LA MISERICORDIA DEL SEÑOR ES ETERNA
Hoy nos hemos reunido, como los
primeros apóstoles, ocho días después de la Pascua, para glorificar y bendecir
todos juntos, “a Dios Padre de nuestro
Señor Jesucristo, por su gran misericordia porque al resucitar a Jesucristo de
entre los muertos, nos concedió, renacer a la esperanza de una vida nueva”
(1Pe 1,3-4).
Este año damos particulares
gracias al Señor porque la celebración de este domingo de la Misericordia, con
su prolongado tiempo de adoración del Santísimo Sacramento, las numerosas
confesiones sacramentales, la multitudinaria procesión con la imagen de Jesús
de la divina Misericordia y la eucaristía de cierre, está llegando a su
vigésima edición. Este año bendecimos al Señor por este gran don para nuestra
Iglesia, con la presencia de la imagen de Nuestra Señora de Fátima, con motivo
del centenario de sus apariciones en Fátima, Portugal.
El Santo evangelio según S. Juan, que acabamos
de escuchar, nos narra la primera manifestación de Jesús a sus apóstoles, la
tarde misma del día de su gloriosa resurrección. El evangelista destaca tres
gestos del Señor: se hace presente en medio de sus apóstoles; les da su paz y les
muestra las llagas de sus manos y costado. Con su presencia el Señor disipa el
miedo que acogotaba a su pequeño rebaño y en su lugar colma sus corazones de
una inmensa alegría.
Al mostrarles sus llagas, les
hace entender que el crucificado y el resucitado son la misma persona. ¡El
crucificado ha resucitado! El Resucitado ha vencido la muerte. Su cuerpo ya no
lleva las cicatrices de los golpes, latigazos y torturas que inhumanamente le
infligieron, pero conserva las llagas de los pies, de las manos y del costado,
para dejar clara su identidad y para revelarnos hasta donde fue capaz de llegar
en su amor extremo por la humanidad.
Las marcas del crucificado
resucitado son el grito eterno del amor redentor de Dios. Su costado abierto es
la puerta por donde toda la humanidad tiene acceso a su infinita misericordia. El
agua y la sangre que brotaron de su corazón, por el lanzazo del centurión,
representado en el cuadro de Santa Faustina con rayos de distintos colores, es
un manantial de vida con suficiente potencia para acabar con todas las muertes,
eliminar todos los males del mundo, perdonar todos los pecados habidos y por
haber que los hombres podamos cometer. ¡Si,
la misericordia del Señor es eterna y su amor no tiene fin!
Junto con la paz y la alegría,
el Resucitado trae consigo otros dones. Abiertos nuevamente los corazones a la
gracia, Cristo inicia con ellos una nueva creación: les entrega una formidable
misión: la de reconstruir el mundo y las relaciones humanas sobre el fundamento
de la paz. “La paz esté con ustedes. Como
el Padre me ha enviado así los envío yo”. Para llevar a cabo tan formidable
empresa es necesario que expulsen los miedos que paralizan a los seres humanos
y los vuelven cobardes y transformar de raíz las relaciones humanas con la
fuerza del perdón y de la reconciliación. “A
quienes les perdonen los pecados les quedarán perdonados y a quienes no se los
perdonen, les quedarán sin perdonar”.
El cumplimiento de este mandato misionero,
estará plagado de pruebas y dificultades A los apóstoles les esperan grandes pruebas.
San Lucas las narrará en el libro de los Hechos de los Apóstoles: el mundo los
odiará, serán amenazados., perseguidos, arrastrados ante tribunales, encarcelados,
Pero nada detendrá a los apóstoles del Señor, porque ya están seguros de que el
Señor está siempre con ellos y los llena de la audacia y valentía del Espíritu
Santo. Por eso llegarán con su mensaje hasta los últimos linderos del Imperio
romano.
Años más tarde, Pedro en su
carta, les pedirá a las nuevas generaciones de cristianos la misma fe, la misma
entereza, la misma alegría en medio de sus tribulaciones: “Alégrense aun cuando ahora tengan que sufrir un poco por adversidades
de toda clase, a fin de que su fe, sometida a la prueba, sea hallada digna de
alabanza, gloria y honor, el día de la manifestación de Cristo”.
Esa misma fe, esa misma audacia, esa misma
fortaleza ante las pruebas, esa misma alegría en el anuncio fuerte del
evangelio de Cristo es la que se nos está pidiendo hoy a todos los bautizados
de esta arquidiócesis y a todos los venezolanos. A nosotros también puede
asaltarnos el miedo o invadirnos la tentación de fiarnos tan sólo de nosotros
mismos, de nuestras convicciones, ideologías o creencias.
Para romper este cerco del Mal, de las fuerzas
malignas que se han apoderado del corazón y de la mente de los que nos dirigen,
renovemos hoy nuestra fe en la presencia de Cristo Resucitado en medio de
nosotros. Él nos dice: ¡Confíen en mí,
confíen en mi misericordia! ¡Yo he vencido el mundo! Oremos intensamente
para que el soplo de su Espíritu nos libere de la esclavitud de nuestros miedos,
nos ponga de pie y nos haga portadores de alegría y esperanza, de misericordia
y de compasión. Solo así llegará la paz que tanto anhelamos.
Mis queridos hermanos y hermanas, coloquemos
esta tarde a los pies de la Divina Misericordia presente en esta eucaristía a
todo el pueblo venezolano, particularmente al Presidente, y a los demás órganos
de los poderes nacionales para que cumplan los acuerdos a los que llegaron en
la mesa de diálogo anterior: devolverle a la AN todas sus facultades soberanas,
liberar todos los presos políticos, abrir canales humanitarios para que el
pueblo no siga pasando hambre ni careciendo de medicina, convocar a las
elecciones previstas en la Constitución Bolivariana.
El cumplimiento previo de estos acuerdos ha de
considerarse como una condición fundamental para darle seriedad y credibilidad
a cualquier otra convocatoria a una nueva ronda diálogo nacional. Además de
ello, las autoridades competentes deben controlar las fuerzas militares y paramilitares,
para que cese la represión contra las manifestaciones pacíficas que en estos
días se están llevando a cabo en el país. En este sentido vaya nuestra palabra
de solidaridad con todas aquellas personas que han sido objeto de maltratos e
insultos, como los cardenales Jorge Urosa y Baltazar Porras, y a todos lo que
de una manera u otra han recibido lesiones y hasta la muerte. A estos últimos encomendamos
a la santa misericordia de Dios.
El Libro de los Hechos al presentarnos la
primera comunidad cristiana de Jerusalén, destaca la unidad que había entre sus
miembros, cómo ponían en común sus bienes y se ayudaban unos a otros. Y nos
revela el secreto de esta unidad: escuchaban juntos las enseñanzas de los
apóstoles, se congregaban para orar en común y celebraban la eucaristía, que
ellos llamaban la fracción del pan. Ese es el modelo de comunidad nacional
pacífica y fraterna que debemos construir.
«Muchos otros signos, que no están escritos en
este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos» (Jn 20,30) nos relata el
discípulo amado de Jesús. El Evangelio es el libro de la misericordia de Dios,
para leer y releer, porque todo lo que Jesús ha dicho y hecho es expresión de
la misericordia del Padre. Sin embargo, no todo fue escrito; el Evangelio de la
misericordia continúa siendo un libro abierto, donde se siguen escribiendo los
signos de los discípulos de Cristo, gestos concretos de amor, que son el mejor
testimonio de la misericordia. Todos estamos llamados a ser escritores vivos
del Evangelio, portadores de la Buena Noticia a todo hombre y mujer de hoy. Lo
podemos hacer realizando las obras de misericordia corporales y espirituales,
que son el estilo de vida del cristiano, especialmente en estos momentos
turbulentos que vivimos en nuestra querida patria. Recordemos que “en el
atardecer de nuestras vidas seremos juzgados en el amor” (San Juan de la Cruz)
Antes de concluir quisiera elevar una oración
muy especial por los jóvenes que están en las calles, en forma valerosa, solicitando
un mejor país. Dios les bendiga y de fortaleza en esas jornadas donde arriesgan
sus vidas, como dice Isaías (40:29): “El
da fuerzas al cansado, y multiplica las fuerzas al que no tiene ninguna”.
Que nuestra Madre la Santísima Virgen María, que
siempre nos ha acompañado en todos los momentos difíciles de nuestra historia,
y que esta vez se hace presente a través de la invocación de Nuestra Señora de
Fátima, nos bendiga y nos enseñe a perdonarnos, reconciliarnos, tendernos la
mano como hermanos, a defender pacíficamente nuestros derechos fundamentales y
a construir juntos la paz.
Maracaibo 23 de abril de 2017
+Ubaldo
R Santana Sequera FMI
Arzobispo
de Maracaibo
No hay comentarios:
Publicar un comentario