Misa Crismal 2017
Homilía
“El Espíritu del Señor está sobre mí. Me ha ungido y
me ha enviado para dar la Buena Noticia a los pobres…” (Is. 61, 1)
Muy querido Mons. Ángel Caraballo,
Muy queridos hermanos sacerdotes y diáconos permanentes;
Muy queridos consagrados y consagradas;
Muy queridos seminaristas, formandos y formandas.
Muy queridos hermanos y hermanas unidos a nosotros a
través de los Medios de Comunicación y Redes Sociales,
Amados hermanas y hermanos todos en Cristo Jesús,

Permítanme
hacer mención especial de tres sacerdotes, que trabajaron tenazmente por
sembrar los valores del Reino en los habitantes de nuestra iglesia, y han sido
llamado este año a la casa paterna: el presbítero José Isauro Molero y los
Reverendos Padres Carlos Alfonso Magasaga, agustino recoleto, y Williams
González, sacerdote jesuita así como al número significativo de hermanos
sacerdotes de las diócesis venezolanas que han migrado a la casa del Padre. Además
quiero traer aquí el nombre del padre Arnaldo Sarabia, el más joven sacerdote
del clero de Guarenas, con poco tiempo de ordenado, que viajaba en un
transporte público que perdió los frenos. Allí perdió la vida. Agradecemos el buen Pastor por el gran ejemplo
que todos ellos nos dieron, y confiamos que el Padre celestial los haya hecho
entrar en el banquete eterno preparado para los que le aman y han servido al
pueblo creyente con alegría.
Damos
nuestra más cordial bienvenida a nuestra familia presbiteral al Padre Eduardo
Daboin, del clero diocesano, quien recibió la ordenación sacerdotal el pasado 7
de enero. Y a los padres, cuyas congregaciones los han enviado a esta
arquidiócesis: Fray Ever José García Pérez, de la Orden de S. Agustín, al padre
John Jaime Zuluaga de la Sociedad del Verbo Divino; a los presbíteros Rafael Albornoz y Marcos
Pantín, de la Prelatura del Opus Dei. Ellos se unen a nosotros para seguir
construyendo esta Iglesia, casa y taller de comunión.

Tenemos
también presentes a nuestros hermanos sacerdotes que se encuentran sirviendo a
la Iglesia fuera del país: Freddy González, Gerald Cadieres, Eudo Rivera,
Richard Colmenares, José Gregorio Villalobos, Jesús Colina, José Antonio
Barboza, Rhonald Rivero, Valentín Rodríguez y Richard Aular.

En
esta Misa Crismal, nuestra asamblea expresa en forma solemne y significativa,
la unidad de la Iglesia Arquidiocesana. En efecto, el Señor nos ha reunido, “como raza elegida, reino de sacerdotes,
nación consagrada, pueblo que Dios hizo suyo para proclamar sus maravillas,
pues él nos ha llamado de las tinieblas a su luz admirable” (1Pe. 2,9). En
estos días santos, tendremos la bendición de celebrar la Pascua, que el Señor
hizo de una vez y para siempre y selló con su Preciosísima Sangre en la Cruz
del Calvario y con su Gloriosa Resurrección. Reflexionaremos, a través de los
oficios litúrgicos, la entrega incondicional de Jesús que nos amó hasta el
extremo (Cf Jn 13,1); que quiso quedarse bajo las especies del pan y del vino
para ser nuestro alimento de vida eterna; en un acto de misericordia hacia
nosotros nos entregó a su madre como madre nuestra (Jn 19,27); nos prometió su Espíritu y nos aseguró que
estaría con nosotros hasta el final del mundo (Cf Mt 28,20).
Nos
ha tocado celebrar esta misa crismal, en un momento incierto y oscuro de
nuestra madre patria, que reclama del pueblo de Dios, especialmente de los
presbíteros, firmeza y valentía para no dejar que naufrague definitivamente el
Estado de Derecho y Justicia por el que se rige nuestro país; abnegación para
compartir con nuestro pueblo las penurias que padece; esperanza, porque sabemos
que en Cristo muerto y Resucitado el mal y la muerte no tendrán la última
palabra. Como nos lo recuerda el Papa Francisco: “Verdad que muchas veces parece que Dios no existiera: vemos
injusticias, maldades, indiferencias, crueldades que no ceden. Pero también es
cierto que en medio de la oscuridad comienza a brotar nuevo, que tarde o
temprano produce fruto” (EG, 276).

Nuestro
pueblo sufre hambre, desnutrición, y miseria. Para los que seguimos a Jesús es
un deber sagrado ser la voz de los que no tienen voz y atender con abnegación a
los pequeños del Señor, a los más desvalidos
y abandonados. En esta Cuaresma, a través de múltiples y variadas iniciativas,
particularmente del Programa de las Ollas comunitarias, nuestras comunidades cristianas parroquiales,
a lo largo y ancho del territorio arquidiocesano, han descubierto el verdadero y milagroso poder
que cambia el mundo: compartir y servir desinteresadamente a los hermanos.
No
se trata solamente de la Obra de Misericordia de dar de comer a los hambrientos
sino, también y sobre todo, de ser creativos para no replicar el modelo
asistencialista que anula su capacidad de participación protagónica, y hacerles
descubrir, a través de estos gestos, su dignidad sagrada y la vocación y
capacidad que tienen de transformarse en actores y sujetos de su propia
liberación, sin tener que esperar dádivas y limosnas de nadie, sea de particulares,
sea de los poderes populistas de cualquier signo que sean.
Las
lecturas que han sido proclamadas son muy propicias para reflexionar sobre
nuestro ser y quehacer sacerdotal, especialmente sobre el consejo evangélico de
la pobreza y nuestro trabajo misionero con los pobres en este momento tan
difícil que estamos viviendo en Venezuela.
El
episodio del evangelio recoge el esquema del culto sinagogal sabatino, que se
desarrolló después del destierro, y fue en el que creció y se educó Jesús. Ese
día, de descanso y oración, los judíos se reunían en torno a la escucha de la
Sagrada Escritura: “Shemá Israel” (Dt
6,4), resumen de los preceptos del Señor. Se leía un pasaje del Pentateuco y otro de los
profetas. Seguidamente el presidente invitaba a alguien de los allí presentes a
dirigir la palabra y dar una enseñanza. Fue en una de esas ocasiones que Jesús
intervino.
Ese
día abrió el rollo del profeta Isaías en el pasaje que hemos proclamado en la primera
lectura, donde el profeta anuncia la llegada del Ungido de Dios que librará al
pueblo de todas sus aflicciones. Al terminar la lectura, las primeras palabras
de Jesús fueron las siguientes: “Esta
lectura que acaban de oír se ha cumplido hoy” (Lc 4,21). En efecto, en
Jesús se cumplen no solamente esa lectura sino todas las promesas mesiánicas
contenidas en el Antiguo Testamento.

Nosotros
también, queridos hijos sacerdotes, hemos sido consagrados para cumplir esta
misma misión. Podemos hacer nuestras las palabras de Jesús en la Sinagoga de
Nazaret: “El Espíritu del Señor está
sobre mí, porque él me ha ungido, me ha enviado para dar la Buena Nueva a los
Pobres”. Ésta siempre ha sido la opción de la Iglesia, porque forma parte
de la esencia de nuestra profesión de fe en Cristo Jesús.
La
Iglesia Latinoamericana nos lo ha recordado en las grandes conferencias que se
han celebrado en los últimos años, y el Papa Francisco, en su exhortación
apostólica, “El gozo del Evangelio”
(EG), la tiene como criterio fundamental en la evangelización: “¿A quiénes debemos privilegiar? Cuando uno
lee el Evangelio, se encuentra con una orientación contundente: no tanto a los
amigos y vecinos ricos sino sobre todo a los pobres y enfermos, a esos que
suelen ser despreciados y olvidados, a aquellos “que no tienen con qué
recompensarte” (Lc 14, 14). No deben quedar dudas ni caben explicaciones que
debiliten este mensaje tan claro. Hoy y siempre, los pobres son los
destinatarios privilegiados del Evangelio, y la evangelización dirigida
gratuitamente a ellos es signo del Reino que Jesús vino a traer” (EG, 48)

Jesús
es el modelo del desprendimiento de los bienes terrenos para el presbítero que
quiere conformarse con la exigencia de la pobreza evangélica. En efecto, Jesús
nació, vivió y murió en pobreza.
Amonestaba San Pablo: “Siendo rico, por
ustedes se hizo pobre” (2 Cor. 8, 9). A una persona que quería seguirlo,
Jesús le dijo de sí mismo: “Las zorras
tienen guaridas y las aves del cielo nido, pero el hijo del hombre no tiene
donde reclinar la cabeza” (Lc. 9,58) Esas palabras manifiestan un
desasimiento completo de todas las comodidades terrenas.
La
pobreza en la vida del sacerdote se traducirá en desinterés y desprendimiento
del dinero, en la renuncia a toda avidez de posesión de bienes terrenos, en un
estilo de vida sencillo, en la elección de una morada modesta, en el rechazo de
todo lo que es o, incluso, a lo que solo parece lujoso, en una tendencia
creciente a la gratuidad de la entrega al servicio de Dios y de los fieles y en
el amor a los necesitados, en un abandono filial y confiado en las manos del
padre Providente.
Siendo
pobre, según el estilo de Jesús, debemos buscar los medios para socorrer en las
necesidades más básicas a los que padecen enormes privaciones y llevarles la
inmensa misericordia de Dios para mitigar sus penurias. Es poner por obra la
palabra del Señor, mirar las miserias de los hermanos, tocarlas, hacernos cargo
de ellas, trabajar juntos con todos los que buscan erradicar las raíces
causales de la pobreza y de la miseria en el mundo.
La
miseria en nuestra patria ha crecido desproporcionadamente en estos últimos años.
Hemos llegado hasta el deprimente espectáculo de personas que se ven obligadas
a hurgar en la basura en busca del necesario sustento, y son cada vez más los
que fallecen a causa de la desnutrición
y de la falta de atención adecuada en los hospitales.
La miseria material, que habitualmente
llamamos pobreza, afecta a gran parte de la población, pues se encuentra
privada de sus derechos fundamentales y de los bienes de primera necesidad. Se
traduce en pobreza crítica. En terrible calamidad. Nuestro pueblo está pasando
hambre, el crecimiento y el desarrollo de nuestros niños está gravemente
afectado por la falta de una alimentación balanceada, los niños sufren de carencias que se traducirán en negativas
consecuencias en su desarrollo intelectual. Daños irreversibles por mucho que
se alimenten a posteriori. Los enfermos crónicos (diabetes, hipertensión,
renales, oncológicos…) y los ancianos mueren por falta de tratamiento.
Hay
otra miseria, la miseria moral, que consiste en convertirse en esclavos del
vicio y del pecado. ¡Cuántas familias viven angustiadas porque alguno de sus
miembros —a menudo joven— tiene dependencia del alcohol, las drogas, el juego o
la pornografía! ¡Qué triste ver nuestras urbanizaciones y barrios plagados de
depósitos, licorerías y centros de apuestas “parley”! Mientras muchas de
nuestras instituciones educativas públicas se encuentran carentes de las
instalaciones y servicios más elementales.
La
plaga del Bachaqueo, deplorable consecuencia de la corrupción y de la falta de
moralidad de muchos gobernantes, ha traído consigo una cadena de males: el
acaparamiento, el sobreprecio, la mentira, la falta de piedad y la codicia. En
definitiva, la explotación del pobre por el mismo pobre. Y todo esto degrada a
la persona humana y la hunde en la más espantosa soledad. La deserción escolar,
fruto de la miseria material, ha llevado a los jóvenes a la delincuencia y a la
lucha entre bandas, no pocas veces induce a la prostitución en todas sus formas
y al envilecimiento de la vida diaria.
No
menos deplorable y terrible es la miseria espiritual, el alejamiento del Dios,
tantas veces denunciadas por el Señor Jesús y que ha crecido desmesuradamente
en estos últimos años con la presencia de sectas, de grupos idolatras, de la
santería, de los brujos inescrupulosos, de los paleros, de los babalaos, muchos de ellos amparados y
financiados desde algunas instancias oficiales. Estos grupos son totalmente
opuestos al cristianismo, de manera que no se puede ser católico y santero,
católico y babalao. No se puede, como dice la palabra de Dios, “servir a dos
señores” (Mt 6,24).
Como
verán, queridos sacerdotes, el trabajo es vasto y la responsabilidad que se nos
encomienda supera nuestras fuerzas, pero no las de aquel que nos llamó y nos da
su Espíritu de Verdad y Gloria. Ahora más que nunca, nosotros, ministros
sagrados, debemos estar muy unidos al Señor, a través de los sacramentos, la
oración personal y la lectura meditada de la Palabra, para ver la realidad con
los ojos de la fe, como la mira Jesús y obrar en consecuencia. Sabemos en quien
hemos puesto nuestra confianza (Cf 1 Tim 1,12), y él no defrauda. Con la fuerza
del amor de Cristo saldremos más que vencedores (Rm 8,37). Y las circunstancias
adversas que atravesamos lejos de ser obstáculos infranqueables, se transformarán en
oportunidades para expresar mejor, con una fe purificada, nuestro amor a Dios y
al pueblo al cual nos debemos.
Queridas
hermanas y hermanos, les pido encarecidamente que oren por sus sacerdotes.
Dentro de algunos minutos, ellos renovarán delante de mí, sus compromisos
sacerdotales. Sé que cuento con un ejército de sacerdotes abnegados, enamorados
de su vocación, identificados con su pueblo y dispuestos a dar la vida. Me he
sentido orgulloso y contento de trabajar con ellos durante estos dieciséis años
de pastoreo en Maracaibo. Pero también soy consciente que el demonio “no cansa
ni descansa” y quiere desfigurar el rostro de Cristo que está impreso en cada
uno de ellos, en sus corazones. De ahí, que tenemos que acompañarlos,
ayudarlos, levantarlos cuando caigan y animarlos a continuar adelante, a pesar
de las dificultades.
Que
María Santísima, Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá, nos acompañe, como
hizo con su hijo, estos días para celebrar solemnemente la resurrección de su
hijo Jesucristo, a él la gloria y el honor por los siglos de los siglos. Amén.
Maracaibo
11 de abril de 2017
+Ubaldo Ramón Santana Sequera
Arzobispo de Maracaibo.
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