ADMINISTRADOR
APOSTÓLICO SEDE VACANTE
DOMINGO
XXIV DEL TIEMPO ORDINARIO A/2020
HOMILIA
Lecturas: Si 27,33-28,9; Sal
102; Rm 14,7-9; Mt 18,21-35
Muy amados hermanos y hermanas en Cristo Jesús,
El evangelio de este domingo está centrado en el tema de
la práctica del perdón por parte de los discípulos de Jesús. El Señor quiere
seguir conformando su comunidad, su Iglesia, con seguidores que reproduzcan,
del modo más concreto posible, la imagen de su Padre Dios (Mt 5,48). ¿Y cómo es
ese Padre Dios? En el Discurso de la Montaña, Jesús ya nos lo ha presentado.
Es un Padre que “hace
salir su sol sobre malos y buenos y hace llover sobre justos e injustos”
(5,45). Un Padre a quien hemos de pedirle nos enseñe a perdonar las ofensas
como él perdona las nuestras. Aprender a perdonar e introducir esta
espiritualidad en nuestra vida es condición “sine qua non” para beneficiarnos
del perdón de Dios (6,12-15). Esto es posible porque Jesús les ha revelado a
los suyos que él ha recibido de su Padre el poder de perdonar los pecados (9,6)
y de transmitir ese poder a los suyos (Cfr. Jn 20,23; Col 3,12-14). Tanto a
Pedro como a los demás apóstoles los envía a evangelizar y les dice: “Lo que aten en la tierra quedará atado en el
cielo, lo que desaten en la tierra quedará desatado en el cielo”
(16,19;18,18).
En el evangelio de hoy descubrimos que esa gracia, junto
con el amor y la misericordia, constituyen una de las notas identitarias de las
comunidades que se reúnan en su nombre y se reclamen de él. Sí, en la vida y en
la muerte queremos ser del Señor, esta es una actitud distintiva de la que nos
tenemos que apropiar (Cfr. Segunda lectura). Acerquémonos pues a este texto con
el intenso deseo de ser receptores y practicantes de este supremo don de Jesús:
el per-don.
Todo arranca con una pregunta de Pedro que desea
demostrarle al Señor que ha comprendido la enseñanza que acaba de darles sobre
la necesidad de conformar comunidades reconciliadas y reconciliadoras, y de
orar juntos por esta expresa intención. “Señor,
si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarle? ¿Hasta siete
veces?” Una pregunta numérica que lleva también una respuesta aritmética.
Siete es un número bíblico que indica perfección, plenitud. Perdonar siete
veces significa entonces empeñarse en perdonar siempre. La respuesta de Jesús
se mantiene en su misma tónica, pero va mucho más allá: “No te digo hasta siete veces sino hasta setenta veces siete”. Es
decir, setenta veces siempre, sin límite alguno”. Con Jesús siempre es posible
ir más allá; lo que es imposible solos, es posible con él.
La respuesta de Jesús alude al anti-evangelio de la
venganza proclamado por Lamec, descendiente de Caín: “Escúchenme, mujeres de Lamec, pongan atención a mis palabras: mataré a
un hombre por herirme, a un joven por golpearme. Si la venganza de Caín valía
por siete, la de Lamec valdrá por setenta y siete” (Gen 4,23-24). La
contrapartida de este principio pagano de la venganza sin límite, es el perdón
ilimitado de Dios que se hizo presente en la vida y en la muerte de Jesús (Cfr.
Rm 5,12-21). Es el antídoto para romper
la espiral de violencia, odio y resentimiento introducida en el mundo por el
pecado de desobediencia y orgullo de Adán y Eva y reproducido por el fratricida
Caín.
La parábola de los dos deudores narrada en el evangelio de
hoy quiere romper con la idea de que lo normal es vengarse y perdonar es
humillante e indigno de un ser humano que se respeta. La parábola se presenta
en dos actos. Un hombre debía a su rey 10.000 talentos, una deuda astronómica,
algo así como 164 toneladas de oro. El deudor suplica condonación y paciencia,
que la pagará toda. La respuesta del rey ante su súplica es sorprendente. Le
condona de una vez toda la deuda. El rey es Dios. Nunca seremos capaces de
pagar la deuda que tenemos con él. Pero él nos perdona todo (Cfr. Rm 5,20).
Al retirarse de la presencia del rey, el deudor condonado
se convierte en prestamista despiadado con un compañero suyo, que le debe la
mísera suma de cien denarios, algo así como 30 gramos de oro. El siervo
perdonado, olvidándose totalmente del comportamiento del rey para con él y su
familia, se niega en redondo a perdonarlo y toma inmediata venganza en contra
de su compañero y de su familia. Dios nos perdona por pura gracia la cantidad
exorbitante de ofensas e infidelidades que hemos cometido, cometemos y
seguiremos cometiendo en el decurso de nuestra vida. Al lado de tan inmensa
misericordia, lo que nos tenemos que perdonarnos unos a otros, los seres
humanos, es poco menos que nada. Es como querer comparar una montaña con un
grano de arena.
Aprendamos lo más pronto que podamos a perdonar las
ofensas que recibamos de nuestros prójimos. No dejemos para mañana lo que
podemos hacer hoy. No abusemos de la paciencia de Dios porque, si no lo
hacemos, esos minúsculos granos de arena, que nuestro orgullo mira por una lupa
telescópica como si fueran montañas venusianas para no dispensar el perdón,
terminarán pesando en desfavor nuestro en la balanza final cuando comparezcamos
en la presencia del Señor. El único límite a la gratuidad de la misericordia de
Dios, que nos perdona siempre, es nuestro rechazo a perdonar al hermano (Mt
18,34; 6,12.15; Lc 23,34). ¿Cómo se puede llenar de agua limpia una botella de
agua contaminada? Hay que vaciarla primero para que Dios la pueda re-llenar.
Todos los que hayamos experimentado en algún momento el
perdón de Dios, entendemos rápidamente que no podemos andar haciendo cálculos
humanos a la hora de ejercer ese hermoso y espléndido ministerio que nos
asemeja a Dios. Pero ¿Qué es entonces
perdonar? Es un don gratuito de Dios por el cual el hombre participa de un
poder divino. Es participar con Dios Padre en la disolución de las espirales de
odio y venganza que envenenan la mayor parte de las relaciones humanas en todos
los niveles.
No se trata de un acto meramente puntual. Se trata ante
todo de una postura en la vida, un talante cristiano: es vernos asociados a
Jesús en el modo perdonante y militante de vivir inaugurado por él. Vivir según
Lamec es asociarnos a los productores de guerras, genocidios, destrucciones,
acciones terroristas incendiarias. Vivir según Jesús es ir pasando por la vida
abriendo surcos de comprensión, tolerancia, paciencia, comprensión y
fraternidad.
Perdonar no es “by-passear” la verdad y la justicia, no es
justificar los errores. Hace pocos días se hizo justicia y se condenó a 133
años de cárcel al autor intelectual de la masacre de los padres jesuitas en el
Salvador. Sus hermanos jesuitas y los familiares de los laicos que murieron con
ellos están ahora en mejores condiciones para perdonar al asesino de sus
hermanos. El perdón no está reñido con
la verdad. Al contrario, la supone, la busca, la asume, pero por más cruel y
dolorosa que sea, no permite que sea la última palabra. Jesús nos enseñó que
ningún mal, por más horrible que sea, tiene la última palabra.
Los seres humanos tenemos la capacidad de transformar el
mundo, porque precisamente, no somos prisioneros del mal y del odio, sino que,
con la sabiduría, la sensatez, la visión del final de las cosas y sobre todo el
ejemplo y la gracia de Jesús, siempre podemos ir más allá. Donde esté un
cristiano, siempre el mal, el odio, la guerra y la venganza solo tendrán la
penúltima palabra. La última será el perdón.
Perdonar, compadecerse, misericordiar: son los gestos más hermosos y
nobles que puedan brotan del corazón humano y ennoblecer la estirpe de Abel, de
Jesús que no vaciló en derramar su sangre para liquidar para siempre el imperio
del odio y del mal. Desde lo alto de la cruz lo gritó: “No siete veces, Sino setenta veces siempre”.
Carora, 13 de septiembre de 2020
+Ubaldo R Santana Sequera FMI
Administrador apostólico sede vacante de Carora
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