domingo, 9 de abril de 2017

DOMINGO DE RAMOS 2017 - HOMILIA

DOMINGO DE RAMOS
HOMILIA



El Domingo de Ramos, comienzo de la Semana Santa, nos introduce en el misterio más profundo de nuestra fe cristiana. Nos coloca  frente a la suprema revelación del amor misericordioso de Dios, que se ha manifestado en Jesús. A medida que se desarrolla la semana y vamos participando en las eucaristías, en la escucha de la Palabra, en las celebraciones penitenciales, las Lectio divina,  las procesiones, los viacrucis, los ayunos y vigilias, vamos descubriendo con gran gozo, que gracias a la entrega de Cristo Jesús, que no hay  nada, ni siquiera la misma muerte, que nos pueda impedir llegar hasta Dios y darle gloria viviendo en el amor (Rom 8,38-39).

En el Antiguo Testamento, en época de grandes  crisis, el pueblo de Israel recurría a la lectura y meditación del libro del Éxodo. Nosotros, pueblo de la Nueva Alianza, envueltos  en grandes torbellinos y tormentas,  nos volvemos hacia otro éxodo,  el realizado por  Jesús, “el iniciador y perfeccionador de nuestra fe (He 12,3-4):  “El murió una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarlos a Dios”
(1 Pe 3,18). El camino hacia la casa del Padre, que después del pecado de Adán había quedado bloqueado por querubines de fuego Cf Gen 4,24),  ha quedado de nuevo despejado.  Jesús camina delante de nosotros,  cuan Gran Pastor de las ovejas,  dejándonos un modelo para que sigamos sus huellas. Éramos unas pobres ovejas descarriadas, pero el vino a buscarnos hasta encontrarnos y  ahora, gracias a él, podemos volver a casa (Cf 1 Pe 2,21.25).

Con la salida de la esclavitud egipcia,  el paso del Mar Rojo  y la Alianza del Sinaí,  Israel quedó constituido como pueblo de Dios, como nación santa.  Para conmemorar esta liberación y la adquisición de  su nueva dignidad, Dios le pidió por medio de Moisés, que celebraran cada año la gran fiesta de Pascua.  Para nosotros Cristo Jesús es nuestra Pascua, porque a través de su Pasión, Muerte, Resurrección, Ascensión al cielo y el envío del Espíritu Santo, nos ha arrancado definitivamente de la esclavitud del pecado, ha vencido la muerte y nos ha constituido Pueblo de su Padre Dios, miembros de su Cuerpo y moradas vivas de su Espíritu Santo. “Los que en un tiempo no éramos pueblo ahora somos pueblo de Dios; los que antes no éramos compadecidos, ahora somos compadecidos” (ibídem 2,10). Esta es la Gran Pascua que cada año todos los cristianos estamos llamados a celebrar con entusiasmo.

Para todas las Comunidades cristianas de todos los tiempos y del mundo entero,  cada día de la Semana Mayor, empezando por este Domingo de ramos y particularmente los días que conforman el llamado Triduo Pascual, es decir desde Jueves Santo por la tarde, hasta el Domingo de Resurrección, son como un inmenso manantial de agua viva donde venimos a sumergirnos,  donde renovamos nuestra condición bautismal y nuestra común pertenencia a la Iglesia de Cristo, en la fe, la esperanza y el amor.

El Evangelio de San Mateo que estamos leyendo este año, deja claro desde el principio que el corazón de la Nueva Alianza que Jesús ha venido a establecer,  son el amor y  la misericordia. “Quiero misericordia y no sacrificios (Os 6,6-7)”. Ahora en esta parte final de su Evangelio, nos encontramos a Jesús dándonos la misma enseñanza, no ya con parábolas y discursos, sino con su propio ejemplo.  El relato de la pasión, muerte y resurrección, que acabamos de escuchar, nos muestra a Jesús en la máxima expresión de su amor, de su entrega y de su sacrificio.  Contemplemos en silencio meditativo todo lo que le sucede; busquemos ardorosamente experimentar ese amor de Dios que se manifiesta en los comportamientos del Señor ante aquellos que lo traicionan, lo niegan, lo prenden, lo insultan, lo torturan, lo ridiculizan, lo humillan y le dan muerte.

A medida que vayamos repasando el texto, pensemos no solo en Jesús sino también en los pobladores sirios que han sido bombardeados, en los rehenes del ISIS que son vilmente ejecutados, en los manifestantes callejeros que reclaman justicia y son salvajemente golpeados, en los millones y millones de seres humanos que hoy están en las cárceles, torturados, insultados y asesinados sin juicio alguno. Jesús, en su pasión y muerte, recogió todos los dolores y sufrimientos del mundo y en vez de transformarlos en montañas de odio y venganza, los trocó en gestos de fortaleza, paciencia y valentía.
Nos podemos preguntar escuchando la Pasión de Jesús: ¿cómo se responde a la codiciosa traición de Judas? ¿Cómo se remedia la miedosa negación de Pedro? ¿Cómo reparar la huida cobarde de los apóstoles? ¿Cómo se supera el entreguismo inhumano de Pilato? ¿Cómo se perdona la manera cómo las autoridades manipulan al pueblo para que pidan la libertad de Barrabás y la condenación de Jesús? ¿Cómo olvidar la crueldad y el ensañamiento de los soldados romanos, la jauría de los espectadores sedientos de maldad y de sangre que vociferan ante el crucificado?
Las respuestas las encontramos en la solidaridad del Cirineo que ayuda a Jesús a llevar su cruz. En la valentía de María y de las demás mujeres que acompañan a Jesús hasta el Calvario. En el atrevimiento de Nicodemo de conseguir el permiso para descrucificar al Señor; en la generosidad intrépida de José de Arimatea de ofrecer su tumba para la sepultura; en la honestidad del soldado romano que confiesa al pie de la cruz, la verdadera identidad de Jesús.
Estas y tantas otras preguntas que nos podemos hacer no solo ante el juicio de Jesús sino ante el sufrimiento de tantos inocentes, solo se pueden responder desde esos gestos audaces de amor hacia Jesús. La única manera de acabar con los horrores de la guerra, los genocidios, las matanzas terroristas, la insaciable sed de poder y  las injusticias sociales es volcando con Cristo y sus discípulos sobre este mundo, no misiles ni bombas químicas, sino toneladas de gestos de solidaridad, de ayuda mutua, de cooperación generosa, de entrega abnegada, de servicio incansable y alegre a favor de los más indefensos.
Si queremos encontrar hoy verdaderamente al Hijo de Dios, no lo busquemos en lo alto, ni en el lejano cielo, ni en el Templo cuyo velo se rasgó, busquémoslo dentro de nosotros mismos, en el ser humano excluido, desfigurado, sin belleza. Busquémoslo en aquéllos que, como Jesús, dan la vida por sus hermanos. Es allí donde Dios se esconde y se revela, y es allí donde podemos encontrarlo. Allí se encuentra la imagen desfigurada de Dios, del Hijo de Dios, de los hijos de Dios. “¡No hay prueba de amor más grande que dar la vida por los hermanos!” (Jn 15,13).
Solo llegaremos a reflejar en verdad nuestra condición de hijos de Dios, nuestro mayor título de gloria, cuando también siguiendo el ejemplo y la enseñanza de Jesús nos empeñemos en sembrar nuestras vidas y nuestras relaciones con puras semillas de amor, perdón y misericordia.  (Mt 5,43-48; 7,12; 9,13; 12,7; 22,34-40). Esas son las semillas que tenemos que sembrar en nuestro desgarrado y desfigurado país. No nos dejemos arrebatar tan gran dignidad que hemos venido a aprender a los pies del trono donde reina  nuestro Maestro y Señor Jesús. 

Maracaibo 9 de abril de 2017

+Ubaldo R Santana Sequera
Arzobispo de Maracaibo



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