DIÓCESIS DE CARORA
ADMINISTRADOR
APOSTÓLICO SEDE VACANTE
DOMINGO
XXIII T.O. A/2020
HOMILIA
Lecturas: Ez 33,7-9; Salmo
94; Rom 13,8-10; Mt 18,15-20
SALVAR
A TU HERMANO
Muy amados hermanas y hermanos en Cristo
Jesús,
La clave de lectura del evangelio de hoy lo
encontramos en la conclusión de la perícopa anterior. En ella Jesús narra la
parábola del pastor que cuida 100 ovejas y al perdérsele una, deja las 99 en el
monte, para salir en busca de la extraviada y, al encontrarla, se llena de gran
alegría, la carga sobre sus hombros y la regresa al redil. Y saca la siguiente
conclusión: “Del mismo modo, el Padre de
cielo no quiere que se pierda ni uno de estos pequeños”.
Para el Padre todas las ovejas de su redil
cuentan, particularmente las más débiles y vulnerables, y está dispuesto a
dejar el rebaño entero para salir a buscar la extraviada, hasta encontrarla e
integrarla al rebaño. ¿Quiénes son estos pequeños que Dios Padre no quiere que
se pierdan y hay que buscar, a como dé lugar, para ofrecerles de nuevo el
regreso a casa? Somos nosotros todos, los que con nuestros pecados nos
ofendemos unos a otros, rompemos los vínculos de la vida comunitaria y nos
alejamos de Dios.
Esta actitud apasionada del Padre-Pastor de
salir a buscar hasta encontrar al extraviado, de salvar al que está perdido, es
la que Jesús asume para sí (18,11), es el motivo fundamental de su encarnación
en la condición humana. Así lo experimentó el apóstol Pablo y se lo transmite a
su discípulo Timoteo: “Cristo vino al
mundo para salvar a los pecadores de los cuales yo soy el primero” (1 Tim
1,15). Ya conocemos la contundente declaración del Señor ante las críticas de
los escribas y fariseos: “No tienen
necesidad de médico los sanos sino los enfermos. No vine a llamar a justos sino
a pecadores” (Mc 2,17).
La historia de la salvación es la apasionada
búsqueda que emprende Dios en la persona de Jesús para traer de nuevo al redil
a Adán y a Eva, al fratricida Caín, al violento Lamec, y a todos sus
descendientes. Se hará uno de nosotros y quitará de en medio todos los
obstáculos que Satanás y nuestro egoísmo interponen hasta alcanzarnos en el
monte Calvario. Morirá para reunir en la unidad a los hijos de Dios que están
dispersos, y formar con ellos un solo rebaño con un solo pastor (Jn 11,52;
10,16). Allí, crucificado entre dos ladrones, elevado en alto sobre el patíbulo
de la cruz, encontrará “la oveja humanidad” extraviada, la cargará toda sobre
sus hombros doloridos y llagados y se las llevará lleno de gozo a su Padre (Col
1,19-22), sana y salva. “No se perdió
ninguno de ellos” (Jn 17,12).
Cristo Jesús le pide a su Iglesia que continúe
con esta actitud en el decurso de la historia. La Iglesia está compuesta de
ovejas extraviadas rescatadas por el Hijo de Dios hecho hombre. Está condición
crea entre nosotros una red de solidaridad. Formamos un solo cuerpo en Cristo.
Si un miembro enferma, todo el cuerpo se debilita (Cfr. 1Co 12,26). Todos somos
responsables los unos de los otros.
Ante la caída de un hermano, no vale la excusa
de Caín cuando Dios le preguntó por su hermano Abel: “¿Soy yo acaso guardián de mi hermano?” (Gen 4,9). Hay que vencer
la indiferencia. Dice Santa Teresa de Calcuta que la enfermedad más grave de
nuestro tiempo es la indiferencia ante el dolor ajeno. La injusticia y la
corrupción campean a sus anchas en todos nuestros sistemas sociales, no tanto
por los actos de la gente mala sino sobre todo por la indiferencia de los
buenos.
Cada uno de nosotros debe tomar conciencia de
sus compromisos y deberes respecto a la suerte de los demás miembros de la
comunidad eclesial. No nos podemos quedar en la mera comprobación, o en la
murmuración, o en la crítica. O peor aún, en la condenación. Debemos actuar.
Tomar la iniciativa. Hay que prevenir. Ayudar. Se sabe que está cayendo en el
alcoholismo, que se junta con consumidores de droga, que anda con una mujer o
un hombre que no es su esposo o esposa, pero nadie interviene. Nos ha pervertido el individualismo de la
civilización que dicta su regla: cada uno haga lo que le dé la gana.
La Iglesia, para ser fiel a sí misma, ha de
ser ante todo un cuerpo formado por personas dotadas de gran sensibilidad ante
el dolor y el sufrimiento de sus hermanos y de fuerza espiritual para tomar la
iniciativa y salir en su auxilio y ayuda. La unidad se mantiene en la medida en
que los bautizados que la conformamos somos solidarios en la fe y en la
responsabilidad con relación a nuestros hermanos.
El evangelio de hoy nos indica la conducta a
seguir frente a las faltas de nuestro hermano que pone en peligro esa unidad.
Primero la conversación personal, a solas, con el infractor. Si no resulta se
busca la ayuda de otro amigo, de un asesor de confianza. Solo en última
instancia, cuando se ha hecho todo lo posible para sacar al hermano del hoyo y
se ha negado rotundamente a volver, se acude a los dirigentes de la comunidad.
Son pasos progresivos que se han de dar con
gran paciencia, amor y comprensión para traerlo de nuevo a casa. El respeto
mutuo, la valoración de sus fortalezas, la confianza en su capacidad de
recuperación, la comprensión y la paciencia son valores y virtudes
fundamentales para avanzar en la ruta de la reconstrucción de los tejidos
rotos, de las comunidades fracturadas, de las sociedades desgarradas.
Estamos llamados a desarrollar las capacidades
reconciliatorias de las personas, de los niveles intermedios antes de acudir a
la institución. El Señor nos advierte que no acudamos precipitadamente a la
expulsión o al extrañamiento del que ha cometido una ofensa. Expulsar,
desterrar, es matar. “Yo no quiero la
muerte de nadie dice el Señor, sino que se conviertan y se salven” (Ez
18,32). Ciudadanos indiferentes, insensibles, no hacen sino conformar
parlamentos, ministerios, tribunales corruptos, insensibles y crueles.
Quizá por ser tan poco practicantes de estos
ejercicios virtuosos de convivencia dentro de nuestros propios hogares y dentro
de nuestras propias comunidades cristianas, brillamos por nuestra ausencia
cuando circunstancias como las actuales reclaman nuestra presencia para
construir convivencia ciudadana y política. En vez de la pasión por la
salvación de todos juntos, con nuestros hechos y acciones, profesamos más bien
el “sálvese quien pueda”. La famosa
viveza criolla de la cual muchas veces nos ufanamos, no suele ser más que un
recurso camuflado de individualismo servil e improductivo, donde solo cuento yo
y mis compinches.
No podemos ser cristianos si no nos volvemos
hombres y mujeres apasionados por buscar a los que se han ido, salvar a los
perdidos, re-integrar a los alejados, abrir puertas, sentar a la misma mesa.
Los entendimientos, las reconciliaciones, los re-encuentros no son frutos de
fácil cosecha. Pero son los que nos consolidan como una sola familia, una sola
Iglesia y nos permiten ser actores válidos en la reconstrucción de la gran
comunidad humana.
El Señor Jesús además del poder para
reconciliar, para perdonar, para buscar, para salvar al hermano perdido, para
atar y desatar nos ha dado también el poder de unirnos para orar por una misma
causa, un mismo bien. Si logramos ponernos de acuerdo para orar juntos para
sacar a un hermano, a una comunidad o a un país del abismo donde ha caído, él
se hará presente en medio de nosotros.
Esta semana vamos a celebrar en Venezuela dos
grandes fiestas marianas: una regional, la de la Virgen del Valle, y la otra
nacional: la de nuestra patrona, la Virgen de Coromoto. El mensaje de María a
los Cospes fue precisamente ese: únanse a los blancos. Formen un solo pueblo
mestizo. Únanse, fraternícense. Fue también el sueño de Bolívar. Los cristianos
venezolanos, que somos la gran mayoría de la nación, estamos en deuda con el
mensaje de la Coromoto. ¿Cuándo pondremos nuestra parte para que se haga
realidad el himno que le cantamos?: ¡Salve
Aurora Luminosa, de una patria soberana que te bendice y te aclama con sus
historias gloriosas! Madre de Coromoto, Madre de la reconciliación, ten
paciencia, enséñanos una vez más el camino de la fraternidad y de la
convivencia.
Carora 6 de septiembre de 2020
+Ubaldo R Santana Sequera FMI
Administrador apostólico sede vacante de
Carora
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