las amó hasta el colmo dando su vida
por ellas. “No hay mayor amor que el de
dar la vida por sus hermanos” (Jn 13,1; 15,13). La caridad pastoral es el
amor del corazón de Jesús, Buen Pastor, presente en nuestras vidas que nos
sostiene, nos inspira, nos motiva y nos lleva permanentemente a cuidar con
atención y ternura las personas confiadas a nuestro cuidado, a conocerlas por
sus nombres, a reunir a las dispersas, a
apacentarlas en buenos pastos, a buscar a las perdidas, a traer al redil a las
descarriadas, a vendar a las heridas, a robustecer a las débiles, a mantener a
las fuertes (Cf Ez 34,11-16; Lc 15).
La fuente de donde mana la caridad
pastoral es la eucaristía. No solo la celebración diaria de la eucaristía sino
sobre todo una vida, una espiritualidad eucarística. La Eucaristía ha de impregnar
todos los momentos de la vida del sacerdote desde que se levanta hasta que se
acuesta, desde el inicio de su ministerio hasta que el Señor lo llame a su casa.
Sacerdocio y Eucaristía nacieron juntos en el Cenáculo y juntos los hemos de
mantener. “Hagan esto en conmemoración
mía” (Lc 22,19) les dijo el Señor a sus apóstoles. Seamos fieles a su
mandato. Que la eucaristía nos haga más sacerdotes y que el ejercicio de
nuestro sacerdocio nos haga cada vez más eucarísticos.
Alberto, ama y apacienta
el rebaño de tu Señor. Silverio, se buen colaborador de la Verdad. David, que
siempre estés dispuesto a dar respuesta a todo el que te pida razón de tu
esperanza. Que a los tres la Virgen María les muestre todo su amor de madre,
les guíe diariamente al Cenáculo para orar con ella y esperar la llegada del
Espíritu pentecostal; les consiga la gracia de encontrarse personalmente con
Cristo; los haga oyentes obedientes de su Palabra; les enseñe a decir siempre
SI a Dios; les dé el gusto espiritual de ser parte del pueblo pobre y sencillo
y a llevar el evangelio de la vida por los nuevos caminos de la misión.
Maracaibo 13 de diciembre
de 2014
+Ubaldo R Santana Sequera FMI
Arzobispo de Maracaibo
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