DOMINGO
DE RAMOS
HOMILIA
El
Domingo de Ramos, comienzo de la Semana Santa, nos introduce en el misterio más
profundo de nuestra fe cristiana. Nos coloca
frente a la suprema revelación del amor misericordioso de Dios, que se
ha manifestado en Jesús. A medida que se desarrolla la semana y vamos
participando en las eucaristías, en la escucha de la Palabra, en las celebraciones
penitenciales, las Lectio divina, las
procesiones, los viacrucis, los ayunos y vigilias, vamos descubriendo con gran
gozo, que gracias a la entrega de Cristo Jesús, que no hay nada, ni siquiera la misma muerte, que nos
pueda impedir llegar hasta Dios y darle gloria viviendo en el amor (Rom
8,38-39).
En
el Antiguo Testamento, en época de grandes crisis, el pueblo de Israel recurría a la
lectura y meditación del libro del Éxodo. Nosotros, pueblo de la Nueva Alianza,
envueltos en grandes torbellinos y
tormentas, nos volvemos hacia otro
éxodo, el realizado por Jesús, “el
iniciador y perfeccionador de nuestra fe (He 12,3-4): “El murió
una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarlos a Dios”
(1
Pe 3,18). El camino hacia la casa del Padre, que después del pecado de Adán
había quedado bloqueado por querubines de fuego Cf Gen 4,24), ha quedado de nuevo despejado. Jesús camina delante de nosotros, cuan Gran Pastor de las ovejas, dejándonos un modelo para que sigamos sus
huellas. Éramos unas pobres ovejas descarriadas, pero el vino a buscarnos hasta
encontrarnos y ahora, gracias a él,
podemos volver a casa (Cf 1 Pe 2,21.25).
Con
la salida de la esclavitud egipcia, el
paso del Mar Rojo y la Alianza del Sinaí,
Israel quedó constituido como pueblo de
Dios, como nación santa. Para conmemorar
esta liberación y la adquisición de su
nueva dignidad, Dios le pidió por medio de Moisés, que celebraran cada año la
gran fiesta de Pascua. Para nosotros
Cristo Jesús es nuestra Pascua, porque a través de su Pasión, Muerte,
Resurrección, Ascensión al cielo y el envío del Espíritu Santo, nos ha
arrancado definitivamente de la esclavitud del pecado, ha vencido la muerte y
nos ha constituido Pueblo de su Padre Dios, miembros de su Cuerpo y moradas
vivas de su Espíritu Santo. “Los que en
un tiempo no éramos pueblo ahora somos pueblo de Dios; los que antes no éramos
compadecidos, ahora somos compadecidos” (ibídem 2,10). Esta es la Gran
Pascua que cada año todos los cristianos estamos llamados a celebrar con
entusiasmo.
Para
todas las Comunidades cristianas de todos los tiempos y del mundo entero, cada día de la Semana Mayor, empezando por
este Domingo de ramos y particularmente los días que conforman el llamado
Triduo Pascual, es decir desde Jueves Santo por la tarde, hasta el Domingo de
Resurrección, son como un inmenso manantial de agua viva donde venimos a
sumergirnos, donde renovamos nuestra
condición bautismal y nuestra común pertenencia a la Iglesia de Cristo, en la
fe, la esperanza y el amor.
El
Evangelio de San Mateo que estamos leyendo este año, deja claro desde el
principio que el corazón de la Nueva Alianza que Jesús ha venido a establecer, son el amor y
la misericordia. “Quiero
misericordia y no sacrificios (Os 6,6-7)”. Ahora en esta parte final de su
Evangelio, nos encontramos a Jesús dándonos la misma enseñanza, no ya con
parábolas y discursos, sino con su propio ejemplo. El relato de la pasión, muerte y resurrección,
que acabamos de escuchar, nos muestra a Jesús en la máxima expresión de su
amor, de su entrega y de su sacrificio. Contemplemos
en silencio meditativo todo lo que le sucede; busquemos ardorosamente
experimentar ese amor de Dios que se manifiesta en los comportamientos del
Señor ante aquellos que lo traicionan, lo niegan, lo prenden, lo insultan, lo
torturan, lo ridiculizan, lo humillan y le dan muerte.
A medida que vayamos
repasando el texto, pensemos no solo en Jesús sino también en los pobladores
sirios que han sido bombardeados, en los rehenes del ISIS que son vilmente
ejecutados, en los manifestantes callejeros que reclaman justicia y son
salvajemente golpeados, en los millones y millones de seres humanos que hoy
están en las cárceles, torturados, insultados y asesinados sin juicio alguno. Jesús, en su pasión y
muerte, recogió todos los dolores y sufrimientos del mundo y en vez de
transformarlos en montañas de odio y venganza, los trocó en gestos de
fortaleza, paciencia y valentía.
Nos podemos preguntar escuchando la Pasión de Jesús: ¿cómo se responde
a la codiciosa traición de Judas? ¿Cómo se remedia la miedosa negación de
Pedro? ¿Cómo reparar la huida cobarde de los apóstoles? ¿Cómo se supera el
entreguismo inhumano de Pilato? ¿Cómo se perdona la manera cómo las autoridades
manipulan al pueblo para que pidan la libertad de Barrabás y la condenación de
Jesús? ¿Cómo olvidar la crueldad y el ensañamiento de los soldados romanos, la
jauría de los espectadores sedientos de maldad y de sangre que vociferan ante
el crucificado?
Las respuestas las encontramos en la solidaridad del Cirineo que ayuda
a Jesús a llevar su cruz. En la valentía de María y de las demás mujeres que
acompañan a Jesús hasta el Calvario. En el atrevimiento de Nicodemo de
conseguir el permiso para descrucificar al Señor; en la generosidad intrépida
de José de Arimatea de ofrecer su tumba para la sepultura; en la honestidad del
soldado romano que confiesa al pie de la cruz, la verdadera identidad de Jesús.
Estas y tantas otras preguntas que nos podemos hacer no solo ante el
juicio de Jesús sino ante el sufrimiento de tantos inocentes, solo se pueden
responder desde esos gestos audaces de amor hacia Jesús. La
única manera de acabar con los horrores de la guerra, los genocidios, las
matanzas terroristas, la insaciable sed de poder y las injusticias sociales es volcando con Cristo
y sus discípulos sobre este mundo, no misiles ni bombas químicas, sino toneladas
de gestos de solidaridad, de ayuda mutua, de cooperación generosa, de entrega
abnegada, de servicio incansable y alegre a favor de los más indefensos.
Si queremos encontrar
hoy verdaderamente al Hijo de Dios, no lo busquemos en lo alto, ni en el lejano
cielo, ni en el Templo cuyo velo se rasgó, busquémoslo dentro de nosotros
mismos, en el ser humano excluido, desfigurado, sin belleza. Busquémoslo en
aquéllos que, como Jesús, dan la vida por sus hermanos. Es allí donde Dios se
esconde y se revela, y es allí donde podemos encontrarlo. Allí se encuentra la
imagen desfigurada de Dios, del Hijo de Dios, de los hijos de Dios. “¡No hay prueba de amor más grande que dar la
vida por los hermanos!” (Jn 15,13).
Solo llegaremos a reflejar en verdad
nuestra condición de hijos de Dios, nuestro mayor título de gloria, cuando
también siguiendo el ejemplo y la enseñanza de Jesús nos empeñemos en sembrar
nuestras vidas y nuestras relaciones con puras semillas de amor, perdón y
misericordia. (Mt 5,43-48; 7,12; 9,13;
12,7; 22,34-40). Esas son las semillas que tenemos que sembrar en nuestro
desgarrado y desfigurado país. No nos dejemos arrebatar tan gran dignidad que hemos
venido a aprender a los pies del trono donde reina nuestro Maestro y Señor Jesús.
Maracaibo 9 de abril de 2017
+Ubaldo R Santana Sequera
Arzobispo de Maracaibo
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