FIESTA
DE SANTIAGO APÓSTOL 2018
MISA
DE ACCIÓN DE GRACIAS
Lecturas:
2 Co 4,7-15; Salmo 125; Mt 20,20-28
Muy amados hermanos
en Cristo Jesús,
Me causa una
particular alegría que esta misa de acción de gracias coincida con la fiesta
del apóstol Santiago, uno de los 12 apóstoles de Nuestro Señor, a los cuales
estoy directamente vinculado por la sucesión apostólica. En estos veintiocho años de vida episcopal me
he sentido particularmente protegido por la Virgen María, por mi santo patrono
obispo de Gubbio y por santos obispos. Vuelvo mis ojos con particularmente
agradecimiento a uno de ellos, al Papa San Juan Pablo II, quien me llamó al
episcopado en 1990, me designó como obispo de Ciudad Guayana en 1991 y
arzobispo de Maracaibo en el 2000.

Bendigo al Señor por
haber tenido a mi lado dos excelentes obispos auxiliares, en las personas de
Mons. Oswaldo Azuaje ocd y Mons. Ángel Caraballo. Agradezco al Señor por los
vicarios generales y episcopales que me acompañaron con competencia, lealtad y
fidelidad a lo largo de estos años. Dios les premie a todos tanta abnegada
bondad y paciencia para conmigo. He tenido la gracia de ordenar tres obispos,
más de cincuenta sacerdotes, de formar, ordenar y contar a mi lado con próvidos
colaboradores diáconos permanentes.
He contado en la
Curia arquidiocesana con un formidable equipo de consagradas y servidores
laicos, que han dado prueba no solo de competencia y mística en el desempeño de
su labor sino de una entrega rayan en el heroísmo al cumplir sus tareas en las
más adversas circunstancias. Felicito de modo especial a los presbíteros que
celebran hoy un nuevo aniversario de su ordenación: Eduardo Ortigoza, Lenin
Bohórquez, hoy religioso escolapio, Pedro Colmenares, Leonardo López, Guillermo
Sánchez, José G Andrade, Adolfo Tomás Villanueva, Enrique Rojas. No olvidemos a nuestro hermano difunto
Patrick Skinner.
Sería mezquino sino
diera las gracias a las autoridades públicas de distintas toldas políticas, así
como como a las distintas instituciones y Medios de Comunicación social que
ofrecieron generosamente su apoyo y colaboración para el buen funcionamiento de
los servicios socio-educativos arquidiocesanos.

Una de las grandes
lecciones que he recibido de la inigualable universidad de la vida es que no
hay mayor satisfacción para un ser humano que la de llevar a término una buena
obra, alcanzar una meta. Ese es el gozo que anida hoy en mi corazón. Me siento
feliz porque el sí que pronuncié en mi interior cuando, a las 11 de la noche
del 18 de abril del 2000, terminé de leer la carta del Nuncio Mons. André
Dupuy, en la que me anunciaba mi designación por el Santo Padre Juan Pablo II,
como arzobispo de Maracaibo, ese SI lo he mantenido fielmente hasta el día de hoy.
Ha sido posible en
primer lugar por la gran misericordia y bondad del Señor. En segundo lugar, por
la especial protección de la Virgen María que se ha manifestado de múltiples
maneras y bajo diversas advocaciones desde mi tierna edad. En tercer lugar, por
la persistente oración intercesora de una nube de testigos y orantes, creyentes
de toda edad y condición y pertenencia religiosa, profundamente convencidos de
la necesidad y del poder de la oración.
Es verdad, sin Cristo
nada podemos hacer (Cfr. Jn 15,5). Nos volvemos unas pobres ramas secas e
infecundas. Sin la comunión de los santos nada somos. Cuando contemplo el
impresionante y rico entramado de personas, de relaciones, que Dios ha puesto
en mi camino para incorporarme a su Iglesia, hacerme llegar su llamado,
configurarme con él en el sacramento del Orden en todos sus grados, me quedo
profundamente impactado. Y solo atino a repetir los versículos del salmo
116,12: “¿Cómo pagaré al Señor todo el
bien que me ha hecho?”.
En su última
exhortación sobre el llamado a la santidad cristiana, el Papa Francisco recoge
una hermosa reflexión del Papa Benedicto XVI, cuya profundidad he podido ir
apreciando a lo largo de estos años de servicio episcopal: “No tengo que llevar yo solo lo que, en realidad, nunca podría soportar
yo solo” (EG 4). Así como hay una muchedumbre de amigos y de santos de Dios
que me protegen, cuento en esta tierra y en cada lugar donde Dios me ha ido
poniendo, con una gran nube de hermanos y amigos, obispos, presbíteros,
diáconos, familias, jóvenes y niños de los cuales Jesús el Gran Pastor y Obispo
de las almas se ha valido para hacerme ligera la carga y llevadero el
yugo. No han sido fáciles estos años,
mis hermanos, pero nunca me he sentido solo.
Una de las más bellas
realidades de nuestra amada Iglesia, es que no caminamos solos. Vivimos la
comunión trinitaria en la historia. Somos pueblo de Dios. Formamos parte del
cuerpo místico de Cristo. Somos guiados, iluminados, fortalecidos y consolados
por el Espíritu Santo. Formamos parte de
un pueblo peregrino. Santa María camina con nosotros. Somos unos caminantes
dentro de un gran rebaño conducido amorosamente por Jesús, por senderos a veces
incomprensibles, hacia el ansiado puerto.
En nuestra estampa de
ordenación episcopal mis hermanos Diego Padrón, Mario Moronta y este servidor
quisimos recoger como divisa la luminosa frase de S. Agustín: “Si me asusta lo que soy para ustedes,
también me consuela lo que soy con ustedes; para ustedes soy Obispo; con
ustedes soy cristiano. Aquel nombre expresa un deber; éste una gracia. Aquel
indica un peligro; este la salvación” (Sermón 340)
El gusto de formar parte del pueblo de Dios,
de ser pueblo como lo llama el Papa Francisco ha ido creciendo en mi desde los
mismos inicios de mi servicio episcopal cuando empecé a vivir y a aplicar el
proyecto de renovación pastoral, fundado sobre la espiritualidad de comunión y
el llamado a la santidad comunitaria. La mayor inspiración que el Espíritu
Santo ha comunicado a la Iglesia en el siglo XX y XXI es sin duda alguna la de
descubrir con mayor claridad en ella el misterio de la comunión y la misión de
hacerla historia y vida en el mundo de hoy.

Sé que nadie se salva
solo, como individuo aislado, sino que Dios nos atrae hacia él dentro de una
ristra, de un racimo. Nunca solos. Tampoco en manada anónima sino tomando en
cuenta “la compleja trama de relaciones
interpersonales que se establecen en la comunidad humana” (GE 6).
Cristo Jesús no quiso
que fuéramos solos sus apóstoles. Quiso que fuéramos además sus amigos. Amigos
de él. Amigos entre nosotros. “Nadie
tiene un amor más grande que el que da su vida por sus amigos. Ustedes son mis
amigos si hacen lo que les mando. Ya no los llamo siervos porque el siervo no
sabe lo que hace su Señor. Los llamo amigos porque les he dado a conocer todo
lo que me ha dicho mi Padre” (Jn. 15,13-15). Jesús no nos quiere funcionarios
ni empleados con horarios de oficina. Quiere que reproduzcamos el modelo de
amistad que él nos ha revelado. Solo sus amigos pueden beber su cáliz y
sumergirse en su bautismo de redención. Somos dichosos hermanos porque Jesús
nos ha introducido en el secreto de la verdadera amistad: dar la vida por los
amigos, ayudarnos unos a otros a regir nuestras vidas por el mandamiento del
amor mutuo, darnos a conocer los unos a los otros el gozo de ser hijos del
Padre, hermanos en Jesús, moradas vivas del Espíritu Santo.
El apóstol Santiago
llegó a ser un gran amigo de Jesús, bebió el cáliz del Señor y se sumergió en
las aguas de su pasión, más aún fue el primer apóstol en derramar su sangre por
su Señor (Hech 12,2). Pero para llegar a este momento supremo tuvo que recorrer
un largo camino. Presto en dejar las redes y su familia, junto con su hermano
Juan, para seguir a Jesús (Mc 1,19-20, necesitó mucho más tiempo de maduración para
dejar de ser el violento Boanerges (Lc 9.54), vencer el sueño, volverse
centinela y orante (Mc 9,2-8; 14,32-40), abandonar todo apetito de poder, toda
ambición de dominación, todo sueño de grandeza; aprender que no hay sino un
solo camino para configurarse con Jesús: servir y dar la vida por la redención
de todos. Camino de Jesús, camino de Santiago, camino que desde hace ya más de
ocho siglos surcan los peregrinos hacia la ciudad gallega de Santiago de
Compostela, donde una antigua tradición ubica su acción el sepulcro del apóstol.

Entremos una vez más,
hermanos, en el maravilloso misterio de la Eucaristía, don supremo del amor
divino. No hay mejor manera, ni mejor lugar, ni mejor momento para dar gracias
que en asamblea eucarística. La palabra más bella del lenguaje humano después
de las palabras “Dios” y “amor”, es la palabra “Gracias”; tanto es así que
Cristo la escogió para hacerla sacramento con su cuerpo y su sangre. Esta es la
respuesta definitiva a la pregunta del Salmo 115: “¿Cómo corresponderé al Señor
por todo el bien que me ha hecho?”: Con la santa y sagrada eucaristía. Amén
Maracaibo 25 de julio
de 2018
+Ubaldo R Santana Sequera FMI
Administrador apostólico de Maracaibo
Palabras de Acción de Gracias por parte de
Mons. Jesus Quintero en representación del Clero Marabino.
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